La lentitud del TransMilenio (I)

    Nadie es profeta en su tierra, el TransMilenio tampoco. Está solo en su peso, boxea contra su reflejo. En Bogotá lo odian como la neurosis odia al país, al clima, a las circunstancias. Fuera de Bogotá, en Medellín, donde hay medios de trasporte de primer mundo como metro, metrocable, tranvía, lo usan como argumento número uno para no recomendar Bogotá.

    Nunca sale bien puntuado en las encuestas de percepción ciudadana. Las más recientes, encargadas por Bogotá Como Vamos, con corte en octubre de 2018, dicen que un 61% de la opinión cree que viajan más lento este año. Asimismo solo un 13 % se siente satisfecho con él, y solo un 9 % –al que seguramente los bogotanos encerrarían en un zoológico– cree que el TM ha mejorado en el último año.

    Y mientras vuelan imprecaciones, insultos, gestos que caen sobre él como quimbombós, calabazas y coles podridas el TM carga su noche pesada como un asno carga a una familia agria y resignada. Y tienen razón, acaso en todo el mundo hay maneras más cómodas de transportarse, y tienen razón de que el TM no da abasto, y que desde hace tiempo la ciudad merece un metro como urbe de 8 millones de almas que es, pero habría que decir que no está mal, no está ni la mitad de mal de como lo pintan.

    Un cubano podría mirar a otro cubano y ambos entender de qué se trata

    El ciudadano en Cuba suele esperar lapsos de media y una hora entre un ómnibus y otro. Si uno se rompe, lo cual es más normal de lo que se cree, la espera se duplica, como en ciertas paradas por donde suelen pasar llenos, y con personas colgadas de las puertas.

    Si un vecino en Cuba sale a comprar un litro de aceite al mercado que le queda a tres kilómetros de distancia, es muy probable que pierda media mañana en el asunto, aderezada con sol, adormecimiento, sudor, mal humor.

    En el caso de Bogotá el TM mueve a millones diariamente y tres veces más rápido. En comparación con el pasajero cubano, el bogotano vive tres vidas más en una sola vida en dirección hacia alguna parte. Y si algo interrumpe esta dinámica puede que lluevan neumáticos quemados, gases lacrimógenos, tropas antimotines, balas de goma cruzando de un lado a otro, hasta que la combinación privado-estatal busca una solución y aparecen nuevos vehículos que vuelven a reducir la espera en las rutas, y el usuario no se siente totalmente estafado.

    El cubano simplemente espera, no protesta ni cierra vías ni se lanza a la calle como sucedería en el sector popular bogotano (situado al sur, donde las casas son bajas y de ladrillos rojos sin repellar, y los perros engordan con sobras que bucean entre la basura o que les prodigan los mendigos sin hogar). El transporte urbano en la isla no es solo tres veces más lento, sino que parece un elemento adormecedor más en el orgánico y total mecanismo de lentitud del país. Una lentitud que en Cuba se podría vender de souvenir, en pisapapeles de ámbar.

    En Cuba no hay estaciones sino paradas al pie de la calle. Y el sistema de autobuses está tan subvencionado que una buena cantidad de personas siente en lo más profundo que el gobierno les hace un favor transportándolos.

    Es evidente que la palabra “subvención” suena maravillosamente bien en un lector de izquierdas que mira desde fuera, pero como en todo país estatizado y cargado de subsidios sin retorno económico, dichos métodos traen consecuencias ingratas tanto para las propias ideas de izquierda sobre subvenciones, como para el transporte y sus usuarios.

    Las empresas locales de ese ramo en Cuba carecen de piezas de repuesto y sufren los largos ciclos de reposición por falta de efectivo o crédito para su compra. El drama se agudiza con el embargo norteamericano (que ha previsto todo esto, incluso un artículo como este) y el robo generalizado a pequeña escala que sustituye la carencia de un mercado mayorista o minorista que satisfaga la demanda de los transportistas privados.

    Un muñeco de plástico que se mueve de un lado a otro

    Pero ¿qué es un TransMilenio? ¿Para empezar es tan grande como su nombre indica? ¿Hay correspondencia nombre-realidad?

    Si fuera tan grande como su nombre indica se llamaría simplemente Metro de Bogotá. Pero en esa ciudad de 8 millones de habitantes no hay metro, sino TM. Y se tiene la sensación de que el gran silencio que la recorre (a la ciudad, tema del cual hablaremos más adelante) comienza en él, en ese gran nombre, que es a su vez la historia de una hipertrofia, y de cómo toda hipertrofia representa un síntoma, un agujero, un desfiladero invertido. Un gran muñeco de plástico inflado que se mueve de un lado al otro cuando la brisa le da.

    El TM es una extensa red de ómnibus organizados como se organiza un metro, pero es más que eso. Tiene ciertas prerrogativas que lo hacen más rápido e accesible que el sistema de ómnibus convencionales. Una de estas, y de hecho, la principal, es tener una vía exclusiva con sectores limitados por barrotes del tamaño de una persona adulta, o separadores continuos en forma piramidal de unos 20 centímetros de alto de hormigón armado.

    Estas vías les permiten a los TM ser considerablemente más ágiles que cualquier otro vehículo terrestre a cualquier hora del día. Lo único que los detiene son los semáforos, o un sujeto indiferente arrastrando frazadas de pana hediondas para dormir bajo un puente, o alguna que otra precaución vial de su chofer ante una curva demasiado cerrada en forma de V o U.

    La vía exclusiva dispone de largos tramos rápidos –en vecindad con lentos tramos de autos– por donde circulan a la velocidad que le imprime el alma de su piloto. De hecho, lo único que da cuenta de que son choferes humanos, y no máquinas humanoides importadas de China, es la diferencia con que manejan unos y otros. Algunos con melancolía, otros con alegría, otros con audacia o duda.

    Y es que hay algo en la vía de TM que merece actitud. Mirarla es como mirar una ciudad atómica evacuada luego de un escape nuclear. Mirarla también es mirar esa ciudad nuclear deshabitada sin haber comido nada durante tres o cuatro días.

    Son más de 100 estaciones de TM, que incluyen una red de puentes peatonales elevados por encima de las vías por donde circula el tránsito ordinario. Como la vía de TM está en el centro de las avenidas, la misión de estos puentes es rescatar a los peatones en la acera y el tráfico, elevarlos y dejarlos cómodamente en la estación.

    En algunas zonas esta solución es tan complicada que los puentes son mantis religiosas instaladas sobre cuatro o cinco carreteras. Cansadas, resentidas por ríos inagotables de gente que zigzaguea y redunda. Estos puentes tienen el doble reto de llevar al mínimo la pendiente sin colmar la paciencia (y a veces la colman) del peatón que posee todas las condiciones físicas y que a veces quiere saltar los pasamanos y caer de una puta vez en la acera. Vías amigables para sillas de ruedas y bicicletas, las cuales son permitidas en el TM.

    Las rampas elevadas combinan estructuras de acero y hormigón armado. Pero ya en la estación predomina el aluminio y el cristal. Están diseñadas para la brevedad, un pasajero no demora en ella más de 20 minutos. La limpieza colombiana (una de sus divisas culturales junto a elementos como la bandeja paisa y Maluma) las mantiene sobrias y controladas, y están siempre limpias como limpios están sus barrios pijos y de clase media donde los vecinos sacan a pasear los perros con una bolsa de plástico azul diseñada para recoger con una mezcla de resignación y orgullo la caca tibia que arrojan. No hay anuncios colgados, ni trabados en las estaciones, solo el nombre que una voz cálida repite dentro del ómnibus cuando está cercano a arribar, o cuando arriba. Son estaciones como el agua es agua y el aire es aire, no duelen.

    Huelga decir que en más de las 20 estaciones que visité no se percibieron paredes rotas sustituidas con parches de madera prensada explotados o manchados por la humedad, o planchas de PVC de antiguos murales de las asambleas de nominación de candidatos, o carteles del 1ro de mayo, o simplemente paredes de ladrillos, como son comunes en los edificios públicos cubanos que no van teniendo cómo reponer cristales.

    En general se trata de esa arquitectura gélida y eficiente que contagia a muchas de las grandes ciudades que aspiran a ser modernas y adelantar la raza. Pero habría que agregar que en esta arquitectura funcional y olvidable, que a ratos le hace sentir al cubano cuán solo está, cuán extraño es a este mundo, se manifiesta otra cosa. Y esto se siente principalmente en las noches, cuando ya no zapatean miles de personas, sino algunos transeúntes (el TM concluye en su mayoría a las 23:00) que caminan acosados por algún miedo o urgencia. A tal hora los puentes –húmedos y fríos como neveras– comienzan a cobrar vida, otra vida, pero propia.

    El peatón cubano, sensible a lo que le rodea, percibe que él va siendo intruso en esa calma donde por fin las estaciones y los puentes pueden recordar algo y oírse a sí mismas. Un recuerdo de acero, una música de acero, algo que nadie reconocerá. Y recuerda, el peatón cubano, que a sus edificaciones les suele sobrar alma y espiritualidad, pero de otra naturaleza que no brota de la audacia y la innovación, sino de la fermentación. Espiritualidad inherente al vino que reposa en bodegas durante décadas o centurias.

    Otro gesto amable en las estaciones es el suministro gratuito de Internet. Los cubanos pudieran ir en masa a los TM a conectarse con sus familiares del mundo superando la fase Imo, o Facebook, y a aplicar a becas, o a fondos para proyectos.

    Basta encender la Wifi y pasar un formulario que, digámoslo de paso, parece otra forma más de control sobre qué buscan, qué desean y a qué aspiran las almas en Bogotá. Luego de estos pasos protocolares se puede disfrutar de unas dos horas libres de costo. Si luego el usuario se quiere reconectar, lo hace sin más, usando nuevamente su contraseña.

    El usuario navega, disfruta, se intoxica y también puede descargar aplicaciones que brindan información sobre el TM. La Transmilenio + Sitp es solo una de ellas: toma la localización del usuario, pregunta el punto de destino y luego ofrece varias recomendaciones, algunas un poco redundantes pero todas sumamente útiles para el forastero. Tan útiles que a veces se hace innecesario preguntar, y el cubano extraña preguntar, porque necesita saber si anda entre personas que colaboran o muerden.

    Pero digamos que no hay que ser un histérico de izquierdas para sentir que los limosneros, personas de la calle, vendedores precarios que brotan por doquier en Bogotá, y sobre todo en el TM, como una república de zombis, les aguan la fiesta a tal amabilidad. Algo en sus puentes amigables generan una impresión, en efecto, de Puesta en Escena, un distanciamiento, un no me lo creo del todo, y recuerda el discurso de esos alcaldes a los que una obra redonda y cívicamente actualizada tranquiliza la mala conciencia. Y es que hay algo que un cubano no acostumbrado a la libertad ni a las grande estructuras se podría comenzar a preguntar en contra de la libertad y las grandes estructuras. Y tal pregunta por supuesto lo convierte en una clase especial de monstruo. ¿Será que toda esa amabilidad entre comillas no es el  pasadizo a una tragedia? ¿Hacia dónde lleva el TM?

     

    Un impaciente en Bogotá tiene dos opciones en horas pico, viajar en TM o en helicóptero

    Si alguien habituado a tomar TM decide un día agarrar un taxi en horas pico, se dará cuenta del  prontuario de decisiones que tiene que tomar el taxista para llevar su conglomerado de tripas, carnes, huesos y flatulencias a un destino que parecía tan fácil como acelerar, guiar el auto y atender las señales.

    El sistema nervioso del chofer debe conmutar cientos de veces en un segundo: pergeñar en el mapa, tomar la vía indicada, sortear pilotos ingeniosos y desesperados que sortean a otros pilotos ingeniosos y desesperados. Un taxista se juega su suerte dando un timonazo ni tan fuerte ni tan flojo, en un leve gesto, en una leve coordenada de prestidigitador, como si esta dependiese de una repentina iluminación divina. A un cubano le parece que el taxista de pronto entra en una red en la cual no es dueño de su futuro, y que nada de esto sucede a bordo de un TM. El TM le resta incertidumbre.

    Y es como si el cubano leyera o viviera en dos playas. La inmediata y la remota. Para él los TM se conducen en línea recta hacia una estación predecible. En eso consiste la playa inmediata. Se dirige hacia una estación rumbo al futuro, asumido el futuro como una construcción determinista y reaccionaria, que tiene que ser necesariamente así, determinista y reaccionaria, para que la soporte. El TM no lo lleva hacia la puerta de la casa, ni hacia ninguna parte en específico, es cierto, pero tampoco lo atrapa en una red.

    El pasajero cubano a bordo de ese taxi mira con nostalgia al TM, ve cómo pasa uno tras otro. Y siente que el futuro que él elegiría para sí necesita esos adelantones, esas vías exclusivas. Está harto de la playa remota que le late y le acompaña. Está harto de la lentitud de Cuba, del futuro que le prepararon sin preguntarle, y agradecido de la generosidad y simpleza del TM tiene ganas –sin saber por qué– de gritarle al taxista «!basta¡, déjalo, cobra la carrera y detente en la próxima estación de TM, que yo me arreglo».

    II

    Es cierto que viajar en TM implica un rosario de molestias. El pasajero tiene que sopesar la posibilidad de caminar desde la estación hasta su punto de destino con los inconvenientes que esto implica.

    Expliquemos que la noche bogotana cae sobre el transeúnte como cualquier otra, pero a diferencia de las noches cubanas esta es densa y pesada. El inconveniente –tanto para cubanos como para habitantes de tierras bajas– radica acaso en que no en todas las capitales del mundo se vive un fin de jornada de trabajo a 2 625 metros de altura sobre el nivel del mar. La noche bogotana oprime, desde adentro hacia afuera, como un microondas. Y tal efecto o defecto es otro de los inconvenientes que los antioqueños aducen para sentirse bien en Medellín junto al metro, el metrocable, el tranvía, la bandeja paisa, y Maluma (que nació en Medellín). Tal densidad podría asociarse con la hipoxia, un estado de deficiencia de oxígeno en la sangre, tejidos y células. Tanto de día como de noche caminar de prisa un tramo de 50 metros puede sofocar de una forma súbita y absurda.

    El beneficiario del TM tiene también que enfrentarse al hecho de si está lloviendo, si hace demasiado frío, si se lleva un equipaje trabajoso de acarrear, o si se transita por una zona insegura, ya sea por sucesos anteriores de atraco, o por la presencia de sujetos amenazantes que hacen movimientos repetitivos de autistas y le hablan al aire, o que simplemente le observan fijo desde la sombra de un alero. Es fácil unirse al consenso, cierto o falso, de que en una sociedad violenta (guerrilla, ejercito, paramilitares, narcos) como la colombiana cualquier calle nocturna sin peatones es un territorio al menos impredecible.

    Un consejo fijo que suelen darle los colombianos a los extranjeros tiene que ver con una mano impredecible que puede aparecer de la nada. El consejo es: «guarda tu móvil». Cada vez que un cubano tiene la oportunidad de salir de la isla siempre hay un amigo o familiar o maestro de su hijo que le encarga un móvil. Que le traiga de regalo un móvil, porque en el imaginario nacional los móviles suelen aparecer fuera de Cuba o muy baratos, o incluso en latones de basura.

    Pero a saber por estos consejos de guardar el móvil aquí, y guardar el móvil allá, el cubano piensa que en Bogotá y en el resto del mundo debe ser igual de necesario y valioso tener uno. Y que realmente la telefonía móvil es el único rastro del futuro que llegó. Y que a los bogotanos que pueden salir del país también le encargan móviles sus parientes, porque seguramente afuera aparecen más baratos o en latones de basura.

    Y en efecto los bogotanos salen y entran a las estaciones de TM con los móviles ocultos en alguna parte del cuerpo, bajo los abrigos oscuros. Cientos de miles parecen que hablan solos todo el tiempo, usando los auriculares y micrófonos del manos libres del teléfono. Una encuesta de percepción y victimización en la ciudad, realizada por la Cámara de Comercio de Bogotá, revela que en el primer semestre del 2018 el 18% de los ciudadanos fue víctima de algún delito. Un 20 % ocurrió en el transporte público y a 4 de cada 10 víctimas le sustrajeron el móvil.

    Otra molestia: las multitudinarias horas pico. Un F14 en la estación Calle 100 a las 18:05 aglomera a diario a unas 70 personas frente una puerta de vidrio de no más de metro y medio de ancho. En una estación hay como promedio 20 o 30 de estas aglomeraciones que son más grandes y compactas y reales de las que los cubanos solemos ver. Y decimos reales por una razón meramente connotativa. Una aglomeración es igual en cualquier parte. Son cuerpos contra cuerpos. Quizá la hace más nítida el frío, y los abrigos. Una aglomeración de personas abrigadas chocando entre sí es un batallón de tanques de guerra atascados en un cruce de rio. Súmesele que a esas 70 personas que desean ingresar al TM se le agregan unas 10 o 20 más que lo desean abandonar. Y que tienen, todos, tanto los que salen como los que entran, la certeza de que disponen de no más de 5 minutos para alcanzar su objetivo. Aunque los encontronazos son menos frontales y bocazas que en Cuba, las personas también se empujan y pisotean con saña, sin mirarse, encerrados en sí como autos con parabrisas empapelados en negro. Las mujeres abrazan los bolsos y los hombres sus morrales. Y es tierno y penoso verlos, porque abrazan algo más. Abrazan lo que va quedando de un hogar, un futuro, o la felicidad, buscan ese calor.

    Si alguien llega dos segundos antes de que el chofer cierre la puerta, el usuario no le entrará a golpes al vehículo con la esperanza y el derecho consuetudinario de que le abran. En el TM cuando una puerta se cierra se cerró. Luego ocurre un pequeño milagro: el usuario se resignará y como máximo gesto de desesperación suspirará y mirará el reloj. Tal pasividad en una sociedad donde prima el libre mercado, la competencia instintiva, las ya citadas formas de violencia armada, los cierres de calles… tal pasividad podría tener su explicación en intrincados y caprichosos recovecos emocionales propios de Colombia. Pero ¿y si no? ¿Y si, digamos, que la causa de tal pasividad está en que sencillamente el próximo ómnibus no tardará tanto en llegar?

    Por arte de un sistema de información, que no siempre funciona, se puede leer a la derecha, en un panel electrónico de dígitos rojos, cuántos minutos faltan para el próximo ómnibus de tal ruta. Esto podría funcionar como paliativo a la ansiedad. Asimismo cuando en una parada se genera una peligrosa aglomeración aparece de la nada un bus totalmente vacío. Y simplemente lo logran. El Sistema se remueve y logra eyacular ómnibus de acero, hierro y vidrios de la nada, y son tan reales como que uno puede ser transportado a lo largo de largas avenidas y llegar a tiempo a su destino cuando parecía simplemente imposible.

    Un cubano puede sentir la sensación de que el TM le colabora, aunque no le colabore. Un cubano en TM se siente empoderado sobre algo que no conoce, algo que está ahí, y que lo puede sentir no más. Y siente que de pronto, sin saber por qué, equivocado o no, pudiera vivir tres vidas en lo que un compatriota suyo, allá en la isla, concluye una.

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    Carlos Melián
    Carlos Melián
    Vive en Santiago de Cuba. Las congas lo hacen llorar. No tiene pasión por ningún deporte, pero es fan a Savón, a Rigondeaux (a quien una vez le picó un cigarro), y a Gabriel Pierre el gran pelotero. Cree que el verdaro cronista de la música cubana es Candido Fabré y no Juan Formell. Y que Cuba se divide en esos dos bandos, los de Fabré y los de Formell. A él le gusta más Formell porque tiene tendencias pequeñoburguesas, pero eso no quita que el tipo sea Fabré. Fabré forever. No fuma, pero es picador fula de cigarros. Le da ansiedad ver a una gente fumando, no es que sea un estafador, o que no se le pare.
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