Tan arraigada está la tradición occidental del peregrinaje espiritual hacia el Este, que rara vez nos detenemos a considerar la naturaleza paradójica de ese viaje. ¿Por qué pensar que encontraremos el sentido último de las cosas allí donde la comunicación básica nos será inevitablemente entorpecida? Para responder a esta pregunta habría que incursionar en la historia del orientalismo. En todo caso, esa paradoja, en el centro de todo peregrinaje, es el terreno movedizo donde transcurre El lejano desoriente (bitácora de la felicidad) (Rialta 2022).
En este alucinatorio diario de viaje, Pablo Baler relata sus experiencias en Bután tras la huella del shingú, una droga a la que, según rumores, recurren algunos monjes budistas para alcanzar la iluminación. El paisaje desconocido y rarificado de Bután abre un espacio de juego entre lenguaje y sentido, significado y significación. Y subrayo aquí la idea de juego, porque este es un libro divertido, y es con lo ocurrente, chistoso y extraño de Baler que se sostiene la tensión entre estos polos, dejando aparecer por un lado la falla en el lenguaje y, por otro, una experiencia sensorial que trasciende toda representación.
En 1994, Baler fue invitado a una expedición geofísica al Tíbet con la misión de llevar una bitácora de las actividades científicas. De esa expedición Baler no llega a apuntar ni una nota y en cambio desarrolla este cautivante relato acerca de sus aventuras en «una tierra de nadie» donde no sabemos ni qué idioma se habla, ni qué significado expresan los gestos. El lejano desoriente es presentado con todos los aditamentos de un registro histórico, incluyendo fotografías de viaje y referencias académicas sobre la expedición. Y, sin embargo, hay fallas o errores aparentes que subyacen en todos los niveles de este texto. Antes de que el lector se vuelva demasiado crédulo, aparecen por ejemplo personajes sacados del pulp. ¿De quiénes escucharon hablar del shingú? De «un hondureño que traficaba heroína desde Birmania, una seudosicóloga canadiense que estaba de turista en el Holiday Inn y del vendedor de repuestos de autos a quien le comprábamos baterías para las estaciones geofísicas». Informantes poco fiables, sin duda, pero la incertidumbre también recae sobre el propio narrador, quien se muestra orgulloso de presentarse como indigno de confianza: «Siempre fui el primero en admitir mi ignorancia. Me animo incluso a decir que mi ignorancia es enciclopédica: lo ignoro todo de la A a la Z. Pero si lo admito no es por humildad. El trabajo del escritor, al fin y al cabo, consiste en ignorarlo todo meticulosamente y ser tan inútil e irresponsable como lo permitan las circunstancias». No sabemos, a lo largo de estas inverosímiles secuencias, si se trata de un testimonio ajustado a la realidad, si estamos participando de una alucinación, si Baler nos toma el pelo o simplemente se divierte con nosotros. En cualquier caso, para el lector, las dudas se multiplican en una deliciosa desestabilización del texto.
A pesar de todo desconcierto, este libro es de una elegante estructura simétrica que encuentra su clímax en el centro geométrico de la narración. Pablo y su compañera de viaje, Lola, son espejos enfrentados: sentir y saber, literatura y ciencia. Su viaje por Bután consiste, en última instancia, en el recorrido de un círculo. Al final del libro los protagonistas vuelven a encontrar las vías del tren que tuvieron que cruzar para llegar a la ciudad de Andoo, los jaramagos todavía meciéndose entre los durmientes. Y al igual que ellos, el lector tampoco ha llegado a ninguna parte, felizmente disuadido de perseguir ideales, enseñanzas o críticas.
Esta última novela de Baler (después de Circa y Chabrancán) es un libro corto y episódico; una serie de composiciones, incluyendo las de las fotografías, mínimamente articuladas entre sí, donde continuamente se apunta hacia la creación y superposición de formas representacionales, musicales y visuales (signos, ritmos, melodías, marcos, pantallas, rutas), cada cual una micromeditación sobre la mirada, la lectura, el significante, la formalización y dramatización de la experiencia mediatizada del mundo. Y, sobre todo, la vivencia de los desfasajes que proliferan en esas mediaciones, lo que nos conduce a un singular goce estético y nos revela las fronteras de todo conocimiento. Refiriéndose a las plegarias recitadas por un monje, Baler escribe: «Los tonos graves que brotaban de su boca desdentada parecían llegar desde el interior de una caverna. Si acaso estaba articulando algunas palabras, el sentido se desintegraba en la musicalidad».
El lejano desoriente es un libro lleno de sentidos y de sentimientos, pleno de ternura y abrazos, belleza y melancolía, angustia, extrañeza, humor y conexión entrañable. La melancolía y la ternura son memorablemente tratadas en relación a Gakyo-Wanchen, el viejo monje budista con quien Pablo forja una amistad que «trascendía toda forma de comunicación». Eso tiene que ser entendido también en su sentido literal, ya que, más allá de que Gakyo-Wanchen sea parco (no suele decir más que haaa y hooo, lo cual «padía ser interpretado de mil maneras posibles»), solo comparte con Pablo «dos o tres palabras en un idioma que ambos [hablaban] pobremente». La despedida entre ellos está doblemente marcada: Pablo se va, pero también sabe que Gakyo-Wanchen se está muriendo. Le han dado dos meses de vida. «¿Cómo se puede continuar esa conversación? No se me ocurrió nada…» Pablo solo puede quedarse frente a su amigo en ese destierro que no admite representación. Experiencia similar a la lectura de estas páginas. La profunda conexión es sentida y compartida pero no hay a dónde aferrarse más que a la experiencia misma. Constelación de formas surgiendo del vacío, para volver a disgregarse.
REBECCA WEY ES LA PENSADORA QUE EL LIBRO DE BALER NECESITABA. UN SENTIDO OTRO PARA LA ESCRITURA ACTUAL EN LENGUA CASTELLANA, TAN ESTANCADA EN TANTOS LUGARES EN LA QUE LOS RIESGOS DEL AUTOR BRILLAN POR SU AUSENCIA. LA OBRA DE BALER CRECE Y CRECE DESDE UN CURIOSO AISLAMIENTO COMPARTIDO CON OTROS ESCRITORES Y PENSADORES, LARGO Y SOLITARIO SERÁ SU RECORRIDO, AUGURO DEJARÁ COMO POCOS UNA HUELLA PROFUNDA CON DULCE NO PARA TODOS SINO PARA POCOS, JOSÉ KOZER