Réquiem en Miami para un Tigre

    Mis muertos

    son de ceniza o de gusano de tierra pero ya no hay lugar donde llorarles

    no caben tantos muertos en este cementerio tan chiquito.

    El mundo mide lo que mide el mundo.

    Xel-ha López Méndez

    El altar

    «Mañana me tatuaré LBMA en la pierna y ayer mi papá se lo tatuó en el cuello», me dice Jonathan —veintitantos años, camiseta y pelo negro—, en la intersección de la calle 17 del Northwest y la Novena Avenida en Miami. Él es solo uno entre los cientos de personas que han llegado a este punto del barrio de Allapatah. Un altar improvisado se levanta en el lugar donde encontraron casi sin vida una semana antes al Taiger, cantante de reguetón, ídolo del pueblo cubano.

    Poco después de que el Taiger fuera oficialmente declarado como fallecido, el 10 de octubre de 2024 a las 12:40 de la tarde, yo estaba en aquel rincón. Muchísimas personas iban a encender velas, llevar flores y luego se iban. Otros estaban ahí hacía un rato largo y no pensaban moverse. Había niños, jóvenes, adultos, ancianos. Blancos, negros, mulatos. Cubanos hablando de Cuba, de su música, de brujería, de otros cubanos entre sí. ¿Qué esperaban? ¿Estar ahí significaba estar cerca? ¿La esquina donde encontraron al Taiger con un tiro en la frente era el lugar de la ciudad de Miami donde más cerca de él podías encontrarte?

    Hace poco más de una hora que la muerte del Taiger ha sido confirmada y Jonathan no puede esconder el desconcierto y la tristeza. Tampoco Yadira, quien lo acompaña en esta rara peregrinación. «Venía con una fe tremenda en que él se iba a levantar, pero Dios lo quiso así y Dios sabe el destino de cada cual», dice la mujer de ojos negros, mientras se seca las lágrimas, un tanto avergonzada de llorar frente a una extraña.

    Una de las noches en las que Yadira vino a pedir por la vida del Taiger, había llovido y eran tan solo unas pocas personas. «Entonces me tocó salir al frente y orar delante de las velas y del altar que improvisamos. Fue una sensación muy extraña porque sentía que la fe promovía, pero algo también me impactaba porque ya estaba luchando con el destino de una persona y Dios es el que lo sabe… Era una sensación como que Dios me decía ‘tranquila, yo soy el dueño del destino de cada cual’».

    Unas horas más tarde, el altar era muy parecido a un cementerio, pero con la diferencia de que no había ninguna tumba ahí, ni ningún cuerpo, ni cenizas, ni ninguna otra representación física del cantante cubano. Ya a esa hora lo habían extendido a más de la mitad de la esquina y el contén. Ahora la cerca que estaba detrás también formaba parte, porque había una bandera francesa colgada que tenía escrito en letras azules «Taiger, merci puor la musique, repose en paix».

    A las dos señales de tránsito habían amarrado globos de látex. Justo al frente, colgaban dos banderas cubanas de las ramas de los árboles. Una de ellas decía: «Del niño Félix Perez: Life Forever. Tranka Grande. RIP». La otra, en letras muy grandes, «RIP».

    Había muchas velas, más que todos los días anteriores, de todos los colores, tamaños y formas. Algunas mostraban la estampa de la Virgen de la Caridad del Cobre, otras a San Lázaro, Jesucristo, San Judas Tadeo o Santa Bárbara. Algunas en línea recta, otras sin ningún orden. Encendidas y apagadas. Rosas blancas. Rosas rojas en cajas plásticas. Ramos de margaritas amarillas encima de ramos de claveles. Flores rojas envueltas en papel de celofán amarillo con la dedicatoria «Dezcansa en Paz Taiger, la tranka de Cuba. Yamilka, Yashira, Leijany».

    Tres días atrás, en el pico de su tristeza, Jonathan había traído la puerta de un closet para que sirviera como poster o mural donde los fans pudiesen escribirle un mensaje de despedida al Taiger. Ahora estaba encima del césped abarrotada de dedicatorias, firmas y mensajes escritos con marcador negro. Algunos eran tremendamente conmovedores, otros parecían de personas muy allegadas: «te amo mi negro», «Judit desde Canarias», «Coño José, te faltó música pa tu pueblo y más alegría pa nosotros», «Las leyendas nunca mueren».

    Una en particular parecía como si la hubiese escrito un niño molesto y a la vez triste, ese sentimiento intermedio, esa incertidumbre de cómo te sientes en realidad: «nos dejaste solo, niño LBMA, te vamos a extrañar con pinga».

    Encima de la puerta alguien puso unos zapatos Air Jordan verdes. En el borde blanco de la suela se podía leer claramente «la tranka de mi país», en medio del logo de Jordan «te amo» y en la parte delantera «Cuba, justicia». Una gorra con los colores de la bandera cubana. Tigres de peluche. Camisetas blancas firmadas. Encendedores.Tabacos. Un sombrero de guano. Esperma de velas tapando lo que quedaba de concreto. Una gorra roja de los Yankees. Crucifijos de madera, plástico y metal, y también un pedazo de carton rectangular escrito en letras azules: «Justicia».

    Por esos días, un huracán amenazaba al oeste de la Florida y personas de otras ciudades vinieron a evacuarse hasta Miami. El 10 de octubre el huracán tocaba tierra y se debilitaba a categoría 3, causaba inundaciones, muertos y heridos, pero en el altar de la calle 17 NW a nadie parecía importarle demasiado la inclemencia. ¿Qué podía significar un huracán ante un duelo?

    L. hace un gesto para aguantar su teléfono, que al final termina cayéndosele de las manos, se recoge el pelo y clava su mirada en mí. «Somos de Tampa, desde el martes estamos acá, primero vinimos por el huracán, pero después supimos todo lo que estaba pasando aquí y vimos la noticia de que [El Taiger ] falleció, y no nos fuimos».

    Era la tercera vez en el día que L. y su familia visitaban el altar. También la noche anterior habían venido. «De las cosas que más me impresionan de este lugar es la unidad y el apoyo», me dijo. «Estar aquí hoy es rendirle homenaje, si fuera por mí no me fuera hasta mañana».

    Este mediodía lluvioso marcó el inicio de una nueva estación en la vida del lugar, una que comenzó cuando alguien prendió la primera vela la noche del 4 de octubre. Dejó de ser una especie de capilla al aire libre donde los seguidores del Taiger se congregaron a pedir un milagro, para convertirse en un altar funerario y, luego, en una tribuna desde la cual ellos y otros más pedirán justicia.

    ***

    Antes de Jonathan y Yadira, fue una familia de abuela, madre e hija adolescente. Era la mañana del 5 de octubre y yo llegaba por primera vez al altar. Había llovido toda la noche anterior y las velas se habían llenado de agua de lluvia. Las tres mujeres estaban vertiéndolas y volviendo a encender la llama, como tres generaciones de sacristanas que estuviesen limpiando la iglesia para el culto.

    No hice mucho más que mirar ese día. Traía conmigo una vela de San Judas Tadeo, a quien mi abuela me enseñó que se le pedían milagros, y la prendí. Todavía muchos, entre ellos yo, creíamos que había esperanza. Fue una mañana de silencio.

    A falta de un acceso a la sala donde José Manuel Carvajal, El Taiger, moría lentamente, sus seguidores escogieron este espacio para compartir el desconcierto y la tristeza de la tragedia. Yo había visto ya este lugar a través de la pantalla de mi teléfono, narrado por la voz de influencers, periodistas de televisión o simples testigos que filmaron la primera noche. Pero lo que encontré al día siguiente fue otra versión, quizás una más fiel a su verdadera naturaleza. Cuando las cámaras se apagaban, este lugar era otro. Decidí que tenía que regresar para contarlo.

    ***

    Al día siguiente, 6 de octubre, volví a las tres de la tarde y me encontré que el altar ahora ocupaba más espacio, pero seguía siendo una ofrenda discreta. Desparramado sobre la acera y el césped, parecía un mapa, el mapa de los afectos de los seguidores del Taiger. Todas las velas ahora formaban un corazón. En el centro, alguien había abierto en el suelo un tapiz con la imagen de San Lázaro y, junto a este, alcancé a ver una bandera de Estados Unidos, dos estatuillas de la Virgen de la Caridad, una vela amarilla con un iddé de orula enroscado en ella, un globo verde en forma de estrella, un ramo de flores, un cartel con una foto del Taiger y debajo el texto «Dios sálvalo, por favor. Quédate con nosotros», Colgada en una señal de tránsito, una bandera cubana junto a la foto de José Manuel Carvajal.

    Ese día había varias personas, pero me llamó la atención Eloísa, de aproximadamente 50 años, quien encendía velas como las sacristanas de la mañana anterior. En un momento me preguntó si yo tenía fosforera porque las que había alrededor ya no tenían gas. Respondí que no. Alguien que estaba cerca dijo que iría a comprar nuevas a una tienda cercana.

    Mientras esperábamos por las fosforeras, le pregunté a Eloísa por qué estaba allí. «Yo soy fanática de él desde Cuba, hace muchos años, y le prendí una vela porque creo que se recuperará pronto». Me contó que llegó ese día a la una de la tarde y ya eran casi las seis cuando conversamos. Aun así, me aseguró que estaría otro rato más cuidando el altar. «Él saldrá de ese hospital, claro que sí. Dios y los santos están escuchando todos nuestros rezos, fíjate que te lo digo y me erizo».

    El milagro no ocurrió. El Taiger murió en el corazón de Miami, en el mismo hospital donde murieron Bob Marley y Gianni Versace, en un barrio de negros y latinos, donde la gentrificación cada día deja menos espacio para las personas que escuchan su música y en su lugar levanta condominios de lujo y tiendas de diseñador. Un barrio cuyo futuro es incierto. Tan incierto como el futuro del altar que sus fieles improvisaron a las afueras del hospital.

    Después de la muerte

    Los días siguientes a su muerte, regresé preguntándome por qué las personas seguían yendo a este lugar. Si el Taiger ya no estaba, qué los movía, cuál era el objetivo principal de regresar aquí. El sábado 12 de octubre no dejó de llover en Miami. Pensé que no encontraría a casi nadie.

    Había más de veinte personas debajo de un aguacero, algunas con sombrillas y otras no. Personas que se mojaban y no intentaban refugiarse bajo un árbol, dentro de sus carros y mucho menos en sus casas. El lugar donde debían estar era allí, frente al altar.

    Yunisleibys llegó vestida de negro y acompañada de su hijo pequeño. Sosteniendo una sombrilla verde en una mano, intentó encender una vela con la otra, pero llovía mucho y no pudo. Se movió para un costado del altar y comenzó a llorar con la misma fuerza del aguacero, su hijo también. Luego se arrodillaron y se abrazaron. Fui hasta el costado del altar donde estaban y conversé con ellos. Me cuenta que es santera y, desde que supo la noticia, decidió quedarse en su casa prendiéndole velas y pidiéndole a sus santos por la recuperación del Taiger. Tenía tanta fe que sucedería un milagro que hasta hizo una promesa de ir a la Iglesia de San Lázaro si él salía del hospital.

    «Contra el destino nadie puede», me dijo entre lágrimas esa tarde, «pero lo único que quiero es justicia, tiene que aparecer el culpable. Mi niño de siete años ha llorado mucho porque le encanta su música. Estoy devastada, pero estar en este lugar me hace bien».

    —¿Qué crees que debería suceder con este lugar?

    —Hay muchos cubanos que no pueden ir a Cuba y creo que aquí se debería hacer algo bonito en su honor, porque tampoco habrá una tumba con sus cenizas. Entonces ¿adónde iremos las personas que vivimos aquí y queremos llevarle flores?

    El barrio de Allapatah, donde predomina la pobreza y la inseguridad, está repleto de personas que viven en la calle. Quienes visitaron el altar de noche, o pasaron largas horas durante el día, desafiaron evidentes peligros. ¿Será, pues, Allapatah, con su diversa comunidad de latinos y afroamericanos, el lugar donde deba recordarse en Miami la memoria del Taiger?

    Uno de esos visitantes recurrentes fue Raúl, a quien había visto en los días anteriores. Su carro estaba parqueado casi al frente del altar, con el maletero abierto y él sentado adentro con las piernas estiradas. Más de dos horas estuvo ahí, debajo de un aguacero.

    «Estoy aquí realmente por temas muy personales, esta pérdida me ha chocado muchísimo, siento como si fuera un familiar mío y estando aquí me estoy liberando también de un duelo que tuve hace un tiempo», me dijo, sin moverse de dentro del maletero de su carro.

    Luego me cuenta que lo descolocó la pérdida del Taiger y que ha pasado unas cuatro o cinco veces por el altar porque vive bastante cerca. No le gustar acercarse porque muchas personas tiran fotos o hacen videos y él prefiere quedarse un poco distante, incluso dentro de su carro algunas veces. Raúl no viene al lugar por ningún compromiso con nadie.

    «Sé que van a quitar todas estas cosas que hay aquí, todos lo sabemos, pero pienso que deben de poner algo con su nombre, puede ser una cruz, como lo hacen en otros lugares cuando ha habido una pérdida, y mucho más con él, que es una figura».

    A las seis de la tarde ya había escampado un poco. Altagracia, una mulata dominicana de 83 años, llegó acompañada de su hija, ambas vestidas con pantalón de mezclilla y camisetas violetas. Antes de que se marcharan, la anciana me contó con voz entrecortada que fueron a prenderle una vela al Taiger para que «su camino vaya alumbrado», y que le dijo a su hija que «aunque le cayeran chusos de agua», ella quería que la trajeran al altar.

    «Estoy aquí hoy también como madre porque el dolor de perder un hijo, aunque su madre esté en la tumba, no hay cómo describirlo. Acompaño el espíritu de su madre porque yo sé bien lo que significa perder un hijo. Eso es algo que no desaparece.»

    Ya es de noche, casi todas las velas están encendidas y siguen llegando personas. Estoy frente al altar y veo a dos muchachos rezando. Ellos son Alfredo, de 27 años, y Maikel, de 25. Dos amigos, fanáticos del Taiger, que llegan por segunda vez. Alfredo me dice: «Nunca tuve la oportunidad de verlo en vida por cuestiones de trabajo y en Cuba no me alcanzaba el dinero para sus conciertos. Estando aquí, en este lugar, me siento más cerca de él y de su música».

    Alfredo, con las manos temblorosas y a punto de llorar, también me cuenta que le duele mucho tener que verlo así y nunca haberlo visto en vivo, que lo que le sucedió al Taiger fue injusto, una tragedia total. En todo momento me habló como si el cuerpo del Taiger estuviera en ese altar.

    —¿Qué crees que debería suceder con este lugar?

    —Ojalá se quede para siempre y cuando queramos prenderle una vela o traerle unas flores, podamos venir aquí —responde Maikel—. Yo no voy a Cuba hace más de diez años porque toda mi familia vive en Estados Unidos, y tampoco pienso ir, pero si un día me dan deseos de ponerle algo a mi cantante favorito, ¿en qué lugar lo voy a hacer?

    Es la noche del sábado 12 de octubre. Desde que vengo a este lugar no ha existido un solo día ni un solo momento donde no haya personas. Ya puedo llegar hasta con los ojos cerrados. Sé cuántos árboles hay y de qué colores están pintando los edificios del Hospital Jackson. También puedo distinguir los objetos nuevos, los cambios de posición que van tomando los que ya estaban y reconocer rostros recurrentes. No debo ser la única.

    Si buscas en Google Maps la dirección del Jackson Ryder Center, aparecerá esta esquina como un lugar de culto con el nombre de «EPD LMBA» y dos fotos del altar. Alguien se encargó de hacerlo. No se sabe aún lo que sucederá aquí. La mayoría de las personas con las que hablé piensan que debería ponerse algo representativo, una tarja o una cruz. Sin embargo, el lugar puede volver a ser una esquina intrascendente.

    El sábado 19 de octubre a la 1:30 de la tarde, en la Iglesia Católica de San Lázaro en Hialeah, Miami, los fanáticos podrán despedirse del Taiger y luego sus restos serán llevados a Cuba. Jhonatan, Yadira, Eloisa, L, Yunisleibys, Raúl, Altagracia, Maikel y Alfredo ya se despidieron antes, cuando no había nada más que no fuera el altar de la calle 17.

    La misa

    Llegué a las 11:45 de la mañana a la Iglesia Católica de San Lázaro en Hialeah, la entrada al público era por la calle 44. Ya a esa hora había varias personas y una fila de carros también. La policía abrió la puerta al mediodía para que entráramos hasta una explanada enorme que tiene la iglesia. Ahí haríamos una segunda fila custodiada por la seguridad del lugar para entrar a la misa programada. No éramos entonces más de 50 personas a las afueras de la iglesia.

    La primera en la fila fue Merci, una mujer de aproximadamente 50 años, acompañada de sus dos hijas adolescentes. Las tres con t-shirts negros con una T en blanco. Con una voz muy frágil me dijo: «estoy desde las 11 de la mañana. He venido a rendirle homenaje, despedirme de él y ver todo lo que sucederá».

    El resto de las personas en la fila comparaban la muerte del Taiger con la muerte de Selena. Algunos decían que «el Taiger era Miami» y otros afirmaban que su cuerpo no estaba ahí, que no habría ningún cuerpo durante la misa. En ese momento Miriam, mulata de pelo rubio y unas uñas rojas enormes, nos dijo a todos, mientras se fumaba un cigarro: «Su cuerpo sí está ahí porque yo siento olor a muerto y yo sé bien que es eso». Nadie dijo una palabra más.

    Miriam tenía razón. Casi 20 minutos después, entraba a la iglesia el féretro plateado con dos fotos del Taiger en la parte superior. Todos nos paralizamos. «!El cuerpo está aquí, pinga, pa’ que no hablen más bobería por ahí, ¡pa’ tapar bocas!», gritó un hombre desde el medio de la fila. El féretro decía: «José Manuel Carvajal 6 sept 1987-10 oct 2024» y debajo, en letras más grandes: «LMBA, la tranka de tu país».

    Lo bajaron entre ocho hombres, todos vestidos de negro. Dentro, con una camisa engomada negra y blanca, un gorro y un rosario rojo entre sus dos manos, el Taiger. La cara intacta, como si todo fuese un sueño y no hubiese un tiro en su frente, debajo de aquel gorro negro. Como si todo fuera una mentira.

    Merci sacó rápido el teléfono para filmar cuando bajaban el féretro. Me dijo, con los ojos aguados, que estaba muy erizada. Ese video lo filmaba para que su familia en Cuba lo pudiera ver.

    A las doce y media, una hora antes del inicio de la ceremonia, un policía nos dijo que ya podíamos entrar, pero con un par de condiciones que de antemano conocíamos. «Tienen que apagar los celulares y guardar silencio, porque los sentimientos están muy fuertes allá adentro aún. Si vemos a alguien grabando, lo sacamos. Nadie con armas blancas ni objetos punzantes».

    La iglesia estaba prácticamente vacía, solo había amigos y familiares. Tres filas de sillas grises. El cura, con su sotana blanca y dorada, abrió la misa: «Dios no hace distinción entre buenos y malos porque en la casa de Dios hay lugar para todos. No nos llevamos nada material en este mundo, hermanos». Y luego dijo: «Lo que verdaderamente nos llevamos son los momentos en que hemos sido felices. La muerte también nos pone en la gran evidencia que la vida es corta».

    Y para dar comienzo a la ceremonia, agregó: «Queridos hermanos y hermanas, en este día de despedida elevemos nuestra oración confiada al Señor para que nuestro hermano José Manuel, que ya ha cruzado el umbral de esta vida, descanse en paz en los brazos de dios. Amén».

    Nos pusimos de pie para orar. Silencio sepulcral. Sacerdotes con sus acólitos. Palabras repetidas. Todo tipo de gestos litúrgicos: señales de la cruz, manos alzadas para cada oración, personas de rodillas. En el altar, una T de flores blanca con una cinta que decía en letras doradas: «Siempre Jose». Al lado, una foto en blanco y negro del Taiger riendo dentro de un marco plateado. En el centro, el féretro tapado con una funda blanca.

    En la primera fila, delante al féretro, vi a Jorge Jr. Hernández, primo de José Manuel y líder del grupo Los 4, donde el Taiger comenzó su carrera. Lucía intranquilo, sin parar de llorar. En un momento tuvo que salir al baño. La misa continuó. A mi lado estaban Julia y su hijo, quienes tampoco dejaban de llorar. Les pregunté si lo conocían y me dijeron que no, que eran sus fanáticos, pero nunca lo vieron en vivo. Julia también me dijo que, mientras la ceremonia duró, no pudo dejar de escuchar la risa del Taiger: «Esa risa de él tan característica».

    Hubo muy pocas personas durante la misa. Una vez iniciada, no permitieron que nadie más entrara, a pesar de que comenzaron una hora antes de lo previsto. No vi demasiados rostros de artistas. ¿Dónde estaban todos los que le dedicaron canciones y posts en redes sociales una semana antes? En la fila izquierda de la iglesia, vi al Micha con un juego de chaqueta y unas gafas blancas. Lloraba como un niñito pequeño, diciendo: «de pinga, mi hermano». Me pareció irónico que un hombre al que tantos artistas decían querer y respetar, recibiera su último adiós prácticamente solo.

    Para finalizar la misa, el sacerdote cantó una estrofa del himno «La Virgen Mambisa», dedicado a la Virgen de la Caridad:

    Madre que en la tierra cubana
    riegas desde lo alto tu amor;
    Madre del pobre y del que sufre,
    Madre de alegría y dolor:
    Todos tus hijos a ti clamamos,
    Virgen Mambisa, que seamos hermanos.

    Todo lloramos. Luego quitaron la funda blanca del féretro para abrirlo. Ninguno de los presentes nos imaginábamos que eso sucedería. Bastaba con saber que su cuerpo estaba ahí.

    La policía volvió a pedir que nadie grabara absolutamente nada, que respetaran el momento tan doloroso para la familia. Jorge Jr. fue el primero en verlo. Vuelto un remolino de tristezas, gritó y lloró, hizo gestos de negación con la cara y se apretó muy fuerte las dos manos. Contuvo su ira de algún modo. Entonces se lo llevaron de la capilla y ya no lo volvimos a ver.

    Hicimos una fila para ver el féretro abierto a menos de un metro, como en una tarima cualquiera. Tenías que pasar muy rápido, nadie pudo detenerse. Hice lo que me indicaron y salí de la iglesia. Era la 1:30 pm en Hialeah y afuera las personas formaban otra fila muy larga para entrar. Antes de llegar a mi casa, fui a la calle 17 y ahí seguía el altar, como si no hubiesen pasado 16 días.

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    Tailyn de la Caridad Jiménez Sevilla
    Tailyn de la Caridad Jiménez Sevilla
    (Cienfuegos, 1998). Periodista y feminista.

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