Djokovic y la lluvia dorada de la derrota

    «No, así no, no es ejemplo», dice la gente cuando Novak Djokovic, atleta mefistofélico, escacha su raqueta contra el cemento, luego de una mala devolución en el segundo set de la final del US Open contra el ruso Daniil Medvedev. Pero, ¿por qué no? ¿De qué sería ejemplo, y para quién, no romper la raqueta? Es un gesto verdadero, traduce frustración, furia, impotencia ante la pérdida inesperada de la virtud, y no responde a ninguna corrección moralista o educativa del deporte.

    Me atrevo a aventurar que, si Djokovic no fuera un jugador dispuesto a romper su raqueta frecuentemente, jamás hubiera alcanzado a Roger Federer con veinte Grand Slam, dado que cuando Federer ya acumulaba doce, Djokovic aún no tenía ninguno.

    En ese trío supremo que completa Rafa Nadal, se dice que el suizo representa la elegancia, la danza grácil, el arte de las formas; el mallorquín, la fuerza, el músculo, la desmesura física, y el serbio no se sabe bien lo que representa. Escapa de las antinomias clasicistas y el campo semántico de la erudición no lo puede detectar.

    Fuera del pacto de los dioses, excluido de la repartición dual de los dones míticos, el acuerdo de Djokovic es con el diablo. Quizá no le quedaba más remedio, viniendo de donde viene. De ahí su picardía, el modo en que se desliza y la manera refulgentemente sádica en que te destruye. Por eso no es quien mejor saca, pero sí el que mejor resta. No sirve. Devuelve. Alguien que recogió sus cualidades en segunda ronda.

    Uno tiene la impresión de que su ascenso molestaba, rompía el relato cerrado de la épica occidental, se introducía como un apéndice medio incómodo que obligaba a reescribir lo que ha sido redactado desde siempre. Federer y Nadal encarnan tradiciones exquisitas pero codificadas. A medida que Djokovic ganaba, se volvía inevitable buscar —o, más bien, inventar o encontrar— algún documento predecesor de ese vendaval cirílico que debajo incluso por dos sets, y perdiendo el tercero, genera la impresión de que no lo van a derrotar.

    Tengo que decir que Djokovic me interesa como posibilidad literaria, no tanto como realidad fáctica de premios y estadísticas, aunque no hay estética sin datos. De algún modo, en los últimos años la prensa especializada, los cronistas deportivos y los aficionados, debido a que no ha quedado más remedio, lo han nombrado también príncipe absoluto del tenis, no ya la sombra animal que acechaba permanentemente el desplazamiento apolíneo y las embestidas dionisíacas de Federer y Nadal, respectivamente. Aun así, nadie ha encontrado para él una definición justa, ni siquiera han hallado la composición narrativa que su grandeza merece. Djokovic parece irreductible al lenguaje, y es ahí donde adquiere una altura similar a la de sus contrincantes históricos. Lo que los otros dos llenan con palabras o retórica, Djokovic lo llena con ruido.

    Difícilmente haya un argumento más débil para descalificar a Djokovic que aquel que lo coloca por detrás de Federer y Nadal porque ellos nunca escacharían la raqueta. Parece un intento desesperado de agarrarse a cualquier cosa, y le hace un flaco favor a los tenistas que cree defender. La razón, de hecho, por la que Medvedev es el único representante de la nueva generación que ha sido capaz de derrotar a uno de los Big Three en la final de un Grand Slam, es porque Medvedev es el que sigue los pasos de Djokovic. Un carácter frío, un mesurado punto irrespetuoso que no desconoce el homenaje, contrario a la excéntrica malcriadez del australiano Kyrgios, y el desinterés por cultivar el carisma a través de la obediencia o las buenas costumbres.

    Dos ediciones antes, también en el US Open, Medvedev fue abucheado por el público, y él sencillamente los desafió. Hace unas semanas dijo que haría todo lo posible «para que Rafa, Roger y Novak terminen este año en veinte Grand Slam cada uno». Si había algún joven capaz no solo de echarse esa declaración encima antes del torneo, sino, además, de justificarla en cierta medida, era el ruso. En 2019, llevó a Nadal a cinco sets, y en todo momento deja ver una personalidad que no rinde pleitesías. El resto de la nueva armada —el alemán Zverev, el griego Tsisipas, el austriaco Thiem y el italiano Berrettini— están siempre muy cerca de tomar la cima por asalto, pero probablemente terminan pagando el agotamiento de sus imaginaciones nacionales y la castración que impone la práctica de la reverencia.

    Durante la obtención de su primer Grand Slam, Medvedev fue Djokovic y Djokovic fue Federer o Nadal. Medvedev fue silbado por el público, y Djokovic fue aplaudido y venerado. En la gala de premiación, Djokovic lloró por los sentimientos encontrados que le provocaban la durísima derrota recibida y el apoyo constante de los espectadores. No es un deportista acostumbrado al cariño. Se ha hecho a sí mismo y ha encontrado su estilo compitiendo generalmente contra la grada.

    Lo que Medvedev se robó fue la adversidad. Algo en su juego desarrapado me recuerda los cuadros neoprimitivistas de Olga Rozanova que vi alguna vez en una exposición de las vanguardias rusas en Madrid. En su ensayo «Rusia y el virus de la libertad», incluido en el volumen Historia y utopía, Cioran arroja claves interesantes, e, irónicamente, casi literales, para leer los últimos acontecimientos del tenis y sus posibles reinvenciones jerárquicas.

    Ahí dice que Occidente ha alcanzado un nivel de civilización que solo se sobrepasa descendiendo, y que a veces piensa «que todos los países deberían parecerse a Suiza, complacerse y hundirse, como ella, en la higiene, en la insipidez, en la idolatría de las leyes y el culto al hombre. Por otra parte, únicamente le interesan «las naciones exentas de escrúpulos tanto en pensamientos como en actos, febriles e insaciables, siempre a punto de devorar a las otras y de devorarse a sí mismas», y añade «que los pueblos, no obstante, según otro ruso, Soloviev, no son lo que imaginan ser, sino lo que Dios piensa de ellos en la eternidad».

    Algo similar puede decirse de los tenistas. Escachar la raqueta, entonces, es descargar el trueno que anuncia la lluvia dorada de la derrota.

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.
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    4 COMENTARIOS

    1. Van mis rendidas felicitaciones a Carlos Manuel Álvarez por su excelente e híbrido texto sobre Djokovic: es la mezcla perfecta de géneros que logra describir y explicar su objeto. Soy investigador y escritor colombiano sobre deporte y me siento reflejado en este relato de Carlos Manuel: renovadas felicitaciones.

    2. A Djokovic le adjudican, entre otros tantos apodos, el de Joker. No creo que tenga que ver solo con su nombre. Quizás es que resume a la perfección hasta donde está dispuesto a llegar el balcánico. Lo importante será siempre enviar el mensaje. No importa que arda el mundo.

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