El mango del patio vecino parece un trompo. Pero es así, cuando hay un huracán todo se desperdiga, todo está en el aire. El huracán parece querer recordarnos lo que importa de la vida, lo que no se puede llevar un viento fuerte. Qué cosa tan simple, dicho así parece una bobería. Una filosofía de galletita de la fortuna.
El viento tiró los árboles de 5ta Avenida, los cables del tendido eléctrico, movió los cajones del aire acondicionado de un vecino, pero no puede con dos palomitas que están bajo la lluvia dándose picotazos en sus cabezas grises, con las colas abiertas y empapadas. Pobrecitas.
El viento tiene una voz gigante, una lengua espesa que barre las hojas muertas y arranca las verdes de los gajos… chas, el viento este que no perdona, chas.
No sé cómo esos dos muchachos, unos mulatos que he visto otras veces por la zona y que tienen dreadlocksy camisetas de los Lakers, están abajo de aquel aguacatero, recogiendo los frutos caídos; no sé cómo esa mujer que veo pasar lleva detrás un cuerpo diminuto, un fantasmita con una capa rosa. En qué piensa la gente para salir en medio de tanto viento, de tantos cables que oscilas como serpientes acuáticas dispuestas a morder.
La gente no se quiere la vida, no se la quiere.
En la azotea de las biplantas, después del edificio de las chimeneas de piedra, un chico pombo, detrás de un tanque de agua, intenta robarse las dos palomitas empapadas. Para lograrlo alza una tercera, suya, pero no sabe; la tiene mal agarrada por el buche, no la deja batir bien las alas, llamarlas, y las otras dos palomas, que le dan dos vueltas al chico, se pierden en la tempestad. Se vuelven dos uves lejanas como en los cuadros donde vuelan pajaritos. El chico mira su paloma, mojada como a un pan mojado, mira también el cielo. Parece arrepentido.
Los perros ladran y el viento se lleva los ladridos hasta el mar y los regresa como ladridos de perros gigantescos, haciéndolos rebotar contra las ventanas y las vallas. Así se pasan un rato, los perros y el viento, viendo quién ladra más, quién muerde.
Quiero llamar a mi madre y decirle que estoy bien, pensando de más, cómo siempre, pero bien.
Sin embargo, la llamada no sale, la llamada no llega. No hay conexión. No hay luz eléctrica.
Y afuera el cielo se ha puesto tan morado que parece escrito por Emily Brontë.
No hay luz en toda Cuba, alcanza a decir mi familia, en una llamada telefónica de tres minutos que se escucha clara, como si no hubiera pasado una sola ráfaga, una llamada inexplicable que entra de pronto, como por gracia de Dios.
Lo dijeron en la radio, dice mi familia. Es de noche y no hay luz en toda Cuba. Es una situación excepcional, dicen que dijo también la radio, y que habrá olas enormes en el Norte. No me dicen el norte de qué.
Cuelgan.
Me quedo pensando en las olas enormes, que se levantarán en la noche, en el mar vecino, en el mar que me deja ver todos los días una línea azul celeste desde mi balcón, las olas que se batirán contra el negro espeso de una situación excepcional, de un país excepcional que se ha apagado después de un huracán de categoría tres con vientos de 200 kilómetros por hora.
El cielo sigue teniendo ese color de uvas francesas, morado espeso y pretencioso, casi brillante, perfecto, como son todos los cielos furiosos. No puedo evitar tener miedo. Por suerte me quedan tres velas en alguna gaveta.