El reportero Onelio Jorge Cardoso

    «Así vivían, así amaban, pensaban y morían. Esas eran sus casas, sus silencios y sus trabajos.»

    OJC

    Un siglo después de su nacimiento en el corazón de Cuba, Onelio Jorge Cardoso continúa sin biógrafo reconocido. Al parecer, nadie ha logrado convencer a sus herederos de que la vida del cuentista preferido de la Revolución merezca ser detallada en un tomo. Nadie, tampoco, cree necesario reeditar su escueta y singular obra periodística. Para encontrar a OJC —el hombre, no el escritor— debemos adivinarlo entre sus propios párrafos o en los dispersos testimonios ajenos que sobre él existen. Ni un solo estudioso nacional o extranjero, ni tan solo un acólito de la UNEAC, ha conseguido publicar una maqueta detallada de su vida en más de treinta años desde su muerte.

    Es posible que esta distancia —entre Cardoso y algún biógrafo designado desde la oficialidad— la haya marcado para siempre Desiderio Navarro. En sus palabras de apertura al “Coloquio sobre la cuentística de Onelio Jorge Cardoso” en enero de 1981, este demostró que ya desde entonces OJC era ignorado y mal leído por la crítica cubana. “La obra de Onelio”, se apresuró a concluir Navarro, “constituye, en realidad, una piedra de toque que permite poner al descubierto la nula o limitada productividad cognoscitiva de acercamientos que el desarrollo teórico contemporáneo ha echado a un lado”. Asimismo, consideró la escasez de estudios sobre su obra como “un serio demérito en el expediente colectivo de nuestra crítica y nuestra ciencia literaria”.

    El autor de El caballo de coral murió pocos años después, pero suponemos que la zurra de Navarro a la crítica jamás fue olvidada. Su consiguiente caracterización de Cardoso mantiene abierta para siempre la posibilidad (y la necesidad) de volver a él. Cuba no tiene en OJC a su más encumbrado narrador, ni al más recio de sus intelectuales, ni siquiera a su más bello prosista. Otros ocupan esos puestos. Sin embargo, ninguno de ellos fue la mitad de buen reportero que él, un traje ciertamente menos caro, pero que luce y destella siempre si se sabe llevar con dignidad.

    La lectura de Gente de pueblo (Dirección de Publicaciones Universidad Central de Las Villas, 1962) y su secuela post-revolucionaria, Gente de un nuevo pueblo (Ediciones Unión, 1981) nos recuerda bien esta y otras lecciones fundamentales. Se trata de ejemplares raros, apenas hallables, en los cuales se compilan reportajes de temática popular publicados originalmente en varias revistas. Abarcan un período decisivo en la historia del país (1954-1972) y están ubicados en el escenario que Cardoso escogió como materia seminal de toda su obra: el mundo rural cubano.

    A través de estas crónicas y perfiles, el reportero Onelio Jorge Cardoso, aún hoy, tiene algo para decirnos.

    ***

    Se trata de dos recopilaciones diferentes. En uno se cuentan las historias de un pueblo famélico y atrasado, cuyos habitantes se describen a sí mismos como sobrevivientes del destino que les imponen unas circunstancias crueles y un gobierno despótico —apenas mencionado— en medio de la vibrante naturaleza tropical de la isla. En el otro, los personajes, el paisaje y el relato mismo se subordinan a una circunstancia social mayor que los incluye y a la vez los supera: un ente salvador que ha puesto las cosas en su lugar y ha devuelto la dignidad a aquellos hombres y mujeres de tiempos anteriores.

    No solo las diferencias y la inevitable comparación entre ambos como documento socio-histórico resultan valiosas a día de hoy. Aunque no existe dentro de ellos ningún recurso periodístico notable, sí podemos distinguir las tremendas dotes de un cronista que, a través del lenguaje, logra convertir la experiencia personal en esa forma indetenible que adquieren algunos de sus cuentos: la narración fluida y viviente. Algunos pueden creer que fue su periodismo el que moldeó a su literatura, que sus personajes en realidad caminaron, cabalgaron y navegaron sobre el suelo y el mar de Cuba alguna vez. Y sí es cierto que conversó con carboneros, que vivió cerca de una perra llamada Negrita, pero en ningún momento su interés fue el relato verídico de esas vidas.

    En su vejez, Cardoso confesó que jamás tomó notas durante su reporteo. Le bastaba con la conversación, con vivir un escenario y apropiarse de un lenguaje que reconstruir luego en un relato con ese tono apagado de sus narradores. El OJC narrador, como mismo el reportero, prefiere apenas guiar al lector, presentarle a los personajes y que sean ellos los que cuenten la historia. Sus críticos —anteriores y posteriores a la revisión de Desiderio Navarro— concuerdan en que existen dos etapas claras en su literatura. Quizás, si alguien así lo hubiese querido, habrían notado que también sucede con sus dos libros de periodismo.

    El primero, publicado gracias al entusiasmo folklórico de su amigo Samuel Feijoó, forma parte de un gran grupo de “clásicos” cubanos impresos por la Universidad Central de Las Villas. Los textos que lo conforman vieron la luz por primera vez en las revistas Carteles y Bohemia, cuando aún Jorge Cardoso no era ese Cuentero Mayor, sino un inmigrante que había llegado a La Habana unos años antes, soñando con un paraíso intelectual donde consagrarse como escritor. En cambio, encontró la imposibilidad de subsistir con la literatura y por aquel entonces trabajaba de redactor en la Emisora Mil Diez y escribía algunos libretos para la radio comercial, una producción que le estorbaba en sus deseos y jamás incluiría dentro de su obra.

    Leerlo como conjunto tiene, en algunos momentos, un efecto sobrecogedor, ya que apenas termina el drama miserable de un reportaje y entramos de lleno al del próximo. La Cuba de Gente de pueblo es ese escenario exuberante y lúgubre a la vez que cautivó a los pintores vanguardistas y los poetas de la República. Una enorme extensión miserable, en la cual se agolpaban bellezas naturales impensables y los despojos de un país destruido por treinta años de guerra y otros tantos de explotación neocolonial. Un cuadro ideal para los contrastes, tan propios en el arte de la época. Es ese el campo de nuestros padres y abuelos. Donde cuadrillas de hermanos se casaban con otras cuadrillas de hermanas y poblaban todo un valle de pequeños primos rojizos y toscos, nietos de gallegos y canarios. Donde una penosa miseria coexistía con las vidas de aquellos que tenían un trabajo para vivir y la decencia muchas veces se sobreponía a la necesidad.

    Junto al fotógrafo José Tabío —su gran amigo y autor de la idea de los viajes— Cardoso entendió bien esto por su doble condición de hombre culto y otrora habitante del pueblo. Cada sábado antes de tomar la carretera y dejar atrás La Habana, conocían de antemano el drama de los personajes y la esencia de las historias que se disponían a contar.

    «Por aquellos días», escribe en el prólogo a Gente de pueblo, «recogimos el aliento de sus vidas sencillas, llenas de virtudes y sacrificios y con ellas el testimonio de una época ya desaparecida bajo la justicia de la Revolución Socialista: ya convertidos en hombres de las Cooperativas y las Granjas del Pueblo de las gloriosas Milicias Nacionales.»

    Podemos imaginar a Cardoso enfrentando, con su amigable rostro de quelonio y sus gafas con montura de carey, la triste existencia de los carboneros de la Laguna de la Leche o la vida de los habitantes del Mégano de Tunas de Zaza, todo un pueblo nómada al pendiente de las crecidas del río y la penetración del mar. El relato es real: El Mégano aún sigue ahí para confirmarlo. Pero la manera en que OJC convierte una lengua de fango en un escenario existencial profundo perdurará aun cuando el Caribe se trague para siempre a Tunas de Zaza. No es la vida particular de esas personas, ni la descripción de unos problemas sociales sujetos a la incertidumbre de la historia, lo que cree ver Cardoso. Eso queda bien claro en la introducción de aquel reportaje publicado hacia junio de 1955 por Carteles y donde se lee:

    «Dicen los que estudian la tierra y el hombre, que el hombre tiene en su carácter la sombra y la luz del suelo donde sujeta su vida. Del montañés que brega con la montaña y se siente más cerca del cielo, nace el orgullo de ser fuerte y vencedor, dicen. Del llanero que siembra el valle y espera del cielo y la tierra los regalos de la fructificación nace el ser de infinita paciencia y amador de los dioses. Del que fija su existencia al cabeceo de un barco, nace el aventurero, el comerciante y hasta el poeta (…) ¿Pero qué sucederá al hombre cuya tierra, apenas tierra, se le convierta en mar y cuyo mar, apenas mar, se le transforme en tierra donde levantar la casa y buscar el sustento? ¿Será pues un batallador incansable o será triste y descreído como acaso lo son estos hombres del Mégano de Tunas de Zaza, quiénes no solo han sido olvidados de la tierra sino de todos los gobiernos de Cuba?»

    Momentos como este hay unos cuantos dentro de Gente de pueblo, y otros hitos notables también. Quizás sin saberlo, quizás influenciado por la prensa norteamericana de la época, Cardoso incursionó en el perfil. Se cuentan unos pocos dentro de la colección, pero destaca uno. Es aquel en que utilizó la figura del japonés Samuro Oyi, quien vivió el exilio y la cárcel en Cuba y al salir convirtió un pantano en la costa cercana a Güines en un maravilloso huerto que producía ajíes, pepinos, tomates, nabos, melones de agua y zanahorias. Solitario y hosco, Oyi —quien adoptó el nombre cubano de Santiago por evidente cercanía fonética— ofreció a Cardoso un personaje a través del cual describir esa increíble relación entre los hombres y la naturaleza. Es también un relato maravilloso de la fusión cultural de los emigrantes asiáticos en Cuba, pues Oyi vive en un auténtico bohío cubano, sin puertas y decorado con muebles de patas cortas hechos por su mano, al estilo japonés.

    Y encontramos también un relato singularísimo, que da pie a aquellos que, con una penosa contumacia, mantienen la opinión de que toda ficción se basa en una historia real. Se trata del reportaje El lobo de la Cordillera de Los Órganos, en el cual OJC cuenta la fuerte lucha entre los criadores de cerdos de la zona y una gran manada de perros jíbaros. Con una atípica preminencia de su punto de vista sobre el de los lugareños, Cardoso deja a un lado a los hombres y decide que son los animales y su comportamiento los elementos propicios para contar aquel próspero momento y la centenaria historia de la Cordillera. De pronto no sabemos si leemos sobre bestias o sobre los humanos de Los Órganos, tal es la autonomía que les brinda.

    En el batey, le contaron al reportero que el perro que vive al servicio de los hombres y cuida de los cerdos tiene una vida larga y de bienestar. Lo único imperdonable es cualquier símbolo de clemencia ante el jíbaro. Solo una vez se absolvió el máximo pecado: el caso de Negrita, que escapó con los enemigos y regresó con «dos cachorritos de orejas rectas». Las crías fueron sacrificadas y Negrita readmitida y al parecer la historia caló hondo en Cardoso, quien años más tarde la readaptaría en un cuento para niños.

    Palpitan entre las páginas de ese libro un país y un hombre buscando su lugar dentro. Para finales de 1958, cuando aparece su segundo libro de relatos, El Cuentero, Onelio Jorge Cardoso es un hombre relativamente joven, con una calvicie injusta para su edad y un prestigio literario incierto y que está a punto de conseguir su sueño. Cree conocer a fondo el núcleo vital de la cultura de su país y con ello ha conformado el libro que, le parece, le permitirá al fin alcanzar la categoría de escritor de ficción consagrado. Pero muy pronto ese mismo país cambiará para siempre su relato vital.

    ***

    A la ciudad de Matanzas la separan cientos de kilómetros de Santa Clara, y a esta otros tantos de Ciego de Ávila, Camagüey y Holguín. Todas son más o menos nocturnas, más o menos violentas, más o menos ilustradas. Descansan juntas bajo la categoría que el certero argot campesino define como “pueblos grandes” y se encuentran de alguna manera aisladas en su monotonía. El campo cubano, por su parte, es uno grande y muchos a la misma vez. Sus bellezas particulares alimentan una misma belleza general: el cuadro bucólico cubano ideal está compuesto por los montes de Oriente, los valles de Occidente y los ríos del Centro. También, los pequeños sufrimientos desperdigados por el mundo rural cubano constituyen el enorme y baldío corazón de esta isla.

    Haría falta por estos días reporteros como Onelio Jorge Cardoso. Dispuestos a salir a contar un país que, rodeado del mismo mar y disperso sobre los mismos campos, es ya otro.

    Hombres y mujeres capaces de relatar la penosa experiencia que significa pisar el campo cubano actual, un cuadro feroz. Viejos campesinos que han visto morir de tristeza y pobreza a muchos vecinos y a otros huir hacia donde sea con tal de sobrevivir. Los mismos cuatro o cinco hombres que sembraron tres hectáreas en el transcurso del día, turnándose dos escopetas y un machete en la noche para protegerlas de los ladrones. Reportajes que cuenten, con el mismo azoro cada vez, mil historias de hombres buenos que los perdió el alcohol y el aislamiento al que los sometió esa vida campestre, de trabajo y más trabajo con pocos dividendos.

    Textos que hablen —también— de auténticas mansiones custodiadas por lujosos automóviles modernos, aparecidas como de la nada entre los potreros de toda la isla. Las casas de los más hábiles o más afortunados campesinos. Magnates de las frutas, los condimentos o el ganado, con costumbres burguesas en un país pobre y socialista. Una estirpe que vive en constante desvelo, pues se saben vigilados de cerca por el Estado y por sus vecinos. Familias que han levantado fortunas que no pueden gastar como quisieran.

    Visto así, no es mucho mayor su suerte que la de aquellos que nada tienen.

    Ese es el resultado que heredó el país después del colapso de la economía agraria. Un momento de esplendor que duró poco más de una década y cuyo declinar bien podría marcarse en el año 1970: aquella disparatada y pretensiosa zafra. Gente de un nuevo pueblo pretende abarcar todo ese tiempo —diez largos años— con el entusiasmo febril del primer lustro de los sesenta y la confianza ingenua del setenta. Contiene, por lo tanto, muchos más textos que su versión anterior y quien lo escribe, podría decirse, es un hombre distinto sin dejar de ser el mismo.

    A lo largo de esa década, OJC publica otro libro de cuentos (El caballo de coral), dos ediciones de sus Cuentos completos y otro cuaderno para la UNEAC. El nuevo gobierno ve con buenos ojos su literatura centrada en los desposeídos y en los campesinos: la materia prima de la Revolución. Por lo tanto, es un valor exportable y cinco colecciones de su obra son traducidos y publicados en varios países de la Unión Soviética y América Latina. Además de sus dotes artísticas, su experiencia y buen tino son aprovechados para encomendarle tareas administrativas: dirige el Instituto de Derechos Musicales, ocupa la jefatura de redacción en Pueblo y Cultura y el Semanario Pionero y la del departamento de reportajes especiales de Granma. Por supuesto, desde comienzos de los sesenta pertenece al Ejecutivo de la Sección de Literatura de la UNEAC.

    El segundo y definitivo tomo de su apretada obra periodística no logra escapar de la apología y debemos ser justos y decir que muy pocos lo lograron por aquellos días. Sobre la veintena de textos que lo conforma se alza la larga sombra del nuevo sistema socialista, que convirtió a «los desposeídos de ayer» en «los constructores de la nueva sociedad revolucionaria, generosa y heroica de hoy». Y aunque algunas piezas sueltas —como la crónica de viaje a los cayos del sur de Camagüey y la casi infantil de la Ciénaga de Zapara— escapan a este perfil de marcado maniqueísmo, no podemos más que lamentar, desde la injusta conmiseración con que miramos al pasado, que los mejores años del narrador hayan coincidido con esta época.

    Podríamos señalar muchos, pero hay un momento singularmente triste y revelador en Gente de un nuevo pueblo. En 1969 ve la luz el volumen Abrir y cerrar los ojos, el cual marca, para muchos, el inicio de su madurez artística. Un año más tarde, el poderoso poeta Eliseo Diego escribe a propósito de un cuento de aquel libro que, en un momento dado «(…) el tiempo se vuelve el ancestral, dionisíaco, de la juventud de la especie humana. Con lo que acaban soplando las flautas pánicas entre los macíos de Ariguanabo». La reverencia de Diego es un gesto inequívoco: su arte ha alcanzado la madurez y sus textos superan ya la mundanal circunstancia, trascienden el gesto político o social.

    Lamentablemente, mientras eso sucede Cardoso —el narrador y el reportero— trabaja como voluntario en el albergue de una brigada cañera en Jovellanos. En abril, publica una pequeña crónica en Bohemia que comienza en un día «de pase» de la Zafra de los Diez Millones. Mientras viaja «en lo que se puede» a través de la Carretera Central, lee en Granma que su brigada ha alcanzado el cuarto de millón de arrobas y será distinguida por ello con el trofeo Lenin. Simbólicamente, señala, en el centenario del prócer del socialismo. Por el júbilo que le causa el premio y el orgullo de formar parte de aquel enorme hito, ha decidido acortar sus días de descanso para volver a tiempo para la celebración.

    Antes de ello, el relato se adentra en una rememoración de algunos de los integrantes de su brigada y lo poco que él sabe de sus vidas. Bilongo, que si muere quiere que lo entierren en Oriente, porque allá debe terminar la Gran Zafra. Esquijarrosa, dispuesto a combatir la neumonía por tal de no abandonar la faena. Y otra vez vuelve a la analogía de siempre: la miseria de antes, convertida en la prosperidad y la contienda vanguardista de la Zafra de los Diez Millones y todo lo que traerá para el país. El artista atemporal, el escritor fundamental que evocó Diego, es borrado de un plumazo por el leviatán de la Revolución.

    Es necesario pensar ahora en todo esto. En cómo los campesinos miserables y analfabetos se convirtieron en obreros con derechos sindicales y botas nuevas y cómo de nuevo volvieron a una existencia casi tan mísera como la primera. Hay que pensar en los hijos y los nietos de esa gente de pueblo, dispersos, lejos de sus hogares y renegando de la tierra y del mar que les dio de comer. Hay que pensar en todo esto y contarlo. Ahora que Onelio Jorge Cardoso —como mismo el escenario mítico de sus cuentos y reportajes— se pierde en el olvido.

    Hacia el final, las cosas son aún más inciertas. No sabemos por qué, pero, si alguna vez lo volvió a practicar, nunca más el periodismo de Onelio Jorge Cardoso fue compilado. Se conocen otros libros de cuentos y los consabidos panegíricos ofrecidos a los escritores cubanos cuando la muerte es ya inminente. Unos pocos años antes de su muerte, Desiderio Navarro advirtió que todos los supuestos halagos y todos los años dedicados a la literatura habían sido casi un engaño. Quizás no pudo con eso y murió triste. Quizás no, nadie ha podido contarlo. Dicen —quizás nunca lo sepamos con certeza— que murió escribiendo.

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