Adiós a Eduardo Heras León

    Ha muerto Eduardo Heras León, como antes había muerto su época. Los hombres no deberían sobrevivir a su tiempo. Hay que saber desaparecer. 

    Eduardo Heras León se demoró algo en hacerlo, tampoco demasiado. Nada ganado, nada perdido. Ahora, por fin, este hombre bueno ya pertenece a ese sueño tierno y totalitario, o acaso asignatura caduca, llamado Historia de la Revolución Cubana.

    Cuando yo me asfixiaba de irrealidad en la Cuba del año cero o dos mil, Eduardo Heras León me consiguió mi primer trabajo fuera de la profesión que estudié. Porque alguna vez fui bioquímico. Hasta que en abril de 1999 me expulsaron del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología (CIGB), una mole en sepia ubicada en el Polo Científico del Oeste de La Habana y también al dorso del billete de 50 pesos cubanos. En ambos casos, propiedad privada del Consejo de Estado.

    Yo me arrastraba por la ciudad encandilante con unos papeles bajo el brazo, tecleados a golpes de máquina Underwood. Todavía no era Orlando Luis Pardo Lazo, pero ya sabía que Orlando Luis Pardo Lazo esperaba por mí. Por el momento, escribía cosas como «es cierto que he besado los labios de algunas estatuas y los de algunas ancianas». 

    Los poetas pateaban mi poesía. Los narradores ninguneaban mi narrativa. No tenía escapatoria. Había perdido mi título universitario y mi venganza ni siquiera podría ser escribir. 

    Insistí, a falta de vocación suicida, y, gracias a una palanca de Eduardo Heras León, resolví 300 pesos al mes como promotor cultural del Centro Provincial del Libro y la Literatura de Ciudad de La Habana y después como editor de la revista provincial Extramuros

    Desde allí hice lo que pude, hasta que pude. Publicamos a los políticamente impublicables. Paradójicamente, en la Cuba de la «Primavera Negra» eso incluía tanto a Antonio José Ponte como a Leonardo Padura. Pero igual en un par de años ya Iroel Sánchez, desde su atalaya en el Instituto Cubano del Libro, me tenía identificado como un «enemigo de la Revolución».

    Eduardo Heras León / Foto tomada de internet

    El maestro Jorge Alberto Aguiar Díaz, director fundador de la revista Cacharro(s), me había presentado al maestro Eduardo Heras León, director fundador de la revista El cuentero. Y, uno de esos veranos viles, apliqué y me aceptaron a la segunda edición del Taller de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, que no contaba aún con su actual sede de Quinta Avenida y Calle 20, en Miramar.

    Al rato, en octubre de 2000, fui parte del primer curso de Técnicas Narrativas que se transmitió por la televisión nacional, como parte del programa Universidad para Todos que recién se había inventado Fidel Castro. Allí estoy todavía, al alba, en vivo, junto a otros futuros apóstatas como Amir Valle.

    Luego, en noviembre de 2002, Eduardo Heras León y su amor Ivonne Galeano me invitaron a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, donde presencié un acto de repudio organizado por los jerarcas del Ministerio de Cultura de La Habana y la Biblioteca Nacional José Martí. La Revolución cubana estaba más viva que nunca fuera de la Revolución cubana, mientras los hermanos Fernando y Rafael Rojas celebraban con tequila en privado su animadversión ideológica en público.

    Allí, también, vi a los jóvenes llorar de emoción por la presencia de Silvio Rodríguez. Yo no sentía nada ante el cantautor, que viajó como VIP en el mismo avión de Cubana. De hecho, creo que todavía no había visto a nadie en Cuba sentir nada por otro cubano. En cualquier caso, gracias a ese primer viaje al extranjero, entendí algo sobre nuestra irreparable muerte espiritual en tanto individuos y como nación.

    Eduardo Heras León fue siempre cordial, sonriente, cariñoso. Daba confianza estar a su lado. Sabía mucho de técnicas narrativas, pero no nos impuso nada. Por eso no deja escuelas ni discípulos. Ni siquiera secuelas. Pasamos por su vida y obra sin saber que pasamos. 

    A lo sumo, recuerdo un cuento suyo donde, en tanto exartillero de Playa Girón de visita en la República Dominicana, el narrador protagonista termina sosteniendo una silla en la mano, por si tiene que metérsela por la cabeza a un exmercenario de Bahía de Cochinos.

    Más tarde llegaría la política y arrasaría con todo, todo, todo. Comencé a editar revistas digitales «anticubanas», como The Revolution Evening Post. Comencé a publicar en blogs y en páginas web cubanas demasiado distantes de la Revolución cubana. Y Eduardo Heras León enseguida se puso en guardia. La guerra tuvo no seis, sino siete nombres: Eduardo, Heras, León, Orlando, Luis, Pardo, Lazo.

    En los noventa, Eduardo Heras León había sido de los primeros intelectuales que se negó a publicar en la revista Encuentro de la Cultura Cubana. Le dijo a un emisario del exiliado Jesús Díaz: «vamos a esperar, a ver por dónde van los tiros». Y la espera le dio la razón al miliciano inxiliado. El Chino no quería que lo parametrizaran por segunda ocasión. Chistes más o chistes menos de pasillo, nuestro maestro de varias generaciones falleció en plena gloria del panteón revolucionario.

    Se reunió con Fidel Castro tanto como pudo. Fidel Castro vivo era la última evidencia de que la vida no se les había ido en vano. 

    En una ocasión, el Comandante le preguntó por qué tanta obsesión con enseñar técnicas narrativas, si, total, a los grandes clásicos nadie se las había enseñado, por la obvia razón de que escribieron siglos antes de toda la teoría literaria. Nada, las cosas del peso completo Fidel Castro, pugilateando desde la esquina roja de su Revolución en ruinas. 

    Pero ahí estaba, en la esquina azul del corazón, el peso pluma Eduardo Heras León, que le respondió sin pensarlo ―y contaba esta anécdota con alegría casi infantil―: «Comandante, los clásicos no aprenden técnicas narrativas porque ellos fueron los que las inventaron». 

    La técnica narrativa es la técnica narrativa y sin técnica narrativa no hay técnica narrativa.

    Cuando la Seguridad del Estado regó el rumor de que yo me había desnudado con la bandera cubana, para desvirtuar la presentación independiente de mi libro censurado Boring Home en la Feria del Libro de La Habana, en febrero de 2009, Eduardo Heras León comentó que yo había enloquecido. En la utopía pragmática de los proletarios, siempre la locura y la pornografía son la perfecta justificación para los represores. Y encima añadió que cualquiera podría esperarme en una esquina y meterme un gaznatón, como desagravio a los símbolos patrios. 

    Esta bajeza barriotera Eduardo Heras León no me la dijo a mí, sino a testigos que él bien sabía que me lo dirían a mí. Rectifico el orden de los factores: esta bajeza barriotera Eduardo Heras León no me la dijo a mí, sino que la Seguridad del Estado se la dijo a él para que se la dijera a testigos que ellos bien sabían que me lo dirían a mí. Eduardo Heras León ―y esto lo honra― nunca fue un traidor a la tiranía.

    Así lo dijo él mismo en su testimonio de siquitrillado cuando la «guerrita de los emails» de 2007: «La generación de la lealtad, de la lealtad a los principios, a los ideales ―esa palabra que hoy causa tanto escozor a muchos oídos y sonrisas de conmiseración a muchos labios― y que yo repito aquí con orgullo, porque para nosotros, afortunadamente, a pesar del Quinquenio Gris, de los perseguidores de la cultura, de los años terribles que dejaron esas huellas imperecederas en nosotros, las utopías siguen vivas y la historia no terminó, sino que está a punto de comenzar».

    Un gran final paradisiaco, de ritmo Herasicástico asomado al fin de la Historia. 

    Y así lo ratificó en el 2014, en el discurso de aceptación de su tardío Premio Nacional de Literatura (años antes, en el 2001, el régimen lo había vejado con el Premio Nacional de Edición, dejándole entrever que su narrativa era escasa, casi olvidable): «Nosotros fuimos esos hombres; nosotros somos (y quiero repetirlo aquí), la generación de la lealtad a los principios y a los ideales».

    Para un hombre hermoso, es humillante envejecer. Para un creador vital, es oprobioso ver que la gran novela de la Revolución cubana nunca ocurrió en la república letrada. Para un hombre leal, haber estado vivo el domingo 11 de julio de 2021, y ver cómo el militariado castrista irrumpía a tiros de la calle a las casas, tiene que haber sido demoledor. 

    Hacía ya varios años que yo no dejaba de pensar en él, como no dejaba de pensar en Tomás Piard. Me atrevo a asegurar que ambos cubanos murieron de tristeza terminal, además de la consabida desidia hospitalaria que ha diezmado a la isla. 

    Ojalá que el maestro Eduardo Heras León haya cerrado los ojos mucho antes de cerrarlos. Ojalá que no se diera cuenta de lo que estaba pasando. Ojalá que su sufrimiento corporal lo haya distraído de todo remordimiento moral.

    Que descanse en paz este cubano ejemplar de un pasado extinto que, sin embargo, nadie podría asegurar ahora si los cubanos del futuro van o no a extrañar.

    El silencio vuelve a invadirlo todo. Levanta la cabeza lentamente. Se pone de pie. Eduardo Heras León saca de una gaveta del escaparate su pistola Steichkin, regalo de Fidel por un hermoso tiro demostrativo de lanzacohetes que él ha dirigido años atrás. Le pone una bala en la recámara y la coloca encima de una mesita, sin dejar de mirarla intensamente. Vuelve la cabeza y me mira.

    ―No te preocupes ―dice―. Ya estamos muertos.

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    2 COMENTARIOS

    1. Gracias por el texto que me haces llegar. De este autor me ocupé en mi tesis de grado. Le haces un obituario a la manera como no lo escribiría nadie más. No te denigra escribirlo. Alguna vez, si esto nos sirve de consolación, esos que nos ningunearon y a veces todavía lo hacen nuevamente aquí, no podrán ocultar tantos nombres y el wue que quiera podrá acercarse y juzgar por cuenta propia y enterarse. ¿Se acordarán también de ellos?
      Un fuerte abrazo

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