De cómo le rompí la cara a un ruso en NYC

    Un viernes fui a una fiesta en Bushwick, barrio al noreste de Brooklyn con factorías reconvertidas en estudios que ocupan principalmente artistas o aspirantes a serlo, en su defecto lo mismo. Edificios de ladrillos terrosos y muros con grafitis. Había poca gente cuando entré al apartamento y pensé que no duraría allí mucho tiempo. Deposité veinte dólares en una caja de donación, abrí el refrigerador y agarré una cerveza. Objetos por todas partes.

    La luz de cabaret inundaba la cocina, una lámpara de pétalos de cristal refractaba destellos rosas y violetas en distintas gamas, cubriendo el espectro tonal del éxtasis y la voluptuosidad. Parecía por momentos que estábamos metidos en un vestido de satín. Luego pasabas por un corredor con papeles lumínicos forrando las paredes, alfombra con arabescos en el techo, una pegajosa luz roja, luz de puñalada y carmín, y lentejuelas como tiras muertas de un romance destrozado.

    La habitación del fondo, rematada por un amplio ventanal que daba a la calle, parecía una bodega de reliquias, el estudio pop de un alma falsamente atormentada, un antro maravillosamente frívolo, la letra de un bolero, la cabina de un dj queer, una sala de teatro, un set de filmación, un fotograma saturado de color, todo eso a un tiempo. Había espejos largos y estrechos con marcos plateados, un set de batería, un librero atestado de volúmenes, camisas colgadas de la pared y un pulóver que decía «Now or Never», dibujos, fotografías y retratos, una bandera de Puerto Rico, una reproducción de la Marilyn Monroe de Andy Warhol y guirnaldas con luces led cambiantes.

    Dos chicos, un ruso y un afroamericano, se manoseaban en medio del salón, otros vestían mallas negras, boinas de marineros, una rubia con saya corta sin blúmer, otra cargaba con su perro, y uno de los anfitriones, Héctor, vestía como griego con su nombre troyano y cantaba José José con acento caribeño, un acento que venía sobre todo de una mezcla tan bizarra como efusiva y vibrante. Volví a la zona de la cocina y me senté en un sofá al lado de un ropero.

    «Vas a escribir sobre esto», me dijo mi novia. Fui al baño sin contestar y regresé. Pensé un poco. «Tengo una respuesta que te va a gustar», le dije. Normalmente, las cosas que digo no le asombran, en esencia porque no son cosas que asombren, debido sobre todo a que buscan asombrar. «A ver», dijo. El preámbulo también funcionaba para quitarle hierro a una idea tan artificiosa y tan evidente en su pretensión. «Esto ya está escrito. No se escribe la literatura, se escribe la realidad». «Me gustó», dijo. Pensé algo más, y ahí estuvo el error. Debí haber matado la idea en el momento.

    Aquel lugar, y nosotros, no solo estábamos escritos, sino que además lo había contado un mal escritor, y aunque en el instante me pareció un pésimo negocio, luego entendí que quizá no cabe experiencia más agradable que habitar la cláusula narrativa de un texto errado, inconsciencia prolífera y desaliñada. Alguien que, por lo menos, no te va a meter en el tedio ni en el sopor. La otra cuestión, con la que confirmé que la mala escritura es también un dispositivo de complejos pliegues temporales, tenía que ver con que no estaba del todo seguro, y no lo iba a estar en ningún momento, si ya habíamos sido escritos o si aún nos estaban escribiendo, si éramos letra muerta o insufribles trazos vivos de pésima ortografía.

    Foto: Cortesía del autor

    Miré todo de nuevo, ninguno de los presentes parecía estar contando nada, y no podía divisar en nadie más algún rastro consciente de que estábamos metidos dentro de una imaginación barata. Di vueltas por el lugar, abrí otra cerveza. No entendía si la gente se estaba besando o haciendo como que se besaban, o si había, en general, alguna diferencia entre ambos actos. Rusos, cubanos, gringos. ¿Qué podía significar? Los residuos posmodernos de la Guerra Fría. Antes, pensé, esta noche la estuviera contando yo, sin remilgos, pero a medida que creces los temas se van reduciendo.

    Aprender a escribir significa que casi nada debe escribirse, los asuntos son uno, dos, descomponerlos, hacer silencio. Cuando no tenía disciplina alguna, ni método visible, garabateaba sobre todo lo que sucediera o amagara con suceder, pero entender las palabras significa ver las cosas y dejarlas ir sin malestar. Usar el lenguaje es, justamente, equivocarse y equivocarlo. Ahora acertaba más, pero era un hombre infinitamente menos libre.

    La música, la ropa de la gente, el cotilleo en varios idiomas. Un amigo físico de profesión, empleado de Google, llegó al lugar. Traía paquetes con dosis medias de hongos triturados, un polvillo pardo y amargo. Mi novia, él y yo tomamos dos gramos y medio, y luego un poco más, los restos de otra bolsa. La gente iba y venía, flirteo y movimiento, baile estrábico.

    Siguieron sucediendo cosas que no llevaban a ningún lugar, esos gestos típicos que mueren en sí mismos y son incapaces de establecer un sentido. Me deslicé en el asiento, hundido en el placer y la levedad de la droga. Desde el sofá visualizaba planos de Xavier Dolan, de Gaspar Noé, o incluso, ya puestos, de Trainspotting. Un ángulo disruptivo de cámara, alguien que quiere experimentar con la forma y produce un estercolero visual.

    La música parecía venir de un concierto multitudinario, arrastraba ecos fantasmales. Discusión en alguna parte, trazos que se deshacían, oraciones a medio hacer que se volvían humo antes de llegar al verbo, como si, quien estuviera escribiendo, borrara constantemente. Pensé entonces que íbamos a regresar al principio, porque todo se detuvo. Ni Bushwick, ni hongos, ni viernes.

    Cerré los ojos, el cuerpo flojo, oscuridad eléctrica. Me puse de pie, me senté. Los rusos hablaban en una esquina. Empezó a llegar mucha gente. Héctor, el anfitrión, quería probar el hongo, pero solo una pizca. «No es perico», le dijeron, «una pizca no te hace nada».

    Uno de los rusos se sentó junto a nosotros, estaba borracho. Se sumaron dos colegas nuevos, afroamericanos. Recuerdo el nombre de uno de ellos, pero es justo el nombre del que no tiene importancia, así que no lo menciono. El ruso empezó a apoyarse en mi novia, a tirársele encima. No lo hacía con interés sexual, sino simplemente por torpeza. Mi novia lo apartó par de veces, le dijo que no la tocara. El ruso respondió que no la estaba tocando.

    Tenía un mentón ancho, la cara angulosa. Mi novia me dijo que me sentara entre los dos, lo hice, y entonces el ruso se tiró encima de mí. Fui al baño de nuevo. Cuando regresé, uno de los afroamericanos conversaba con él, intentaba pararlo y llevárselo del apartamento. El ruso se resistía. El afroamericano le había preguntado a mi novia si estaba bien y ella dijo que sí, pero de todas maneras el ruso parecía haber hecho algo que lo sacaba completo del relato. Alguien me dijo que ya lo habían botado de la fiesta y que había vuelto por su cuenta.

    Hubo un forcejeo, se sumaron más tipos. Mi amigo y yo le dijimos a mi novia que se levantara del sofá. No podía, estaba en ese punto de los hongos en que la fuerza te abandona. Empujones al lado suyo. No sé si le volvimos a decir que se levantara o si ya intentamos levantarla de una vez, pero, mientras mi amigo la tomó por los brazos para ayudarla, yo la puse de pie de un tirón.

    Me miró con asco. Mi amigo me regañó. Al ruso se lo llevaron afuera. Intenté justificarme con que podía pasarle algo, pero no tenía excusa. La prueba de que pude haberlo hecho distinto era justo nuestro amigo, que la socorrió sin atropellos. Había estropeado la noche. No jugaba el papel que creía jugar, y es probable que a partir de ahí me haya rebelado y haya tomado el control de los hechos, como cuando dicen que determinado personaje se va de las manos y el autor no puede hacer más que dejarlo ir.

    Me recluí en el salón del fondo. Me senté en medio de la pista, como castigado. Tenía mucha bronca dentro y la había descargado con mi novia. Al ruso ya se lo habían llevado, se esfumaba el ruido de la violencia. ¿De dónde me venía todo eso? Dos amigos iban a ser desterrados pronto de Cuba. Aún no era público, pero ya yo lo sabía. Otros estaban presos por sus ideas políticas. Todavía me cruzaban por la cabeza tipos que hacía unos meses, en La Habana, me habían interrogado, me habían vigilado y me habían secuestrado incluso, policías con los que tuve que lidiar en una lucha psicológica desigual, y que en realidad lo que tuve que haber hecho era cagarlos a trompadas y que me cagaran a mí.

    Formaba parte de una familia desintegrada. Veía a las mejores mentes de mi generación no destruidas por ningún cinismo individual, sino por el totalitarismo, la estupidez dictatorial y la complicidad tibia de los girondinos criollos. Tenía que recordarme constantemente que no había una falla moral en mí por no encontrarme ahora en una cárcel de Cuba. A ese nivel de caricatura sacrificial podía llevarte el enfrentamiento con una institución, el Estado castrista, iletrada y degradante.

    Miraba fijamente abajo. El piso de madera, unas rosas rojas plásticas regadas, una lata de cerveza vacía, el router de internet, otra caja para ecualizar la música, un frasco de jabón líquido, luz tenue y un libro de tapa dura sobre los archivos de Pedro Almodóvar. Salí del apartamento, nadie en el pasillo. Me quedé ahí, mirando las paredes, perdido. Abrí la puerta de servicio y me asomé a las escaleras. El cadáver del mundo industrial ululaba a través de aquella fábrica extinta, colonizada por las múltiples identidades del progresismo capitalista.

    Al otro lado, desde el ascensor, saltó un bullicio. Era el ruso, un paisano suyo y los dos colegas afroamericanos. Mi deseo los fue atrayendo, puesto que no había ninguna otra razón para que se movieran de lugar, pasaran de largo por la puerta del apartamento y llegaran a ese pasillo último de luz fúnebre. En algún punto, presuntamente agotado de interceder por su amigo, el paisano se esfumó. Uno de los afroamericanos se mantenía en un segundo plano, y el otro, con unas trenzas cortas que le caían como rizos, empujaba suavemente al ruso hacia las escaleras y le decía que se fuera.

    El ruso se daba en el pecho y mascullaba en cirílico. Un borrachín eslavo, eso lo conocía yo. También empecé a empujarlo, a separar. El ruso miraba desafiante al afroamericano y le escupía «fuck you» repetidas veces. Amagué con no sé qué, se metió la mano en el bolsillo. Me di cuenta de que no traía nada, lo hacía para intimidar. Avanzó hacia nosotros. Hacía muchos años, más de diez, que no le pegaba a nadie y no me pegaban de vuelta. Fue fácil y muy liberador. La nariz empezó a chorrearle, me vine arriba. Tiró un golpe desconcertado y le pegué de nuevo. Abrí la puerta del pasillo y se escurrió por ahí. Tropezó en la escalera y rodó hasta el descanso. Corrió espantado.

    Entré al apartamento eufórico, dándome palmadas y abrazos con los dos afroamericanos, como pandilla exitosa, pura gente brava. Ellos tenían más flow para contarlo. El chico de las trenzas decía que yo era un badass y hablaba con estridencia. Siempre quise que me dijeran algo así. Mi novia y mi amigo me miraban como se mira a un ridículo. No me importó.

    «Fue racista», dije, «y se metió con mi novia». No me respondieron. «También está lo de Cuba, tenía que soltar». Nada. Me empezaron a doler los nudillos. Volví al salón del fondo. Me senté en el suelo, a un lado del librero. Había un altar a la Virgen de Guadalupe, y una carta en inglés, papel verde quemado por los bordes, donde le pedían poder, gracia y luz. ¿Qué más? ¿Me robaba la carta o no me la robaba? La doblé, la metí en el bolsillo y me disculpé con la Virgen. Era lo que había que hacer, no tenía ningún otro propósito. Una vela encendida. Desde su silencio, la Virgen me dijo algo.

    Al rato mi novia me recogió. En el pasillo, por las escaleras hasta la puerta de la calle, había gotas de sangre. A mitad de recorrido empecé a lagrimear. Era sangre rusa, era como verter algo sagrado. Esa es la sangre de la que habla Dostoievski, de la que habla Pilniak, de la que habla Shalámov. Lunares púrpuras en la estepa muerta. No sé si Pilniak habla de sangre, pero siempre pienso en él.

    Tracé una línea en el aire: «He golpeado a un hombre y he visto cómo, en su sangre, él es más digno que yo». «¿Está buena?», le pregunté a mi novia. «No», me dijo. Luego hice silencio y ella ripostó con una posibilidad terrible: «¿Tú le diste un piñazo por lo que dices o porque te hacía falta para contar tu noche?» Quien había estado escribiendo todo aquello desde el principio era yo, y siempre hay un personaje que sabe más que uno.

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.
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    4 COMENTARIOS

    1. Preséntame al amigo de los hongos. Nunca te logro ver cuando vienes por Miami, dile a Francys. Rusos, La Guadalupe, dos cervezas y un físico de Google, que hongos mamita queridaaa…

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