Cartel: «Cine cerrado». La Cinemateca no está funcionando. Cine cerrado a cal y canto, cerrado y puntos suspensivos…, sin funciones por más de 365 días. Durante la época de la pandemia no pudimos estar en esa jaula amable, para imaginar otras vidas, para no morir. Para eso existe el cine. Dentro de la sala, oscura y silenciosa, el polvo gris cubría los asientos; de las alfombras emanaba un olor amargo, como un espíritu inamovible, habitando allí, sin permiso.
En la calle, no hace mucho, se hizo una producción con muchos extras; no era una peli de terror, aunque hubo terror, desgarramientos y sangre. Se filmó en medio del ardiente asfalto, y en cada esquina alguien fue golpeado, torció su aliento y se desplomó. Los gatos, criaturas miedosas, se refugiaron en los latones de basura, temblaron sobre las lomas de inmundicia.
Haz memoria, el flashback que tanto te gusta. Podemos seguir las imágenes. Por ejemplo, Marilyn Monroe es la femme fatale en Niágara; una tigresa preparando el zarpazo, el asesinato de su marido. Debe empujar a su amante en las furiosas cataratas. Su vestido rojo, quizá una especie de flamígero dardo envenenado.
Me invitaste esa noche a verla. Fuimos elegantemente vestidos, porque al salir íbamos al bar del Monseñor. Yo tenía ganas de una sangría; tú tomaste un martini seco, con dos aceitunas. Podías costearlo sin ningún problema, pues vendías cortinas hechas con las semillas que recogías los domingos en el Parque Lenin. Te daban cien pesos por encargo.
Sabes bien cuánto nos reímos y lloramos con las peripecias de Charlot en Luces de la ciudad. Igualmente maldecimos a la mujer ciega (creo que tú la llamaste puta desagradecida) que, después de recuperar la vista, y tener su propia florería, se burla del harapiento Chaplin cuando le ofrece aquella flor diminuta, pálida como él. El mendigo, el homeless, era nada menos que su salvador. ¡Qué ironía!
Rememoro la noche de enero de 19… La frialdad nos abrazaba bajando por las aceras húmedas. El viento gélido quería arrebatarnos las bufandas, se colaba por debajo de tu sombrerito de fieltro, regalo de tu hermano.
Querías tener en tus manos el guion de Marguerite Duras. En ese tiempo no teníamos celulares para escribir rápido. Hiroshima, mon amour te fascinó, se te metió adentro, se volvió un imperdible en tu manera de ver el amor, de renombrar las cosas que te rodeaban, los paisajes. No paraste hasta conseguir el filme francés, y juntos lo vimos millones de veces en tu videocasetera.
Hiciste notas con los diálogos y más tarde los recitabas de memoria. Yo posaba desnuda, frente a la ventana sin cortinas, remedando a la mujer que se enamora del japonés, irremediablemente, y camina y camina mientras él la sigue, de noche, por las calles de un mundo irascible, que destruye a los amantes y los vuelve extraños. Aún más perdidos.
Probablemente tuve un trauma psicológico, experimenté esa sensación de caída con Vértigo, de Alfred Hitchcock. Me ardían los ojos al subir los peldaños de la estrecha escalera, casi infinita, en ese dolly zoom; vestida igual a la muerta, que emergió de la opacidad con el traje gris, de extrema sencillez. Fantasma de cabello cenizo, peinado hacia arriba, con un circulito atrás. Mujer irreal, ausente y presente. Volver a caer, no ser ninguna de las dos.
Te agarré la mano al final, estaba triste. Nunca pude entender al personaje de James Stewart, su locura e inconformidad al encontrarse de nuevo con Kim Novak. Dejé de llorar. Entonces te besé en los labios. Nuestros cuerpos comenzaron a girar en la escena. ¿O fue el movimiento de la cámara? Nunca lo sabremos. Ahora todo se va desdibujando; no podemos tocarlo ni olerlo. Así morimos.
El cine, años después, sin el cartelito. Las funciones comenzarán a partir de una semana; hay que poner orden, limpiar, recoger… Pero el polvo gris resiste, es difícil limpiarlo, el polvo se alimenta de la tela. Ya ni siquiera hay alfombras en el piso, solo en los pasillos. El forro de los asientos es verde; las paredes son de un color similar. No es el mismo cine.
En estos momentos, año 2023, queda registrado, en copia certificada, que a pocos interesa venir a ver películas. Esta noche somos solamente cuatro gatos, y el espacio es enorme, con un mar de butacas vacías, interminable. ¿Las estaciones también habrán desaparecido? ¿Acaso hay verano, invierno, primavera?
Me aburro. Ni siquiera conozco la nacionalidad de este filme, sin brillo, con su narrativa anodina. ¿Alguien creerá que me pueden atraer estos temas, llenos de nada? Es imposible. Soy una persona compleja.
No resisto más. Salgo en silencio. Camino por la calle 23 como una sonámbula. La calle es aún más negra, una boca de lobo que me engulle, y yo soy la Caperucita, evadiendo huecos en las aceras, como heridas en la ciudad que nunca sanan.
En el cine La Rampa ya son más de las diez de la noche. Los trabajadores recogen sus bártulos y apagan las luces.
Bello y melancólico tu escrito, Irina. Me gustó tu apreciación del cine… para imaginar otras vidas. Saludos
Magnífico trabajo Irina, me encantó esa atmósfera cinematográfica que se solapa con la realidad difuminando los empalmes… recordé la novela, La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón… y El gran Meaulnes, de Alain-Fournier, donde también se juega con las estructuras del espacio y del tiempo y la magia de la literatura desdibuja las fronteras.
Aquí has hecho algo semejante con la realidad y el cine.
Os dejo un abrazo en las palabras.
Muy triste el cierre de la cinemáteca. «Cuba avanza y eso les duele».
Excelente texto para leer entre líneas otros efectos del horror en el que se nos deshace Cuba. Porque no es por el vértigo del progreso tecnológico que perdimos el cine, ese espacio para escapar (con la sensación dual de experiencia individual y colectiva); no ha sido nuestro caso sino la devastación implacable y sostenida que se ha llevado y se sigue llevando todo: el esplendor de las casas, de las calles, de la gente, la salud de la memoria, refinamientos mínimos que ante la ferocidad de la supervivencia, hoy parecen banales. Las salas de cine de La Habana son parte de la historia de varias generaciones. Y ahora comprendo que la crisis presente es peor que el traumático Período Especial, porque todavía entonces (incluso sin aire acondicionado), los cines estaban abiertos y el público seguía agradeciéndolos.
Un cuadro de aquella habana que cada vez me va resultando tan lejana, pero que guarda ciertos tintes con aquella habana en decadencia que conocí y de la que fui testigo desde mi gestación hasta que la he abandonado, un retrato de todo eso que muchos ya nos hemos perdido, pero que aún tenemos cronistas como tú que nos presenta un cuadro único de un escenario tan original. Gracias, una vez más, estimada Irina.