Alcaraz y las variaciones de lo imposible

    No me gusta Wimbledon. Siempre fue así. No sé si por el empedernido blanco sobre blanco, la petulancia del dogma, la realeza saludando desde la grada, el modo en que se embalsama la tradición. Uno recuerda mejor la belleza del tenis sin esa obcecada repetición. O tal vez sea lo ajeno de mis propias sensaciones. No tengo idea de cuán irregular pueda ser el bote de la pelota sobre la hierba, cómo correr ahí, a qué huele una cancha de césped.

    La Centre Court es la trampa más antigua de los Grand Slams: 146 años en que una larga lista de nombres históricos no ha podido cargar con la copa; llegan hasta el final, la acarician un año y luego no regresan. El escenario verde desarma la apoteosis física que propician otras superficies y exige un tenis más etéreo. Y otra vez Djokovic, otra vez. 

    No vi el torneo esta vez. Hace tiempo los televisores en Cuba no se acercan al tenis, ni siquiera en los hoteles, ni pagando con divisas. Y hay algo que no se transmite en los highlights de redes sociales: los primeros planos, la ilusión de intimidad, la geometría de la jugada.

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    Veinte años no es nada. Poco menos tenía yo cuando dejé mi raqueta para vestirme también de blanco, por diferentes motivos. Cómo se me habrá ocurrido dedicar mi infancia y mi adolescencia a una semilla que no prende en esta tierra. Tenista en Cuba: una aberración del tiempo y el espacio. Pero Carlitos nació en España y en su familia el tenis era cosa de todos los días. 

    La transición es el aliento de las generaciones y, por no sé qué azar místico, Alcaraz se tragó lo mejor de sus predecesores. Veinte años es poco. Tenía 19 cuando hincó la rodilla en la Arthur Ashe para coronarse por primera vez en Queens. La poesía de Carlos es otra; Rimbaud con piernas de mármol, florece en todas las superficies. Pero este poeta no cederá al delirio del éxito ni cambiará de rumbo. La mente es el factor diferencial que arruina o eleva carreras, y Carlos se muestra enfocado, su juego es estable, su ascenso, sólido, y no se detendrá mientras el tiempo le permita mostrar lo que en él se condensa: elegancia e impacto, ecuanimidad, paciencia. Sobre todo, paciencia. 

    Carlitos sonríe, pero no logro distinguir si solo lo hace cuando la prensa mira o realmente es un niño feliz. ¿Sabrá él cómo es la vida de un joven de veinte años, un joven común? Seguro no viste todos los días de Nike, ni muestra un Rolex a la cámara para que los millones contractuales entren en su sitio. La risa de Carlitos no pasa del lente; detrás hay un hombre que envejecerá muy rápido. 

    Se sabe dueño de una fórmula que burla las leyes de la física y no encaja en los desgloses técnicos: un genio natural. Pero hay algo más que lo ha empujado a coronarse en el US Open 2022 y en Wimbledon 2023. Detrás del talento de Carlitos hay un proyecto de élite esculpido de manera artesanal, un equipo cerrado que vela por que solo tenga el tenis delante, sin desviar las intenciones. La ciencia y la tecnología han dilatado los límites físicos y la calidad media de los jugadores en cada uno de los parámetros cuantificables. Ahora es otro el panorama, Carlos pelea sus dos mil puntos en cada uno de los Grand Slams, quiere ser uno de los mejores de la historia, así lo ha dicho, y en un mundo donde el serbio ha ganado 23 grandes, no hay tiempo ni torneos que perder: es la dinámica del rey contra el regicida.

    Alcaraz encuentra la experiencia que no tiene en sus predecesores —«Navratilova me dijo que subiera a la red, le hice caso»—. Posee una genuina inteligencia espacial que no sería suficiente sin un detonante: no es lo mismo ver el ángulo que ir a buscarlo y, con un golpe de gracia, hacerlo punto sabiendo que un solo error puede costar el partido de tu vida. Y, como si fuera poco, tiene encima las gradas apasionadas del sur de Europa, que casi despiden a Nadal y no aceptarán quedarse sin abanderado. Mira a Ferrero, que esconde su cara tras el cuello de su abrigo blanco y no hace gestos notables, pero asiente, siempre asiente. Ferrero conoció en la cúspide del tenis mundial, tuvo lo suyo, y Alcaraz es la obra maestra que lleva bajo su sayo hace cinco años, como para no olvidar el olor de los laureles. 

    Tendremos que romper el hábito de predecir los puntos, de adivinar jugadas con tres tiros de antelación, creyendo que el buen slice o el mejor de los servicios es suficiente para anular a Alcaraz, porque detrás del alarido —como de espanto— de las gradas, o del silencio asombrado, vienen siempre más bolas inesperadas, hasta estallar en salvas de aplausos, más intensos mientras mejor se entiende la imposibilidad física de lo que acaba de ocurrir. 

    Para mí, una cubana que sueña con las grandes canchas, que ocupó 13 años de su vida en el tenis y ha hecho todo lo posible por conservar la sensación tan exclusiva del deporte en muchos formatos de la vida, para una cubana que comete tales desaciertos, el joven Carlitos da rostro a la esperanza de un tenis que no termina en el big four y se siente cercano, contemporáneo, inagotable. 

    Poco hay que agregar sobre Carlos Alcaraz en tiempos en que las pantallas no consienten vidas privadas. Hay retratos y perfiles suyos en toda la prensa, en cualquier idioma. Baste decir que es un joven murciano, que a los veinte años es el mejor tenista del mundo, que las comparaciones no resuelven el dilema de la belleza de su tenis, casi imposible de evocar en forma clara. La gente lo ama y así será mientras ponga el cuerpo a la promesa de más y mejor tenis, mientras diluya con una sonrisa infantil, extrañamente encantadora, los tristes dramas de farándula que, como la lluvia ácida, erosionan lo que toca.