La continuidad según Miguel Díaz Canel

    El presidente cubano, Miguel Díaz Canel, ha puesto en boga la consigna «Somos Continuidad». Se trata, como todas las consignas, de una fórmula retórica que dice y desdice, expone y oculta, informa y distorsiona. Como cuando se decía que el partido «era inmortal» o el futuro «pertenecía por entero al socialismo», Díaz Canel busca presentar como realidad una ficción. Si la continuidad del sistema socialista cubano, institucionalizado entre 1959 y 1976, fuera evidente, no habría necesidad de hacerla consigna.

    En Cuba acaba de aprobarse una nueva Constitución que acentúa elementos de cambio de aquel sistema, que venían manifestándose desde los años 90, como los relacionados con una política económica más abierta a las inversiones y créditos extranjeros, el crecimiento del sector no estatal y el reemplazo del azúcar por el turismo y las remesas, en tanto motores del precario desarrollo de la isla. La continuidad de la política económica actual no es con respecto al modelo de planificación del periodo soviético sino a las fórmulas de capitalismo de Estado introducidas en las últimas décadas.

    Algunas modificaciones en el lenguaje político, tanto en la Constitución de 2019 como en el discurso de Díaz Canel y otros dirigentes (reconocimiento del «habeas corpus» y el debido proceso, universalidad de los derechos humanos, condena de la violencia doméstica, redefinición del matrimonio, ambientalismo limitado…), aunque superficiales o no plenamente reflejadas en las políticas públicas, suponen un cambio no solo en relación al periodo soviético sino a la etapa raulista, que arrancó en 2006.

    Lo mismo podría decirse de la reorganización del poder ejecutivo del Estado cubano: separación de funciones entre el Presidente de la República y el Presidente del Consejo de Estado, fusión de este último con el liderazgo máximo de la Asamblea Nacional, cargo de Primer Ministro, gobiernos provinciales. En algunos aspectos, esa estructura regresa al diseño del Estado entre 1959 y 1976, pero en su conjunto representa más cambio que continuidad.

    Algún ideólogo oficial podría argumentar que la «continuidad» se refiere más a los valores que a las políticas y las instituciones concretas del Estado. Pero ahí puede contra-argumentarse que los valores de la Revolución Cubana no siempre fueron los mismos: entre 1959 y 1961 las ideas que guiaban al gobierno revolucionario no eran comunistas y desde los años 80 y 90 se abandonaron algunas premisas ideológicas importantes de la política revolucionaria de los años 60 y 70 como el agrarismo estatal, la industrialización o el apoyo masivo a movimientos armados del Tercer Mundo.

    Ya colocados en el plano de la abstracción desbordada, donde siempre se siente más cómoda la ideología oficial, la continuidad traducida como lealtad a principios como la «soberanía», la «justicia» o la «igualdad» se vuelve completamente imprecisa y ambigua. Ninguno de esos principios es específicamente cubano, por lo que el «Somos Continuidad» podría remitir perfectamente al Congreso de Filadelfia en 1774 o a la Convención Francesa en 1792, además de que la tímida apertura al mercado emprendida en los últimos años ha puesto en entredicho algunos de esos valores.

    Pero hay una ambivalencia más en la consigna «Somos Continuidad»: la que tiene que ver con la preservación de una mentalidad que no data, propiamente, de alguna de las varias etapas del periodo revolucionario, sino de mucho antes: la fase colonial y republicana de la historia de Cuba. En el último discurso de Díaz Canel ante la IX Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular, en diciembre del año pasado, esa mentalidad aparece condensada en este párrafo, que reproduzco íntegro:

    «¡Juntos todo es posible! Una sociedad donde la mujer escaló en 60 años del rincón más oscuro de la casa al podio de la mayoría profesional del país; una nación mestiza, donde todos somos tan claros que parecemos blancos y tan oscuros que parecemos negros, como diría Don Fernando Ortiz; un pueblo tan sensible que cree en la vida y la exalta todos los días, tiene todas las condiciones para enfrentarse y resolver definitivamente cualquier vestigio de maltrato, exclusión, discriminación o sometimiento que haya sobrevivido a la obra justiciera de la Revolución ¡Y lo haremos! (Aplausos)»

    Párrafos muy parecidos a este se encuentran en la oratoria de Ramón Grau San Martín, Carlos Prío Socarrás o Eduardo Chibás. Para esos tres políticos la Revolución era la de 1933 contra la dictadura de Gerardo Machado y la Constitución inspirada en aquel proceso revolucionario era la de 1940. En aquella Constitución, recordemos, se reafirmó el sufragio femenino establecido desde 1934 y se reconoció el derecho de la mujer al trabajo, en el artículo 43º, con amplias garantías para la maternidad dentro de la legislación laboral. Pero también en aquella Constitución se estableció, en el artículo 102, la imposibilidad de formar «agrupaciones políticas de raza, sexo clase», dado el principio republicano de unidad nacional en que se basaba el texto constitucional.

    La ideología que sustentaba aquella Constitución era la así llamada «doctrina de la cubanidad». Según ésta, la sociedad insular no era diversa desde un punto de vista genérico y racial: más bien era un «crisol» étnico y sexual. Un correlato de esa doctrina fue la teoría del mestizaje, que proliferó en otros países latinoamericanos como Brasil y México, durante el siglo XX, y que desde hace décadas está siendo profundamente cuestionada en las ciencias sociales. De acuerdo con esa teoría, las diferencias raciales se disolvían en un sujeto mestizo postétnico y las asimetrías entre mujeres y hombres se revolvían por medio del sufragio femenino y el derecho al trabajo.

    En el párrafo citado, Díaz Canel ratifica la continuidad del Estado cubano frente a una cultura jurídica republicana, anterior a la Revolución, tan en crisis como el propio marxismo-leninismo de corte soviético. Atribuye también esa doctrina de la cubanidad a Fernando Ortiz, quien, como no se cansan de repetir los mejores estudiosos de su obra, no era exactamente partidario del mestizaje sino de la «transculturación», que no es lo mismo. Ortiz hizo críticas explícitas a la noción de una síntesis «mulata» de las diferencias raciales y a la «panmixia» del mestizaje, que desarrolló, entre otros, el mexicano José Vasconcelos en su ensayo La raza cósmica (1925).

    El continuismo ideológico que sostiene la dirigencia cubana oculta, por tanto, sus rupturas con la práctica y el diseño institucionales de la Revolución y, a la vez, su reproducción desactualizada y arcaica de valores de la República. Las ambigüedades de la consigna «Somos Continuidad» son producto de una documentable incapacidad para poner el discurso cubano en sintonía con las ideas más avanzadas sobre la organización de la sociedad y el Estado desde los años 90. Ya en aquella década, la ideología oficial, en vez de moverse al paradigma multicultural –que ha desembocado en el reconocimiento de naciones multiénicas y plurigenéricas del nuevo constitucionalismo latinoamericano y de las tesis sobre la sociabilidad civil alternativa (feminismos, grupos LGTBIQ, asociaciones de afrodescendientes, comunidades originarias, ambientalismo, colonias migratorias…)–, optó por cerrar filas en torno al concepto de «identidad nacional».

    Por lo visto, el cambio de paradigma, que sí se dio en buena parte de las ciencias sociales cubanas, no se ha dado al nivel de la ideología oficial y ese desencuentro se refleja en la Constitución de 2019 y en el discurso de Díaz Canel. Haría bien la dirigencia cubana en escuchar más a sus académicos, en vez de a sus ideólogos. El arcaísmo y la desactualización teórica de estos últimos, por lo visto, ya no tienen remedio. De ahí que hayan preferido reemplazar el viejo marxismo-leninismo con el más viejo nacionalismo identitario, incapaz de captar la creciente heterogeneidad de la vida civil cubana, dentro y fuera de la isla.

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