Una noche de principios de octubre de 2006, desde las ruinas de un castillo, dos reclutas miraban como insectos encandilados las luces del puerto del Mariel. La unidad militar coronaba la cima de la colina, una vista maravillosa que contrastaba con la fealdad del cuartel militar. Lanzaban piedras que apuntaban al mar, pero se perdían en la oscuridad de la barranca. Estaban contentos, era la última noche de la previa. Hablaban de cualquier cosa: jevas, el pre, la disco El túnel, todo lo bueno que vendría después de ese bache llamado Servicio Militar. A pesar de que tenían más o menos la misma edad, uno de los dos parecía haber vivido mucho más. Ese era Jose, así, sin tilde; el otro era yo. Aquel día de octubre, El Taiger y El Príncipe solo existían en un sueño.
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El tren estaba por llegar a la estación de Tokio cuando me llegó un mensaje de mi mamá con la noticia. Tras vivir fuera de Cuba tantos años, mi desapego aumenta de manera exponencial. El mensaje empezaba como siempre que quiere comentarme una novedad: «¿Viste lo de…?» Esta vez fue: «¿Viste lo del Taiger?»
La noticia me sacudió. Recordaba a Jose con mucho cariño. Convivir con él fue una de las pocas cosas buenas que me pasaron en el Servicio Militar. Coincidimos en la misma escuadra del mismo pelotón. Jose metía miedo: jabao de ojos claros, grande, fuerte, la ceja afeitada a la mitad, el zambrán al hombro, caminando como si la unidad completa le perteneciera. Tanque.
Yo solía andar con un libro en la bolsa de carga del pantalón y, cada vez que tenía un chance, me echaba a leer. El libro era entonces, y lo sigue siendo, un artefacto multipropósito que me ayudaba a evadirme de la realidad y a proyectar cierta imagen de intelectual que, quería pensar, me hacía interesante. Jose se me acercó con una sonrisa que bajó todas mis defensas. Salió a colación El Príncipe. Jose no lo había leído, pero por alguna razón, supongo que el título, le atraía muchísimo. Yo tampoco lo había leído, pero le respondí como si fuera un exégeta de Maquiavelo. Viéndolo ahora, creo que esa certeza era lo único que tenía que ofrecerle.
Jose tenía una personalidad magnética. Reía siempre. En un ambiente donde todo el mundo estaba tenso, o temeroso, o estresado, él reía. Ni el depié a las cinco de la mañana, ni marchar horas bajo el sol, ni la bazofia que nos daban de comer parecían perturbarlo. Usaba todos los registros con autenticidad: el chucho, la guapería, la intelectualidad. Eso hacía que cualquiera se sintiera cómodo con él.
A veces nos escapábamos en las noches a las fiestas del pueblo, o durante el día a tomar prú a casa de una vecina del cuartel. Hablábamos durante horas, alternando el disco favorito de Carlos Varela con un plan para romperle los nudillos con la pala de infantería a un boxeador medio bully del pelotón de al lado. Yo, que descubría por esa época las milongas de Borges, vi en él la personificación de Jacinto Chiclana: «Alto lo veo y cabal / con el alma comedida / capaz de no alzar la voz y / de jugarse la vida / Nadie con paso más firme / habrá pisado la tierra / nadie habrá habido como él / en el amor y en la guerra».
Nadie lo visitaba los domingos. Para mí eso habría sido devastador; a Jose parecía no importarle demasiado. Algunas veces se quedaba a comer con mi familia, que en esa época eran muchos y llegaban en turba. Otras solo desaparecía, imagino que a dormir. La comida y el sueño son los recursos más codiciados de un podrido. Uno de esos domingos le pedí a mi mamá que llevara la edición de El Príncipe que teníamos en la casa para dárselo a Jose. Esa tal vez haya sido mi mayor contribución a la cultura cubana.
La previa terminó y quedamos en no perder contacto. El Servicio lo hicimos en lugares diferentes. Llegamos a hablar un par de veces por teléfono y, eventualmente, nos perdimos la pista. Yo entré en la universidad a estudiar una carrera que no me gustaba y Jose se enfocó en perseguir su sueño. Un par de años después lo vi en 23 y M, cantando con Los Cuatro, haciendo un coro que no le quedaba. Me dio alegría verlo cumplir lo que me había anunciado unos años antes, y no tuve dudas de que era cuestión de tiempo, muy poco tiempo, que encontrara su voz y su imagen, y que la rompiera. Y así lo hizo.
Ahora todos corean sin pudor las canciones de Bebeshito y reconocen a Chocolate como artista, pero en ese momento defender el reguetón en sectores universitarios era casi un acto de valentía. En un ambiente donde el reguetón se escuchaba con condescendencia, como si fuera un género menor, divertido pero ajeno, yo me sentía obligado a hacer la salvedad de que El Príncipe era un genio, y aprovechaba para presumir la cercanía que alguna vez tuvimos.
Un par de años después me lo encontré en la calle. Pensé que no se acordaría de mí, pero me saludó con mucho cariño. Me dio su teléfono y me dijo que lo llamara para pasarme al VIP en sus conciertos. El acto me conmovió. Yo no tenía celular, ni tampoco idea de cómo habitar ese espacio que era el VIP de un concierto de El Príncipe. Esa fue la última vez que lo vi.
En los últimos años vi de vez en cuando alguna entrevista suya o alguna tiradera. Subido de peso, cansado, entumecido, pero sin perder la chispa. No sé cómo fueron los últimos días ni los últimos instantes de Jose; me gustaría pensar que, como Jacinto Chiclana, tampoco se haya arrepentido de haber sido valiente.
Aquella noche de la previa, mientras apedreábamos el horizonte, era difícil imaginar que, casi el mismo día, 18 años después, Jose estaría muerto y yo escribiría esto en una latitud tan lejana. Me hace pensar, con tristeza, que la vida no es más que la trayectoria de esas piedras que buscaban la luz, pero se perdían irremediablemente en la oscuridad de los matorrales.