Alejandro creyó que al fin nos veíamos por tratarse de semejante visita. Era septiembre de 2021. Las cosas en La Habana estaban como para quedarse en casa: el transporte, el calor, la pandemia, el futuro ex15N… Nada nuevo bajo el sol.
Nos encontramos en el Parque Central. Alejandro me dijo hasta del mal que me iba a morir. «Tarde, como siempre», y nos dimos un abrazo. Con él venía un sujeto que me presentó como se presenta a un viajero extraño: «¡Cómo me vas a presentar a Fernando, si él ha dormido y comido en mi casa, si estuvimos juntos el 27N!», dije a Alejandro mientras nos abrazábamos Fernando y yo. Pocos meses después el viajero extraño saldría de Cuba, exilado.
Llegar hasta la casa de Antón Arrufat fue fácil. Habita el piso superior del Ateneo de La Habana, remodelado y reinaugurado en 2016 por Eusebio Leal, y del cual Arrufat es presidente.
Mi amigo lo llamó desde su celular, y el sirviente o mayordomo o asistente, no sé bien qué término usar en este caso, atendió la llamada. «Fue a decirle a Antón que Alejandro y dos amigos están esperando en la entrada para visitarlo», dijo remedando el tono servil que probablemente usó aquel hombre.
Dejamos atrás una puerta decimonónica para subir unas escaleras tipo avenida 9 de Julio. Antes de pasar al salón donde nos recibiría Antón Arrufat, nos echamos en las manos desinfectante. El rito pandémico ya era parte de nuestras vidas. Por aquellas fechas podías disimular el uso de la mascarilla en la calle y hacer murumacas con ella.
En el salón principal, girando hacia la derecha, nos la colocamos de forma correcta. Aquello era un palacete: puntales altos, paredes blancas, esculturas, cuadros originales, puertas de doble hoja con vista a un balcón que doblaba el Paseo del Prado hasta la calle Refugio.
Alejandro, Fernando y yo nos sentamos en unos muebles de madera alrededor de una mesita. Hablamos brevemente del calor de septiembre y de un olor a lluvia que prometía nubes negras. Yo no dejaba de observar cada esquina de aquella habitación totalmente iluminada.
Antón Arrufat apareció ante nosotros. Ninguno lo vio llegar. Vestía un short beige claro, sandalias de cuero, pulóver de cuello verde limón, y una mascarilla que no se bajó salvo unos segundos, cerca de una hora después, para estornudar.
Lo recibimos de pie y él extendió un puño cerrado a cada uno antes de sentarse en su trono. Alejandro nos presentó a Fernando y a mí. «Ricardo Acostarana, escritor, y Santiago, investigador, abogado, de los mejores de estos tiempos». «¿Acostarana? Qué apellido más exclusivo. No tanto como los míos, claro está», dijo con lo que pareció una risa burlona. «Pero no deja de parecerme singular». Arrufat fue sentencioso, con esa dejadez cortesana que jamás ha pasado desapercibida para sus amigos o enemigos. Yo no pude disimular mi risa y le respondí que sí, que es originario de Pau: «Un municipio de Gerona, en España».
Antón Arrufat Mrad tiene una manera especial de contar, con sus manos, con sus ojos tras los ojos de cristal. Sabe que no habrá nadie que capte más atención que él, así dialogue consigo mismo. Como anfitrión sabe medir los tiempos al dedillo; cada palabra que pone en su boca es veneno y antídoto a la vez.
«Yo no fui un niño bitongo», dijo cuando Alejandro le preguntó si los escritores de pequeños son seres metidos en una burbuja. «Yo jugaba pelota, disparataba, me iba a remar al mar, quitaba la corriente a los tranvías, jugaba con los negritos del barrio. Amén del racismo silencioso que hay en Santiago de Cuba». Me sorprendió el presente en que habló sobre el racismo en la segunda ciudad de la isla, después de La Habana, donde hay más personas negras.
Tantas veces ha tenido que responder las mismas preguntas, en orden cronológico, que parecía fulminado al decir que sí, que había sido disciplinado por los jesuitas en Santiago y por los escolapios en La Habana, pero que de eso quedaba solo el recuerdo. No obstante, quiso hacer una finta, y afirmó entre bambalinas que muchos años después, tal vez frente al pelotón de fusilamiento cultural, descubrió que no solo había estudiado en la misma aula donde lo hiciera Fidel Castro, en la institución religiosa santiaguera, sino que, además, compartieron, con años de diferencia, el mismo pupitre escolar.
Entonces, Antón Arrufat me descubre y se asombra, a su vez, de mi consternación ante su humilde morada. «¡Acostarana mira la casa constantemente! ¿Qué buscará?», les dijo a Alejandro y a Fernando entre risas.
Advirtió que mis ojos pretendían perderse en el amplio pasillo al otro lado de la escalera o en la amplia cocina que queda a un costado del salón, pero jamás pasamos de nuestras butacas y el balcón.
El asistente trajo el té y Arrufat pidió nos sirviéramos a gusto. «Ciertamente este es el Ateneo de La Habana; fue el segundo fundado en Cuba», dijo, como gozando la infinita digestión histórica del lugar que lo veía despertar todos los días desde el año 2016.
El Ateneo fue fundado en 1902 y disuelto, cerrado, olvidado 70 años después. Lo que Eliseo Diego llamaba «el oscuro esplendor», según Arrufat.
«Estuve a pie de obra los casi ocho años que se tardaron en remodelar esta casa que Eusebio Leal me otorgó. Venía todas las mañanas a ver cómo andaban las obras y el robo de materiales», recordó un poco exaltado, pasando de inmediato a una dramaturgia más sosegada. «Yo, aquí, como maestro de obras. Llevaba un palo», dijo confirmándose en su trono, sosteniendo un báculo invisible con una de sus manos. «Agarraba un palo como si fuera una batuta y les gritaba a los constructores: “¡Oye!, ¿qué van hacer con eso? ¿Dónde lo van a poner?”. Porque los trabajadores empezaron a venderle materiales a todo el mundo. La Oficina del Historiador traía unos materiales específicos, y a los tres días se desaparecían. Entonces vine de vigilante. Fue indescriptible aquello», terminó, riéndose.
Los vecinos le peguntaban si era rico y Antón Arrufat respondía: «¡Ah!, una fortuna inmensa que no la brinca un chivo».
Su padre murió en un accidente; tres años antes fallecía la madre de leucemia. «Yo vivía más cerca de aquí, en Trocadero, a una cuadra de Lezama. Iba siempre a su casa. Más que yo, lo hacía mi familia. Siempre he vivido por estos alrededores. Llegué de Santiago de Cuba en el 47, con 12 años, a esta parte de la ciudad, y de aquí no me he movido».
Su padre la había alquilado en uno de sus viajes anteriores a la capital. «Esa casa se la había recomendado “una mujer que lo quería mucho”, y mi madre se enteró», dijo, y pareció que se ruborizaba. «En los bajos de la casa estaba el almacén de ropa de mi padre, que tenía en consorcio con un español, Iriaco Sánchez, que vivía arriba con su mujer, rubia. Ella miraba mucho a mi padre. Tenían una niña. A veces salíamos a dar una vuelta por la ciudad las dos familias».
Entonces habló de Lezama:
«Joseíto fue un gran viandante hasta que pudo», rememoró. «Cuando él muere, allí queda viviendo la mujer». «Baldovina, ¿no?», pregunté, intranquilo, con ganas de fumar. Me di un sorbo de té. «No, Baldovina es la de Paradiso. Él habla de María Luisa», respondió Alejandro.
«Era muy gracioso. A veces yo llegaba y él le decía: “¡María Luisa, Antón quiere probar el mejor té de Cuba! Haz el favor, tráeselo”. Y era para que se fuera hacia la cocina y nos dejara solos para comenzar con nuestras conversaciones inmorales. Me decía: “¿Ya se fue?”. Y yo: “Sí”. Y me preguntaba como en susurro: “¿Anoche qué hiciste? ¿Fuiste a algún lugar?”. A veces le inventaba historias espeluznantes y él se quedaba así como: “¡Dios mío! Yo encerrado aquí y tú viviendo todas esas cosas”».
A Lezama Lima ya le costaba mucho trabajo caminar. Cuando salía era en un auto. «Él tenía amigos con máquina. Iba a comer, sobre todo en un restorán que había en Prado donde uno subía unas escaleras. Conmigo iba a un cine de barrio, que no recuerdo el nombre ahora, muy cerca de aquí. Años sesenta, cuando yo volví a mi amistad con él».
«¿Y con Cintio [Vitier] cómo se llevaban ustedes?». A Alejandro siempre le han gustado los chismes literarios. Fernando no hablaba; es un excelente observador.
«¿Cintio? ¿Quién es ese?», preguntó a su vez Antón Arrufat, y los cuatro nos partimos de la risa.
«Yo leí una crítica fuerte que le hizo a un poemario de Cintio en los años cincuenta. Usted lo desflecó completo».
«¿Tú la leíste?», inquirió a Alejandro, poniendo en subasta nuestra curiosidad.
Alejandro contestó que la había leído hacía unos meses. Fernando había salido a fumar. Entonces yo aproveché para salir también al balcón sobre la calle Refugio.

Meses después, con el exilio de Fernando, me vino a la mente esta primera y única visita a casa de Antón Arrufat, que pudo no ser la última. Busqué durante varias horas hasta que encontré «El fruto después de las vísperas». El texto, aparecido en la sección «Barómetro» de la revista Ciclón (volumen 2, número 3, de mayo de 1956), ciertamente provocó un socavón en la crítica literaria del momento. El veinteañero Arrufat, ya con una lengua que se la pisaba, mordaz y provocador, se tiró loma abajo y sin frenos contra Cantos llanos, poemario de Cintio Vitier publicado en 1956. Recriminó al poeta su falta de emoción, de sustancia. Lo acusó de no cuidar la forma literaria, de no poseer un conocimiento profundo, genuino, una visión extrañada: «Todo en Vitier es método, a través de sus diferentes estados […] coplas descuidadas y vulgares que cualquier escritor de provincia se hubiese abstenido de publicar».
«Nadie se atrevió a hacerle una crítica, nada más que yo», decía montado en una autoloa con caja, bombo y platillo mientras Fernando y yo regresábamos al salón. Por sobre nuestra breve conversación, insulsa, habíamos seguido el hilo de las confesiones de Antón Arrufat. «Yo le dije que no escribiera más poesía. Cintio era un sujeto inteligente. Voy a decir lo que pienso de él», acotó, como si jamás hasta ese instante hubiera dicho nada del escritor tempranamente defenestrado en aquella crítica, como si hablara de otro Cintio Vitier: «Era un tipo inteligente, buen ensayista, pero era un poeta de medio palo. Eso no se puede decir ahora. Ahora es un poeta tan grande como Neruda… ¡Por favor! Me parece que es justo colocarlo a él en un lugar, pero… También le hice otra crítica en el número siguiente de la revista a Eugenio Florit. Lo arrastré por el piso».
«¿Usted recibió críticas cuando escribió eso sobre Cintio?», pregunté.
«Lezama me cogió un odio terrible, y me atacó después. Eso me gustó mucho», dijo. «Cuando yo empecé en Lunes de Revolución, que empecé a atacar a todo el mundo, a emplazar a la gente, que valía la pena, claro…». Silencio de varios segundos… «Ay, me perdí», soltó, y nosotros le ayudamos a retomar la idea. «Me reencontré con Lezama. Mi amistad con él comenzó con mi familia, mi padre y mi hermana, pero sobre todo mi hermana. Era una mujer bellísima, amiga de…». «¿De la hermana de Lezama?», interrumpió Alejandro. «Ay, no. ¡Uy!», exclamó Antón Arrufat. «Esa era insoportable. Sus dos hermanas eran insoportables, María Luisa y Eloísa. Además, él era un hombre importante, era Joseíto. Eloísa era vecina de mi familia, en el mismo piso en un edificio en la calle Monte esquina a Cárdenas. Cuando esto empezó las hermanas se fueron y lo dejaron solo, en una soledad espantosa. Pensaron que iban a regresar en unos días, que la Revolución se iba a caer, y eso no sucedió. Ellas empezaron a sufrir de un modo increíble. Ahora parece que se va a caer también. No se cae ná, pero, bueno…».
Cuando iba a preguntarle al viejo lobo sobre ese otro capítulo, su relación ambivalente con el sistema, Alejandro prosiguió el curso de la conversación familiar: «Pero Lezama adoraba a su mamá», dijo mi amigo. «¡La madre! ¡Dios mío, qué cosa más grande! ¡Qué gente tan terrible! Lezama se fajaba con ella constantemente. Cuando murió se convirtió en una santa para él. Ellos se querían mucho, al final, pero la madre era insoportable», dijo el escritor.
Arrufat no dijo nada respecto a Los siete contra Tebas, ni sobre su ostracismo. Igual, eso es tierra quemada. Sin embargo, se regodeó en el día en que fue a ver a «Yeyé» (Haydée Santamaría) a Casa de las Américas. Querían fundar una revista que acompañara la labor de la institución. Yeyé entonces lo nombró director de la revista Casa de las Américas, entre 1960 y 1965. Ese últim año le llegó el comentario de que Roberto Fernández Retamar sería el nuevo director. «Retamar habló con [el presidente Osvaldo] Dorticós y me serruchó el piso».
El té se había acabado, y yo ahora tenía sed. Desde el balcón se veía que las nubes sobre La Habana Vieja habían cambiado de color. Un viento que meció una de las puertas del balcón trajo una lluvia no del todo imprevista, pero sí muy potente. Quizás el súbito cambio de tiempo hizo que el viejo escritor, de repente, mencionara los 14 años que pasó sin publicar. Antón Arrufat, el clavo que martillaron para enganchar un cuadro en la construcción del «hombre nuevo»; luego descolgaron el cuadro, quitaron y escondieron el clavo, y enmasillaron el hueco.
Su «culpa artística» fue purgada en un puesto de almacenero en una biblioteca municipal de Marianao. Durante ese tiempo se levantaba a las cinco de la mañana para llegar a las ocho a su puesto de trabajo. Ni el Premio Nacional de Literatura, que recibió en el 2000, ni todos los otros galardones literarios que ganó en Cuba, han hecho que Arrufat logre desprenderse de aquellos años.
Antón Arrufat miró hacia la calle por la puerta abierta del balcón. Nosotros le vigilábamos la mirada, y en un arranque dijo: «Esto ha sido interesante para este pueblo, para este pueblo al que no le interesa este país. Unos ciudadanos a los que no les importa lo que está pasando. Un país muy extraño este. Todo el mundo se quiere ir».
No me dio tiempo a reflexionar sobre lo que acababa de decir y comenté lo que llevaba días escuchando y viendo en las redes sociales y en mis escasas salidas a la calle: «Mucha gente dice que cuando Cuba abra por fin los aeropuertos, el día 15, se va a ir una cantidad espantosa de gente. O sea, los que tienen posibilidad de irse. No solo para Estados Unidos. Está Serbia, Uruguay, y hasta cruzan por Rusia para llegar a Estados Unidos”.
Quedaban 25 minutos para las seis de la tarde. A esa hora terminaba la visita, pero eso solo lo sabía nuestro anfitrión.
Fernando había estado en silencio toda la visita, observando, calibrando cada pregunta y cada respuesta, hasta que habló: «¿Por qué caímos en esto?; ¿por qué pasó la Revolución? Yo encuentro versiones irreconciliables; todo basado en datos, en criterios…». «¿De dónde ustedes sacaron a este muchacho? Es peligroso, y eso que estaba calladito», dijo Antón Arrufat, y se bajó un poco la mascarilla para estornudar. Fue en ese segundo cuando percibí su boca grande, una barba de par de días agarrada a los pliegues y las arrugas de su cara. La cara de un guasón que casi nunca sonríe.
«Si me pides que te diga lo que va a pasar, yo no soy mago. No sé lo que va a pasar y, aunque lo supiera, no te lo iba a decir. Vas a sufrir mucho, te toca sufrir cantidad. Yo quiero que tú lo sepas», advirtió Arrufat. «O sea», ahora preguntaba yo: «¿usted fue un creyente de la Revolución?». «Yo fui un creyente, sí, le tuve fe», dijo sin titubear.
«No, no…». Fernando, tiro a tiro: «¿Por qué rayos caímos en Batista? ¿Y por qué aguantamos tanto?».
«Batista se repitió a cada rato… Y, ¡pan!, presidente», dijo Arrufat.
«¿Tan jodíos estábamos que teníamos que ser tan radicales? Se empezó a desmontar cada cosa. ¿Había que desmontarlo todo?», preguntaba ahora Fernando.
«No sé», ripostó Arrufat. «Yo creo que de un tiempo a acá se ha ido radicalizando más la cosa. Cuando Fidel Castro vivía no era esto tan radical. Él matizaba, aunque era muy caprichoso. Hemos sido una cucaracha que quiso enfrentarse a un enemigo tan poderoso y famoso como Estados Unidos, que, si quiere, te aplasta, te amenaza. ¿Pero por qué, señor? ¿Por qué no la coges con México, con Argentina? Porque puede. Es una respuesta horrible, pero es así. Y no viene de ahora; esta jodienda tiene casi 300 años. En aquel tiempo no éramos nada; bueno, sí, un bosque».
«Yo creo que ahora mismo no somos tan importantes para ellos», volvió Fernando. «Sencillamente es eso: porque pueden. El otro día hablaba con un amigo y le ponía la analogía del volcán. Es un volcán lo que tenemos aquí al lado, a un codo de distancia, y tenemos que lidiar con eso para toda la vida porque su posición es volátil».
«No había pensado en eso de esa manera», concedió Arrufat.
Pero Fernando ahora disparaba en ráfagas: «Ustedes no tienen sospecha de la cantidad de gente que se van a ir de este país cuando esto se abra. Y no digo “gente”; hablo de dirigentes, funcionarios, de burócratas. ¿Por qué no hacemos un país y salimos de esto? Somos una caja vacía, hace mucho tiempo que dejamos de ser confiables para el mundo; incluso para nosotros mismos. Hay que ver la cara del presidente. La pasa mal. Tú lo ves así, en las reuniones gubernamentales que ponen en la televisión, preguntando por qué no se hace tal o más cuál cosa, y los compañeros dirigentes oyendo con cara de Lada, de Moskvitch, de Gelly. Y uno se los imagina precisamente confabulando entre ellos las respuestas predeterminadas para que aquello termine ya, y puedan retirarse a probar las baratijas y el combo de comida que les llegó en el contenedor. Luego salen de la reunión con la cantidad de combustible asignado y las piezas nuevas para que sus autos sigan dando curvas y justificaciones en los centros laborales y barrios que visitan».
«No sabía eso». Antón quedó igual que un niño cuando ha aprendido una lección moral: «Me he quedado electrizado». Reímos todos. «¿Quién iba a pensar que eso era así? Por eso hay cosas que no ponen nunca. Este muchacho es peligroso, enseña mucho, y eso es peligroso. Ahora veo diferente a este país».

En medio de las risas, Antón Arrufat miró su reloj y dijo que nos quedaban dos minutos para las seis de la tarde. «Aprovechen».
«Bueno, para enterarme de Luis Pavón. ¿Usted conoció a Luis Pavón?», pregunté.
«Sí, ¡cómo no! Fue mi enemigo mortal, mío y de un montón más. Nosotros nos veíamos y le preguntaba: “Qué me vas a hacer ahora?”. Hasta que al final fue una verdadera desgracia el pobre hombre. El gobierno lo abandonó, lo usó hasta que fue útil; se quedó solo en su casa. Un tipo que era estudiante de pintura en San Alejandro. Le ofrecieron hacer un documental, y él dijo que no. Hasta que aceptó. Ese documental se exhibió en Casa de Las Américas. Y lo vio Retamar. Le dio un ataque de nervios porque Pavón contaba quiénes le habían mandado a hacer todo lo que hizo. Pavón era muy bruto, chico».
«¿Y a Cabrera Infante también lo conoció?», interrogué con prisas.
«Fíjate que él me decía: “Tú tienes en la lengua una bolita; ahí es donde tú tienes el veneno… No tienes piedad con nadie”».
Luego de que Cuba dejó atrás las restricciones por la COVID-19, Antón Arrufat estuvo meses localizándome para que le enseñara a usar una computadora nueva que tenía. Lo llamé un par de veces a la casa, y en una ocasión quedamos en que me avisaría para revisarla y darle algún tutorial sobre el proceso de encendido y apagado, o eso creía yo. La verdad es que no tengo nociones de ofimática, aunque seguramente Arrufat se refería a tips para escribir en Word.
Nunca me llamó, nunca más llamé. Alejandro me repetía que no dejara de pasar por su casa, y yo le daba curvas. Cuando realmente aceleré y me perdí en el horizonte fue después de leer su nombre en el ridículo «Mensaje de educadores, periodistas, escritores, artistas y científicos cubanos a sus colegas de otros países», publicado en La Jiribilla el 5 de octubre de 2022. Antón Arrufat posaba con el número 32 en una lista donde se atrevieron a poner nombres dobles o de artistas ya fallecidos.
Tal vez sintió que su designio era volver a estar en una lista, en esta lista, y le dio poca importancia. El clavo sale de la pared, cambia el cuadro de lugar, pero el hueco no sana nunca.