El cubano de los carteles

    La bendición prometida al triunfar la Revolución de Fidel Castro llegaría con el acostumbrado retraso al pequeño pueblo de Sabanilla, donde el polvo de las carreteras sin asfalto esperaba elevarse al paso de los vehículos inexistentes. La orden de remover todo tipo de propaganda fue la primera noticia, en boca de quienes se brindaron para desatornillar los carteles de Coca Cola, Aspirina, Texaco, Bacardí… y todos los demás negocios que dejarían de existir en Cuba. Quien no bebió Ironbeer antes del 59, no lo probaría nunca, a menos que se exiliara, como pasó con la propia bebida de origen cubano. 

    Los que se quedaron a vivir el cuento fueron despojados del amarillo, blanco, negro y rojo color de las impresiones colgadas en las paredes y soportaron el rugir del zinc amontonándose en las calles. Los anuncios se desplomaban uno encima de otro, perforando el laqueado y rayando la tipografía. 

    «¿Qué harán con todos estos carteles?», preguntó un humilde residente de la zona. 

    Ronaldy con sus carteles de fondo / Foto: Cortesía del artista

    El silencio fue, de todas las réplicas posibles, la única que favoreció la posibilidad de re-utilizarlos en la construcción del cercado de su patio. Auguraba que los comunistas le buscarían pronto, con el afán de indagar temas mucho más serios, y que corría el riesgo de ser «engavetado» a causa de su afinidad política y previo trabajo como policía durante el mandato de Batista. Preparar la familia para su pronosticada ausencia era su prioridad, por eso reunió cuantos carteles pudo cargar en la carretilla que utilizaba para trabajar la tierra y los trasladó a su propiedad. Martilló un perímetro de cien metros de largo, delimitando su terreno del vecino y encarcelando a los pollos de crianza que insistían en escapársele.

    Su gesto era noble y común, guiado por la necesidad de reinventarse en tiempos de crisis y solventar su propio dilema. Ayudaba incluso a los comunistas a deshacerse de la propaganda americana sin esfuerzo alguno. No supo en ese entonces que escribía el futuro de su nieto y que forjaba el inconsciente de un artista marcado por la decisión de sus ancestros. 

    Doce años más tarde, Ronaldy llegó a la familia Navarro-Caudales. Los carteles de la cerca de la casa del abuelo seguían allí, difusos por el azote del sol, las lluvias y el tiempo. Delimitaban el perímetro de la zona de confort del niño, los lugares por los que se arrastraba, gateaba, caminaba. Corría. Luego saltaba las cercas en plena adolescencia para escaparse de su madre. De haber requerido su permiso, le hubieran prohibido el viaje, como lo hizo cuando se enteró de sus andanzas en el fortín heredado del gobierno de Batista y convertido en escuela por Castro. 

    Ronaldy muestra una foto de su abuelo / Foto: Cortesía del artista

    Habían pasado tres años desde que se fueron los maestros y aprendices a trabajar la tierra bajo órdenes del gobierno y abandonaron el lugar. Todo permanecía tal cual lo dejaron, como si hubiesen planeado regresar al siguiente día. Las gruesas capas de polvo en el suelo y el enjambre de tela de arañas entre los pupitres y pizarras eran la única evidencia del paso del tiempo. 

    La puerta principal estaba abierta, pero a ningún vecino de la zona se le hubiese ocurrido allanar el lugar. ¿A buscar qué? ¿A hacer qué? No había allí nada más que libros y no llenaban la barriga, ni reparaban la casa, ni devolvían la esperanza a los que confiaron en ideas de cambio y comenzaban a recopilar las derrotas tras veinte años de mentiras. 

    El único que conquistó el inhóspito espacio fue Ronaldy, o al menos, nunca fue testigo de algún contrincante que hizo de sus visitas una rutina. 

    Atraído por la arquitectura, la posibilidad de aventura y la picardía de disfrutarse una «malcriadez», decidió entrar una mañana y no salió hasta la puesta del sol. Corrió los pasillos, posó de profesor en las aulas y rompió una que otra cosa, pero de todo lo que pudo haber hecho y visto, y de la gran variedad de habitaciones que albergaba el edificio, la biblioteca se convirtió en su preferida. A pesar de no ser arduo a la lectura, la magia de aquel lugar le atrapó como nada lo había hecho hasta ese entonces. 

    Ronaldy colgando sus carteles / Foto: Cortesía del artista

    Los estantes de madera estaban en el suelo, pisoteando los libros desfavorecidos que cayeron bajo su peso sin orden alguno. Se mezclaba la ficción con biología y la poesía con marxismo-leninismo. cubiertos de moho y un fanguillo leve, hijos de la mezcla del polvo y la llovizna que se colaba por las ventanas rotas.

    Evitando ensuciarse la ropa y ser castigado, Ronaldy se sentaba siempre en la misma esquina, pero ojeaba una nueva historia en cada visita. No podía llevarse libros a casa, tras la insistencia y penitencia de su madre por devolverlos a su sitio. 

    «No tienen dueño», protestaba, pero al siguiente día los regresaba al estante. Una tarde descubrió a Lorca y nunca más pudo leer otra cosa. El amor por la poesía nació ahí, tras la revelación de que podían expresarse muchas cosas en pocas palabras.

    Ronaldy con sus carteles de fondo / Foto: Cortesía del artista

    «La niñez florece», me dijo Ronaldy, sentado a sus cincuenta años en el comedor de su apartamento en New York. Había cruzado la frontera desde México hasta Texas dieciocho años atrás y abandonado Cuba a los veintidós. Nunca más regresó, por temor de que le pasara como a su abuelo, y tuviese que pagar con la vida por sus ideales. En la única foto que conserva de él, se le ve cansado, serio y ensimismado, a pesar de que a su lado su esposa sonreía al lente. El único trabajo que pudo conseguir tras el cambio de gobierno fue limpiando el piso de la casa de cultura de Matanzas y el único lugar donde estuvo a salvo fue en el patio de su casa, resguardado por el pasado impreso publicitando a Coca Cola.

    Ronaldy lloraba, fertilizando la memoria mientras el síndrome de piernas inquietas apareció como manifestación de sus pensamientos. Se movía al pulso de la ansiedad dentro de un overol manchado de pintura naranja, amarillo y negro. Las gotas que ensuciaban la tela delataban la gama de colores que usaría en su próxima obra. Los mismos tonos que exponía el campo antes de caer la noche. 

    Era un sábado al mediodía, y como todos los sábados, tenía listo los carteles que pegaría en las calles de Williamsburg al amanecer: 

    «NO HAY QUE ENTENDER NADA

    ME BASTA CON SENTIRLO»

    Ronaldy colgando sus carteles de cada domingo / Foto: Cortesía del artista

    La tipografía helvética ajustada a su estilo y pulso, sobre un papel craft de 39×57 pulgadas, acondicionado con barniz para resistir el acrílico y tendido sobre el suelo, se secaba en una esquina de su cuarto. El grueso rollo de papel del que extrajo los pedazos que utilizó le llegó por correo después de ordenarlos en un sitio web para carniceros. El mismo cartón que pudo haberse manchado de sangre al envolver cortes de carne y terminar en la basura, se manchaba de arte para exhibirse al mundo todos los domingos.

    Los dos carteles serían trasladados hasta la reja de un parqueo en la avenida Broadway y reemplazarían los de la semana anterior. Los pegaría encima de los existentes porque insiste en que su arte sea efímero y de corta vida material. 

    El texto que muere los domingos pudo haber sido un fragmento de poema, un haikú, una décima cubana o una frase que escuchó en la calle. Saben todos los que dialogan frente a él, que son procesado por su filtro de musas, producto de la constante búsqueda del «inconsciente colectivo», como nombra el artista a las revelaciones que le regala la sociedad en forma de palabras. En una fiesta, en el metro, en un autobús, sus oídos acechan la llegada de la poesía popular. La que nunca ha sido escrita. La que se escapa en conversaciones comunes como parte de la cotidianidad y queda plasmada en la libretica pequeña que Ronaldy lleva consigo a todos lados. 

    Lo primero que dibuja son dos cuadrados en blanco, ejemplificando el marco y superficie de sus obras. «El texto llega cuando llega» y forma parte de su «banco de frases», como le llama a la millonaria compilación de su capital de libretas. La selección periódica está impúdicamente condicionada por sus sentimientos y vivencias. Hay carteles que anuncian la primavera aludiendo al olor de las flores que se cuelan entre las herraduras de los caballos, mientras en otros se lee: «MANDA A TODOS PARA CASA DE LA PINGA AND CARRY ON».

    Colgados de la vieja reja del parqueo, los carteles esperan que los vecinos de la zona les descubran y ofrezcan el homenaje que merecen. De acuerdo con nuestros tiempos, un post en Instagram es lo más común. Muchos de ellos cuestionándose quién es el artista.

    Han pasado tres años desde que Ronaldy se comprometió consigo mismo a exponer su obra todas las semanas. Siempre de forma anónima y sin recibir compensación monetaria por ello. Todo lo que invierte sale de su bolsillo, del dinero que se gana trabajando al transportar piezas de arte de galería en galería. Atesora y resguarda en sus manos millones de dólares en forma de cuadros y esculturas de coleccionistas y propietarios privados que le confían su traslado, pero insiste en que no es este el futuro que anhela para su obra. 

    Ronaldy expone su obra / Foto: Cortesía del artista

    A su juicio, los museos están restringidos a la voluntad del que pueda costearse la visita y posea una inquietud por este tipo de actividades. En cambio, su arte callejero te sorprende al doblar una esquina en Williamsburg, interceptando y modificando la comunidad. 

    Rebelde desde pequeño, Ronaldy insiste en que el arte ha de ir de la calle a la galería, y no al revés. Conserva muy pocos posters, pero cuando lo hace, despega con un cuchillo el fajo de viejos carteles soldados detrás del que planea exhibir. El grosor de la obra está condicionado por los meses de frases compiladas y su exhibición está limitada a la gentileza de «alguien que le dé un chance» en el mundo artístico.

    Ronaldy habla con agradecimiento y disfrute sobre el tiempo que pasó en la Escuela de Arte de Matanzas estudiando y recreando todos los clásicos. Pintó figuras humanas y paisajes de acuarela con los que emigró a Argentina a una exposición y se quedó exiliado once años, pero no se encontró a sí mismo como artista en la repetición. En Buenos Aires germinó la idea de arrancar de la pared un pequeño poster publicitando una carpintería privada. Sintió la necesidad de hacerlo suyo, modificarlo, y devolverlo a las calles en su nueva versión.  

    Carteles en una acera de Nueva York / Foto: Cortesía del artista

    «El día que uno descubre por qué estás aquí en el mundo ocurre un segundo nacimiento», me dijo recordando los hechos.

    Desde entonces comenzó a recorrer las avenidas en busca de carteles que le incitaran. En cada lugar que visitaba encontraba un poster callejero del que apropiarse y donde dejarle un mensaje de ofrenda a la sociedad. Tachaba palabras comunes con fragmentos de poesía, re-utilizando el texto original para cambiar el sentido y utilidad. Pintaba y escribía sobre ellos, vandalizando la banalidad que acompaña a este tipo de impresiones en serie. El texto corto, preciso y punzante aparece indiscutiblemente condicionado por el lugar del mundo en el que fue escrito y el remolino de emociones que acompaña la vida privada del artista. La rabia, frustración, protesta, inadaptación y tristeza son temáticas que aparecen en momentos de crisis. Conocer su obra es conocer al ser humano. 

    La idea de crear sus propios carteles le vino en Miami, cuando descubrió que podría utilizar la impresora de una compañía de arquitectura que prensaba planos de casas. Tenía un amigo que trabajaba en la oficina y pactaron en fugitivo unos cinco carteles a la semana en blanco y negro, pero el negocio no duró mucho y su estancia en Miami tampoco.

    Carteles de Ronaldy / Foto: Cortesía del artista

    Mudarse a New York le iluminó el camino artístico y el confinamiento en tiempos de pandemia lo llevó a cuestionarse su proceso creativo. Desaparece la asistencia de la tecnología y aparece el trazado a pulso, el compromiso de entregarle al mundo una obra semanal y la sustitución de carteles independientes por series de dos. Aparecen también los colores acuñando el texto y la decisión de que cada poster ha de ser único e irrepetible, como lo es nuestra historia.

    Cuba está presente en su obra y como homenaje conserva el idioma español en la mayoría de sus carteles, pero sabe que de haber regresado no hubiera podido concretar su arte. La única propaganda impresa del país le pertenece al gobierno y modificarla es un delito. Dice que no vuelve hasta que la cosa no cambie, y con cierto optimismo político habla de poner flores sobre la tumba de sus ancestros. 

    La semilla del artista que es, fue plantada allí, en el patio de la casa de campo del abuelo junto al cercado de carteles de publicidad americana medio borrosos y escondido en la biblioteca abandonada, donde «el poder de las palabras le voló la cabeza». 

    Ronaldy con sus carteles de fondo / Foto: Cortesía del artista

    Contradiciendo su discurso, Ronaldy habla muy poco e incluso me sorprendió cuando aceptó que escribiera sobre él. Su obra es mayormente anónima y se limita a exponer su sentir en sus posters. ¿Por qué exponer su rostro a la luz? «Por mis hijos y para mis hijos», me dijo. «Los dos nacieron en países libres lejos de mi realidad y he hecho todo lo posible por no contaminarles su camino con mis vivencias personales… pero llegará un día donde se hagan preguntas y quieran conocer a su padre. Necesitan conocer de dónde vengo para saber lo que son».

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    6 COMENTARIOS

    1. Felicidades mi hermano. Excelente…, la mejor manera de socializar el arte y comunicar directamente con el público sin los intermediarios, a veces fastidiosos, del «sistema arte». Éxitos bro, lo mereces. Un abrazo.

    2. Me alegró mucho leer este artículo sobre tu trabajo Ronny, sabes lo que creo de el. Sigue siendo el gran artista honesto, serio y feliz que eres. Excelente trabajo, un abrazo.

      • PABLO ENRIQUE LAUCERICA SABES QUE SIN ESE PEDACITO DE TI EN MI VIDA HERMANO QUERIDO ESTO NONEXISTIESE ASÍ QUE LA NOTA ES TANBIEN DE TODOS LO QUE E DE UNA MANETA U OTRA HAN ESTADO SIEMPRE A LOS QUE NO TAMBIÉN SE LES DA SUS DESGRACIAS PORQUE SON GASOLINA Y A MI ME GUSTA LA GASOLINA!!

    3. Ronaldy siempre cargando en su mochila los sentimientos y desgracias de una sociedad manipulada a un antojo descomunal por unos pocos ogros sedientos de poder…

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