Réquiem por Iroel Sánchez

    Durante casi un cuarto de siglo fue mi enemigo jurado. A muerte. Y no exagero. Iroel Sánchez (1964-2023), funcionario en jefe desde los fosos de La Cabaña de una Feria del Libro a la otra, no hubiera dudado en firmar mi sentencia a la pena capital, de habérselo orientado el Partido Comunista o la Seguridad del Estado.

    De hecho, Iroel la firmó.

    A mediados de 2008, siendo el presidente del Instituto Cubano del Libro (ICL), me condenó a nunca más publicar en Cuba, a no dar y no recibir clases a ningún nivel, a no poder vincularme con ninguna institución laboral, y a no aparecer en los medios supuestamente públicos de mi país.

    Por mi parte, yo gentilmente lo ignoré. El personaje me resultaba demasiado pedestre para un pugilato entre iguales. Yo, la élite que emitía excentricidades; él, la hez de una historia reactiva hasta el ridículo.

    Debo reconocer que en la isla yo padecía de una arrogancia terminal esplendente. Todavía hoy, tras las mil y una noches de exilio, estoy persuadido de mi superioridad cívica en aquellos días luminosos y tristes, cuando Cuba se me escurría entre las manos con una angustia coagulada a ras de pómulos, glotis y esternón.

    Murió el pobre censor, y bien que llegamos a conocerlo. Me toca ahora a mí (y no a él) redactar el epitafio ético de nuestra asimétrica enemistad.

    En la Feria del Libro de Guadalajara del 2002, dedicada a Cuba, participé de un panel junto con Iroel Sánchez. En el Ministerio de Cultura me habían dado unos 200 dólares norteamericanos, como parte de la delegación que visitaría México en un vuelo chárter gubernamental (con Alarcón, Silvio, los Papines o los Muñequitos de Matanzas, la Orquesta Sinfónica, y mi pánico de ser descubierto traidor antes de descubrirme yo).

    Desde entonces, nuestras posiciones chocaron. Hablé allí de la avidez de lectura entre los nativos secuestrados en la isla, evoqué el relumbre de las ediciones foráneas de libros malditos, dije disparates deliciosamente delirantes, casi delincuenciales. Mencioné a varios autores escapados del Telón de Acero y algún que otro ícono poscomunista, comparándolos con los creadores del patio, siempre tan patéticos en su procrastrinación política.

    Soy un iletrado in extremis (no he leído a casi nadie), pero igual frisé las fronteras de la fidelidad. El radar de Iroel nunca se equivocó conmigo. Prendió sus alarmas y me replicó de manera espontánea, fingiendo un frente común de fuego amigo, pero saliéndose del tema de la conferencia que él traía impresa desde el Palacio del Segundo Cabo, con tinta propagandística de Risograph.

    De vuelta a Cuba, yo trabajaba como editor de la revista cultural Extramuros, perteneciente al Centro Provincial del Libro y la Literatura de Ciudad de La Habana. Otro cadáver reciente, Eduardo Heras León (1940-2023), me había conseguido una palanca para entrar allí. Iroel, memorioso, decidió no perderme ni pie ni palabra, por ser yo un escritor en ciernes que ostentaba un carguito de influencia en la esfera pública de la capital (también enviábamos algunos ejemplares a las librerías del interior).

    Un día, junto a la directora de Extramuros y a su editor jefe Norge Espinosa (primo de Iroel), se nos ocurrió publicar a Antonio José Ponte, que nos envió una reseña acerca de un libro premiado de ensayos sobre Virgilio Piñera, de la autoría de Enrique Saínz (1941-2022).

    Ponte era por entonces el rey-sol de La Habana Vieja. Muchos confiábamos en que su elegancia ensayística iba a dar muy pronto el triple salto mortal de la contrarrevolución. Asumíamos que Ponte sería nuestro Antonio José Brodsky. Lo queríamos acaso preso en Villa Marista en plata o en patíbulo, ganándose un Premio Nobel de la Paz, mejor que en un exilio de éxito que a la postre nos lo escamoteó.

    Iroel secuestró la tirada íntegra de la revista Extramuros, al estilo de los casquitos de Fulgencio Batista cuando Bohemia se pasaba de rosca en los republicanos cincuenta. El cuadro me mandó un Lada de chapa estatal a mi casa, en Lawton. Quería entrevistarse conmigo de urgencia. Fue una tarde preciosa, preciosa, preciosa, si me permiten el plagio de Horace McCoy (notarán que solo cito traducciones cubanas de los ochenta, las mejores del idioma español).

    Al llegar escoltado hasta el cuartel general del Grupo de Análisis del ICL, Iroel tenía, como al descuido, la pantalla de su desktop abierta con una letrona de caballo, de puntaje 1959: «Elogio de la disidencia», alcancé a leer, años antes de operarme tardíamente mi miopía paternal. Era un texto que él estaba a punto de publicar y que todavía puede consultarse en la Internet secuestrada del casticismo digital.

    Iroel intentó reclutarme, sutil y soez, campechano y cabrón. Me habló de la revista pinareña Vitral, del laico opositor Dagoberto Valdés, y de que yo no debía seguir publicando mis poemas allí.

    Iroel de paso me anunció, con una exactitud escalofriante, cómo y cuándo llegaría el fin de la revista Encuentro de la Cultura Cubana. Me explicó los destinos no solo del propio Ponte, sino, entre otros, de Amir Valle, Ángel Santiesteban y Eloy Gutiérrez Menoyo. De aquel interrogatorio salí cien por ciento convencido de que a Jesús Díaz lo asesinaron en España por órdenes expresas de La Habana.

    De algún modo, él me estaba mostrando las dos caras del futuro que yo debía escoger, no solo mientras residiera en mi patria: complicidad o descojonación. 

    Con el tiempo, creo haberle demostrado que es posible una tercera opción: la brutal belleza de la resistencia retórica, hacerse intolerable, convocar la censura de sílaba en suicidio y, en definitiva, correrle para arriba a los violadores de la libertad de expresión (léase, a ese clan capaz de cometer los más crueles crímenes sin el menor atisbo de crueldad).

    Iroel Sánchez fue la persona que le ordenó a la editorial Letras Cubanas sacar mi libro Boring Home de la imprenta, a pesar de haber recibido Mención en el concurso de cuentos de la UNEAC 2007 (bajo el título Historia portátil de la literatura cubana). En 2008, Rogelio Riverón lo había editado y ya estaban las pruebas de galera y su portada/contraportada con una foto tomada por mí. En este punto, Iroel se lanzó, con la venia del entonces Ministro de Cultura, Abel Prieto, para difamarme en público y en privado, alienando a varios de mis amigos y colegas con chismes al peor estilo de un proletario Palacio de Versailles.

    Dijeron hasta del mal que me iba a morir. Pero quien se iba a morir era Iroel.

    Después, coincidí con él en el estreno de Los siete contra Tebas, la obra teatral huérfana de Antón Arrufat, quien nunca la supo defender ni siquiera de sí mismo. Iroel se veía tan ufano como una Modotti en el Teatro Mella. La Revolución parecía estar ganando, después del susto del Proyecto Varela y la Primavera Negra. Y, para colmo, Fidel Castro había sobrevivido a un caso de auto-iatrogenia espectacular.

    Cuando me abrí un blog para dejar de ser escritor, allá fue Iroel Sánchez a abrirse el suyo poco después. Su primer post se llamaba «Derrotar la muerte» y hablaba del «regreso victorioso del Comandante, vencedor del odio y de la muerte». Una década después, habiendo sido defenestrado por el Mincult y luego rehabilitado por el Minint, el odio a los cubanos libres, junto a la muerte de la nación, lo han vencido a él.

    Tiene que haber sido muy triste para Iroel darse cuenta de que la guerra de la Seguridad del Estado contra los cubanos estaba irreparablemente perdida. Podrán permanecer 64 mil milenios como okupas gobernando Cuba, pero ya no poseen la más mínima cuota de poder. Ni viso o vestigio de legalidad. Desde hoy hasta el estallido social que derroque más o menos pacíficamente el régimen, se trata solo de terrorismo de Estado, una violencia residual como el eco cósmico del Big-Bang. 

    Lo siento, Iroel, mi querido contemporáneo, pero ya no hay narrativa que valga para la Cuba de la Revolución. La muerte de Fidel Castro ha significado un silencio sensacional: su verborrea individual mutó en mutismo colectivo. 

    Iroel Sánchez se mantuvo retuiteando talibanes y ciberclarias hasta el desenlace clínico fatal. El último tuit que tecleó con sus dedos, en plena agonía, apenas dos semanas atrás, muestra de cara a la posteridad una errata propia no de su metástasis sino de nuestra presbicia común: «Edte jueves en #La PupilaTv», dijo a las 11:57 p.m., refiriéndose al fallecimiento premonitorio de Harry Belafonte. Antes que medianochezca, mi amor.

    «Edte jueves murió @IroelSanchez», podría teclear ahora yo, de no haber cerrado varias veces casi todas mis redes sociales.

    Tal vez Orlando Luis Pardo Lazo sea el único compatriota que sintió dolor ante tu enfermedad y muerte de perro, sin anestesia y sin una alimentación de calidad. Toda vez de regreso a una Cuba libre, donde cada uno de los represores haya sido cremado por «expresa voluntad familiar», tal vez sea yo el único intelectual cubano que se acerque a tu cenotafio y deposite una ofrenda floral de iroelias sobre tu ausencia atroz.

    No habrá olvido, Iroel Sánchez Espinosa, compañero.

    Perdón sí habrá, y de sobra. Todo el perdón del mundo para una mafia imperdonable. Porque el perdón es precisamente la doctrina más desconocida por los comunistas y, según el Jorge Luis Borges amordazado por Casa de las Américas, solo el perdón puede anular el pasado.

    Es decir, mañana no hubo Revolución cubana, mi amargo amigo del alma. Descansa en la paz de tu desamparo existencial. Nosotros, los sobremurientes, a nadie debemos tu sobremuerte.

    Con tu sonrisa de gato de Cheshire estalinista y con mi vocación ominosa de obituarios del castrismo sentimental, extraviados entre las nuevas generaciones de los cubanos que vinieron y los que nunca vendrán, quedamos al final de este viaje en la vida indistinguibles, tú y yo, a solas con nuestras biografías tupidas de tanta utopía.

    En plena luz, Iroel, más allá de la mentira y el miedo. 

    En plena luz, Iroel, más acá de la ternura y el totalitarismo. 

    En plena luz, Iroel, cenizas nada más entre tu verdad y la mía.

    ¿Entonces, no nos entendimos? Sí, yo sí los entenderé. Ustedes, los de entonces, son los que no entendieron nada, de nadie. Ni siquiera de ustedes mismos. Cubansummatum est.

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    16 COMENTARIOS

    1. Absolutamente genial, OLPL. Un epitafio gloriosamente inglorioso, para incluir en la Antología del Epitafio Cubano, junto a los poemínimos de Wichy Nogueras. Lo único que no te compro es eso de que eres un «iletrado in extremis»… A otro perro con ese (descarnado) hueso.

    2. Gracias, Orlando, por evocar a Iroel, un censor ortodoxo y tardío, sucesor de Guillén, Fernández Retamar y Abel, aunque con menos talento que estos. La cultura cautiva pierde a uno de sus perros de presa. Saludos desde Hispania.
      Miguel Iturria.

    3. Esto es más largo que un real de tripa, es muy OLPL, pero está buenísimo (no OLPL, sino el escrito). Esto lo salva de cualquier cosa: «Dijeron hasta del mal que me iba a morir. Pero quien se iba a morir era Iroel». Genial, como casi siempre.

    4. Gran texto Orlando Luis. Atinado, bien escrito y hasta mesurado (no al 100) pese al anecdotario que cuentas. Las historias de Iroel, que conocí por quienes viven allá, me recuerdan a aquel Armando Quesada que padeció mi generación. Todo indica que se reproducen con fertilidad inusual.
      Ojalá pueda descansar en paz.

    5. Patético y cobarde, hablar en esa forma contra quien ya no puede defenderse.
      Tus palabras escritas ya definen que tipo de persona eres.
      Reprochable y abusivo.
      Que alguien que se precie, hable así de una persona fallecida es indigno!!

      • Es un poema de amor a Iroel.
        Y no, yo no me precio.
        Ni Iroel tampoco ha fallecido. Vivirá para siempre en nuestra mala memoria.

      • Tu comentario define quien eres: Una Iroelia. Pobrecita! Recuerda que ustedes le arman un mitin de repudio hasta a un muerto. Siga destruyendo que la cuenta será pasada.

      • Por Dios! Que de muertos cubanos está el mar, que de vivos sin poder ver sus muertos están los aeropuertos, que de mítines, actos de repudio, segregación están llenos de muertos- vivos.

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