Visita familiar

    Amalia Ochoa calcula que unos 70 kilómetros separan su casa en Puerto Padre, Las Tunas, de la prisión Típico Nuevo, ubicada al suroeste de la capital provincial. Pero lo cierto es que la distancia es menor, por un margen de casi diez kilómetros. Se trata de un comprensible error en el que cae con frecuencia desde hace exactamente 20 días, cuando le permitieron, por primera vez, ver a Carlos.

    Esa mañana madrugó en la parada de la que sale el transporte diario hacia la ciudad de Las Tunas: una camioneta lenta y ruidosa cuyo pasaje cuesta 500 pesos. Terminado ese trayecto, pagó otros 500 pesos para tomar un coche tirado por caballos que la llevaron, a trote ligero, hasta la entrada de la prisión: un conjunto de edificios erigidos junto a la circunvalación que bordea el sur de la cabecera provincial.

    Allí pudo hablar con Carlos un buen rato. Le dejó algunos artículos de aseo, una modesta bolsa con alimentos imperecederos que él debía racionar hasta la próxima visita, y un blíster de Alprazolam que ella, obligada por el desabastecimiento en las farmacias estatales, compró poco antes en el mercado negro por la astronómica cifra de mil pesos. Luego, de vuelta a la ciudad, montó en otro coche de caballos. Esta vez le costó 150 pesos, pero solo porque compartió el recorrido y el pasaje con otros padres que también regresaban de ver a sus hijos. A esas horas avanzadas de la tarde, dice, no hay camionetas hacia Puerto Padre; solo taxis que por el viaje cobran mil pesos.

    Si algo teme Amalia Ochoa es que ese día, el de la visita, haya sido el inicio de una rutina mensual que termine haciéndola marcar crucecitas tristes en un calendario.

    «Todo esto se repetirá cada 21 días, que es cuando le permiten visitas. Aunque yo espero que no, pero eso va a depender de cuándo decidan hacerle el juicio a Carli y de si deciden soltarlo. Yo creo que lo tienen que soltar, porque él no es un delincuente. Él tiene sus ideas y sus cosas, pero es un buen muchacho».

    Le pregunto por su situación económica, luego de hacer en voz alta un cálculo evidente: ese día, solo en el recorrido de ida y vuelta para visitar a su hijo en prisión, gastó poco más del equivalente a un salario mínimo en Cuba. Ella contesta como si le hubiera preguntado otra cosa. La actitud esquiva delata su orgullo. Me habla de la bondad de su hijo: «una bondad muy grande» que le inculcó, asegura, desde su fe cristiana. Amalia, desde que hablamos por primera vez, dejó claro que es una creyente devota y disciplinada en la lectura de la Biblia, de las que pueden citar de memoria el salmo preciso, el que mejor se acopla a cada situación.

    - Anuncio -

    «Mire, yo no soy de las que se queja», suelta de pronto, «porque creo en Dios y a él no le gustan las personas quejumbrosas. Si quiere saber, bueno, yo no tengo entrada económica fija de ningún tipo».

    Amalia Ochoa comienza entonces a hablar de sus tiempos de peluquera, el único empleo estable que tuvo en la vida y, quizás, el único que disfrutó. «Profesional, era peluquera profesional», aclara. Aquellos no fueron años muy prósperos, pero lo compensaba la satisfacción de hacer algo que le gustaba, en lo que se sabía buena. De la nada, comenzó a sufrir un picor desagradable en las manos que no tardó en extenderse hasta buena parte del brazo. La comezón empeoró día tras día y la piel terminó agrietándosele hasta formar heridas profundas. La dermatóloga de la comunidad diagnosticó una reacción alérgica a algunos productos que usaba en la peluquería y le dio a escoger entre ese trabajo y su salud. Ella insistió un tiempo más. Pensó que, tal vez, un buen par de guantes resolvería su problema; pero los guantes comenzaron a escasear y los que pudo conseguir eran de muy mala calidad. Entonces decidió conservar la salud. Se desvinculó laboralmente, al menos de manera oficial, porque la verdad es que empezó a subsistir haciendo negocios pequeños y poco rentables, como comprar grandes carretes de hilo para convertirlos en muchos carretes pequeños y venderlos luego con un diminuto margen de ganancias.

    Recuerda también cuando llamaron a Carlos a cumplir el Servicio Militar Activo y unos funcionarios del Comité Militar local le propusieron gestionarle una pensión. Con su hijo fuera de casa y sin trabajo no iba a poder mantenerse sola, dijeron. Ella habría aceptado, de no ser porque el propio Carlos se negó a que lo hiciera y, muy decidido, le aseguró que ya encontraría la manera de que no le faltara nada a la familia, al menos nada imprescindible. Su hijo, finalmente, fue declarado «no apto» para el Servicio Militar. Una comisión médica así lo determinó luego de leer su historial clínico, demasiado extenso para un muchacho de su edad. «Hipertensión arterial», «Trastornos de conducta», «Trastornos adaptativos», «Tres intentos de suicidio». 

    «Ahora él no está, y yo no tengo familia ni dentro ni fuera del país. Soy yo sola en el mundo con mi hijo y Dios». 

    ***

    Cuando Pedro Carlos Camacho Ochoa era todavía muy pequeño, sus padres se divorciaron. Él quedó entonces al cuidado de su madre y su abuela, en la misma casita de la calle Mártires de La Herradura donde habría de vivir los siguientes años.

    Una noche que Amalia Ochoa no puede encontrar con exactitud en el archivo de su memoria, el niño, pequeño y frágil, comenzó a librar en sus sueños quién sabe qué guerras contra quién sabe qué monstruos. Al llegar la mañana, o en los súbitos despertares que a veces sufría, nunca lo recordaba. No eran simples pesadillas, sino oscuros escenarios oníricos que acá, en la realidad insomne, su madre y su abuela atestiguaban sin saber qué estaba pasando.

    Una psicóloga le dijo después a Amalia Ochoa lo que ella, de alguna forma, ya sospechaba. No se trataba de un simple sonambulismo, eso que en las películas y las caricaturas animadas suele representarse con una corta y hasta divertida caminata inconsciente. El padecimiento de su hijo era otra cosa: un tipo de parasomnia llamada «terror nocturno». Para Carlos, dijo la especialista, las pesadillas eran mucho más vívidas de lo normal, de ahí que su cuerpo reaccionara como mismo hacía en los sueños: daba gritos, llantos, puñetazos, patadas, saltos para huir o defenderse de un peligro inminente.

    —Cuando suceda, tiene que vigilarlo, porque está dormido y puede lesionarse —recuerda Amalia Ochoa que aconsejó la psicóloga.

    A la par de aquellos episodios, que durarían varios años más, Carlos desarrolló la mayoría de los rasgos de la personalidad que mantiene hasta hoy. Su carácter se volvió volátil; era capaz de pasar en poco tiempo de la depresión clínica a la euforia, y sus reacciones ante circunstancias estresantes resultaban casi siempre extremas. La psicología había agotado sus herramientas con él, por lo que, desde entonces, y hasta ahora, iba a ser considerado un paciente psiquiátrico.

    A esta personalidad explosiva la acompañan otros atributos que su madre menciona orgullosa. La perseverancia es uno de ellos, aunque, reconoce, a veces toma la forma de la obsesión y la terquedad. Carlos, por ejemplo, no fue un buen estudiante, excepto cuando encontraba una razón para serlo. Su grupo de Primaria, recuerda Amalia Ochoa, pasó varios cursos sin alcanzar buenos resultados en la evaluación escolar por el mal comportamiento de los estudiantes, hasta el día en que Carlos, quién sabe por qué razón, se empeñó en darle la vuelta a aquella mala racha. Durante meses, se invistió a sí mismo con la autoridad de un comisario severo, y tan a pecho se tomó su papel disciplinario que en poco tiempo el resto de sus compañeros aceptó su mandato, que no abandonaría hasta la mañana en que la dirección de la escuela reconoció que su aula superaba a las demás.

    Amalia Ochoa detiene su relato en el umbral de la adolescencia, da algunas vueltas y salta rápido al año en que Carlos, sin haber terminado siquiera sus estudios en la enseñanza media superior, se fue a trabajar en la construcción de los parques eólicos de La Herradura. El complejo eólico de La Herradura es un proyecto, anunciado por el gobierno con bombos y platillos en 2013, que supuestamente llenaría de molinos de fabricación china un amplio descampado muy dado a las ventoleras en Las Tunas. Sin embargo, más de diez años después, se encuentra solo un poco más que a medio hacer. Finalmente, la muerte de su abuela, ocurrida en 2020, impulsó a Carlos a buscar un trabajo más estable, que no estuviera sujeto a largos periodos de interrupción por falta de recursos para continuar la obra. En 2021 resolvió un empleo como asistente en un centro de aislamiento para pacientes con COVID-19, unos viejos edificios apartados del pueblo que hasta entonces funcionaban como preuniversitario y que ese año, debido a la carencia de espacios en los centros hospitalarios, fueron convertidos en una suerte de reclusorio para posibles enfermos. Carlos transportó medicinas y alimentos allí durante un mes, hasta el día en que le dijeron que no podrían pagarle el salario porque su nómina se había extraviado.

    «Él es muy impulsivo, y lo primero que hizo fue ir a la segunda planta de la estación de policía del municipio, donde están las oficinas de la Seguridad del Estado, a gritar que le debían un salario y que no pensaba trabajar más para el Estado. Por suerte, no pasó nada. Le dijeron que se fuera porque ellos no tenían nada que ver con eso», recuerda Amalia Ochoa, que supo esa historia por boca de Carlos.

    Allí, a esas mismas oficinas que hasta entonces no conocía ni había pensado visitar jamás en la vida, ella iría pocos meses más tarde, en julio, a pedir la libertad de su hijo.

    ***

    Es tarde en la noche y Amalia Ochoa, en la soledad de su casa, pierde el sueño frente a una bolsa de nylon que contiene poco más de una decena de tortas de casabe. Falta una semana para su próxima visita a Típico Nuevo y esto es lo único que ha podido conseguir para su hijo.

    «La situación está difícil», dice, como dicen también millones de personas en la isla desde hace varios años por los apagones y el déficit en el transporte, por la escasez de agua y los derrumbes de edificios, por la precariedad de los hospitales, por la falta de esto y aquello en los mercados.

    Le pregunto si alguna vez pensó en irse de Puerto Padre a una zona más urbana, quizás más próspera, y rehacer allí su vida.

    «No. Yo amo este pueblo. Tiene unas playas muy bellas. Amo el Malecón, su gente».

    Dicen que Puerto Padre es una ciudad portuaria, aunque más bien es un pueblo grande con un puerto, que se ubica en la costa norte de la provincia de Las Tunas. Tiene una población de poco más de 90 mil habitantes: dos tercios viven en los pequeños asentamientos urbanos alrededor de la bahía y el resto en las «afueras», en zonas rurales. Alguna vez fue un lugar próspero. Lo era en la Colonia y, luego, en la primera mitad del siglo XX, cuando se instalaron allí algunos de los centrales azucareros más eficientes del país, y también una comunidad cuáquera venida de Estados Unidos que caló entre la gente del lugar y erigió su propia iglesia, que todavía es una de las edificaciones más icónicas de la zona. Puerto Padre tiene hoy, como tantos lugares en Cuba, inmuebles estatales a medio hacer o a medio demoler, abandonados a la maleza y los escombros. De su largo muelle no queda si no una parte donde, cuando el sol lo permite, se reúnen algunos hombres para pescar. De todos los centrales azucareros solo el Antonio Guiteras se mantiene en funcionamiento.

    Hay, no obstante, muchas casas en buen estado, casi todas reparadas con las remesas de los miles de pobladores que, a lo largo de varias décadas, han aprovechado la cercanía del mar para aventurarse hacia Estados Unidos en balsas improvisadas. Hay también una fábrica de ron, una de helados, otra de tabaco, una salinera y una pescadería. Pero la mayoría de los habitantes apenas tiene acceso al ron, los helados, el tabaco, la sal y el azúcar. El pescado, menos para quienes pescan por su cuenta, solo puede obtenerse a muy altos precios en el mercado negro.

    ***

    «Cara de jeva». Así se decía a sí mismo Carlos para presumir sus ojazos verdes y su cutis liso, perfecto, sin el curtido habitual de quienes viven cerca del mar. Era un muchacho tranquilo, de barrio, que nunca tuvo problemas con nadie, excepto, quizás, con los inspectores sanitarios que durante meses lo atosigaron con supuestos documentos faltantes y trámites imposibles en los tiempos en que él se ganaba la vida como vendedor de alimentos. El suyo era, en realidad, un negocio muy básico: una carreta de latón con una vieja freidora incorporada donde hacía palomitas de maíz en cucuruchos que vendía en el mismo portal de su casa.

    En la mañana del domingo 11 de julio de 2021, sin embargo, no salió a vender, sino que se quedó dentro de casa, pegado a su celular, siguiendo en redes sociales la insólita protesta popular que acababa de iniciarse en un pueblito del occidente del país llamado San Antonio de los Baños.

    —Mami, La Habana se tiró para la calle —dijo Carlos, emocionado. A ella, realmente, no le importaba. Tal vez le respondió con un comentario irónico sobre cómo, por estar viendo videos en Facebook, iba a gastarse en un día el paquete de datos móviles que debía durarle un mes; pero no recuerda.

    —Mami, se tiró Camagüey —dijo poco después, y así, cada tanto, fue anunciando nuevos poblados y ciudades donde la gente, movida por el hambre, los apagones y la escasez de medicamentos en plena pandemia de COVID-19, había tomado las calles en manifestaciones pacíficas antigubernamentales.

    «Entonces se levantó de la silla, se puso los zapatos y me dijo que se iba al Malecón, que allí también había protestas», cuenta Amalia Ochoa. Dice, además, que intentó detenerlo, que le advirtió que no fuera porque de los problemas siempre hay que huir. «Pero no me hizo caso y salió vuelto loco a la calle, alterado, alborotado; no sé».

    Esa tarde noche, y los siguientes nueve días, en las oficinas de la Seguridad del Estado, Amalia Ochoa habría de omitir la escena que vio inmediatamente después desde el portal de la casa. Carlos, frenético, marchaba rumbo al Malecón, gritándole a los vecinos que se sumaran a la manifestación, que al gobierno le quedaba poco, que se iba a caer.

    Pocas horas después, un vecino tocó a la puerta para decirle:

    —Amalia, detuvieron a varios de los que andaban en el Malecón. A tu muchacho también se lo llevaron.

    A diferencia de lo sucedido en otras localidades del país, donde las autoridades se negaron durante varios días a revelar el paradero de los apresados, en Puerto Padre la policía sí informó en tiempo real sobre la docena de manifestantes detenidos. Todos estaban en los calabozos de la estación policial del municipio, mientras sus familiares, en la segunda planta del edificio, rogaban por su libertad.

    —Mire, Amalia, a su hijo esto puede costarle hasta 15 años de prisión —advirtió el oficial de la Seguridad del Estado de mayor rango en la localidad.

    —Pero ustedes no me lo pueden meter preso. Yo estoy sola…

    —Sí, aquí todos estamos al tanto de su situación.

    —Oficial, Carli es bueno, pero se atiende por problemas psiquiátricos. Y por eso a veces se emociona, se altera. Él es así. No piense mal de mi hijo, oficial. Él se fue a esa cosa para chismear, en el brete de muchacho. Usted sabe.

    —No, no es así como usted dice. Carlos no fue al Malecón de chismoso para ver qué pasaba —dijo el oficial, y le mostró una foto en su teléfono móvil.

    «Yo no quiero acordarme de aquello», dice ahora Amalia Ochoa. «A mí se me quería caer el mundo encima cuando vi que en aquella foto, al frente de la protesta, en la primera fila, estaba mi hijo».

    ***

    Excepto por la pésima calidad de las pequeñas raciones de comida que reciben los reos, la prisión de Típico Nuevo es ligeramente mejor de lo que había imaginado.

    «Tienen agua y corriente», dice Amalia, tan seria que no adivino si se trata de un comentario irónico sobre la crítica situación del país.

    Carlos, dice también, mantiene su buen humor, o así cree haberlo visto el día de la primera visita. Está convencida de la fortaleza del carácter de su hijo; confía en que él sabe cuidarse, en que nadie le hará daño. Amalia Ochoa interrumpe de pronto la conversación. Pasan varios minutos. Después, cuando la retoma, entiendo que decidió tomarse su tiempo para soltar esta frase que me parece una maldición, una profecía, la lectura de una runa antigua que advierte de un futuro inevitable:

    «Solo él puede hacerse daño».

    Desde inicios de abril de 2024, una abogada intenta que se le realice a su hijo un peritaje médico. Para ello, cuenta con aquel historial clínico, mucho más extenso ahora, por el cual unos doctores decidieron que Carlos no podía cumplir el Servicio Militar Activo.

    Los tres intentos de suicidio de Carlos ocurrieron durante su adolescencia. El segundo y el tercero, aunque fueron una copia del episodio inicial, apenas llegaron a concretarse gracias a la estricta vigilancia que su madre mantuvo sobre él en aquellos años difíciles.

    «El primero, el peor, ocurrió en 2013, cuando él tenía 15 años. Se encerró en el cuarto y tragó todas las pastillas que teníamos en el botiquín de la casa. Gracias a Dios lo encontré a tiempo, pero estaba ya inconsciente y convulsionando. Como esa vez casi se me muere, lo ingresaron».

    Hace apenas unas semanas, Amalia Ochoa fue llamada a declarar en el departamento de instrucción penal de Puerto Padre. Días antes, el pasado 2 de abril, un grupo de agentes de la Seguridad del Estado irrumpió en su casa ilegalmente para registrarlo todo y encontraron entre las cosas de Carlos un folleto impreso con la «Declaración Universal de los Derechos Humanos». Ahora querían saber qué hacía ese papel en su posesión y si ella tenía algo que ver. Luego de someterla a un interrogatorio, la dejaron ir. Tiempo después, Amalia me confesaría que el folleto, en realidad, era suyo.

    «Pero ese día cometí un error. Puse mi teléfono en silencio y me olvidé de que Carli tenía permiso de llamada. Estaba muy nerviosa por lo del dichoso papel ese, imagínese. No pudimos hablar hasta pasados dos días. Entonces me peleó y me dijo que eso no podía volver a pasar porque él pensaba que me habían metido presa, y ya tenía pensado, si no le contestaba la llamada, coserse la boca en protesta. Y sí, Carli es capaz. Para él es fácil autolesionarse. Ya lo hizo, no hace tanto. Se peleó con un guardia que no sé bien si lo ofendió, o cómo fue, pero mi hijo terminó cortándose las venas con lo que tenía a mano y tuvieron que atenderlo. A mí, si le soy sincera, no me gusta hablar de estas cosas».

    ***

    A finales de 2023, Carlos, harto de las discusiones con los inspectores de sanidad, ya había abandonado la venta de palomitas de maíz para trabajar como cantinero en un bar del pueblo. El nuevo empleo le dejaba buen dinero y le agradaba. Por entonces, además, había retomado los estudios para conseguir el 12vo grado de escolaridad. Por primera vez en mucho tiempo se le veía del todo feliz, tanto que su madre pensó que quizás aquellos nueve días en prisión y la multa de tres mil pesos por participar en las protestas del 11 de julio de 2021 lo habían escarmentado. Pero en realidad, confiesa ahora Amalia Ochoa, desde entonces sabía que la tranquilidad era solo un espejismo, una idea que se repetía a sí misma para engañarse y no ver lo que estaba pasando ante sus ojos.

    Cuando Carlos fue liberado de los calabozos de la estación de policía, se le impuso un régimen de seguimiento por parte del jefe de sector, que iba cada tanto a la casa para entrevistarse con él y preguntarle, básicamente, si sabía sobre reuniones clandestinas entre algunos de los manifestantes que no pudieron atrapar las autoridades o no habían sido condenados a prisión por algún motivo. El jefe de sector también lo seguía cada vez que salía a la calle; estaba siempre ahí, muy cerca, vigilándolo, o eso le contó a su madre.

    «Un día se cansó de todo eso. Me parece estar viéndolo ahora mismo. El jefe de sector estaba aquí, en la casa, y Carlos le dijo que estaba cansado de ese seguimiento. Agarró de arriba del refrigerador una libreta y un lápiz, le preguntó al jefe de sector su nombre, apellidos y chapa de policía, y amenazó con hacerle una denuncia a nivel provincial por acoso. Y la verdad es que el jefe de sector no fue más por la casa», recuerda Amalia.

    Lo citaron a varios interrogatorios y al menos dos veces fue detenido por la policía. Ambas ocurrieron de noche. En una, sin muchas explicaciones, la patrulla pasó frente a su casa, lo encontró a la entrada del portal, y lo arrestó. Fue liberado pocas horas después. Supuestamente, dijeron, fue una «confusión». La otra sucedió el pasado 17 de febrero. Carlos hablaba por teléfono a esas horas con su novia, que vive a unos 20 kilómetros de ahí, cuando un policía pasó justo frente a él.

    —Espera un momento, mi amor, que hay un chivatón pasando por acá —declaró luego el policía que dijo Carlos. La novia, que al día siguiente fue con Amalia Ochoa a buscarlo a los calabozos, juró que no había sido así. Se libró de una acusación por «desacato», que le habrían atribuido no tanto por haber dicho eso del policía como por haberlo enfrentado y filmar su encontronazo. Antes de salir de la estación policial, le impusieron una multa de mil pesos.

    @miki_cfgs_101 Puerto Padre , Las Tunas , Cuba #abajoelcomunismo #Candelaal26 #CubaPrimero #SinSal #Cuba #NOSECALLEN #MuerteAlPCC #vivacubalibre #NOSECALLEN ♬ sonido original – Miki Terrori

    Esos encuentros con la policía, la actitud retadora de Carlos, y alguna que otra conversación telefónica que discretamente escuchó a medias, hicieron entender a Amalia Ochoa que lo sucedido el 11 de julio de 2021 solo había radicalizado las posturas políticas de su hijo.

    «Yo me mantenía al margen de sus asuntos. Soy muy respetuosa con eso. Yo enseñé a mi hijo en el cristianismo, en la neutralidad, en la espera de Cristo, como dice en Daniel 2-44: “Y en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que será jamás destruido ni entregado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre”».

    Ella prefirió mirar a otro lado, hacer como que ignoraba las publicaciones antigubernamentales de su hijo en Facebook, como que su despiste era tal que no sabía que Carlos era ya miembro y coordinador provincial de un movimiento opositor llamado Cuba Primero.

    Cuba Primero es un movimiento de activistas, con miembros dentro y fuera de Cuba, que promete crear las «condiciones» para el «Día Cero», es decir, el día en que caerá la dictadura cubana. En su página web, al menos hasta mediados de mayo de 2024, están publicados los nombres de cerca de 150 miembros —según la misma organización, existen muchos más, aunque prefieren actuar desde el anonimato.

    Su slogan reza: «hay que poner a Cuba Primero». Su misión explícita es sumar personas que estén en contra del régimen y hacer alianzas con otras organizaciones y partidos opositores que compartan su «visión» y su «estrategia de lucha». Sin embargo, no se deja muy claro en qué consiste su visión y su estrategia de lucha; se conoce, eso sí, que no está comprendido el uso de la violencia. El movimiento tiene también algo de club, de marca registrada, pues establece la exclusividad de pertenencia de sus miembros. Su líder es Armando Labrador, un próspero empresario cubanoamericano radicado en Florida, conocido por ser el propietario de My Cosmetic Surgery Miami, una clínica especializada en cirugía estética en cuyos anuncios se ofrecen servicios como «aumento de senos», «labioplastia» y «levantamiento de glúteos brasileño». Labrador se reveló como activista político en 2020, cuando lanzó una convocatoria abierta para músicos cubanos que quisieran cantar «Cuba Primero», un tema escrito por él. El resultado fue un videoclip que pasó con más pena que gloria y fue objeto de burla en redes sociales, sobre todo por la escena en que un tiburón barbudo con una gorra verde olivo, hecho a través de un cuestionable CGI, devora a unos balseros también generados por computadora.

    La membresía de Carlos era pública. A veces aparecía en los programas en vivo de Cuba Primero, transmitidos en Facebook desde Miami, informando a través de videollamada sobre su trabajo en la organización y dando cuenta, orgulloso, de algún nuevo miembro que había logrado captar en Las Tunas.

    Amalia Ochoa no sabe si fue esa la razón por la que el 2 de abril de 2024 varios agentes de la Seguridad del Estado fueron a su casa para capturarlo. Ese día, cuando vio desde la ventana los dos autos estacionarse bruscamente, Carlos se marchó corriendo por otra salida. Después de un exhaustivo registro, le dejaron a Amalia una citación para su hijo, quien debía presentarse a la mañana siguiente en la estación policial.

    «Después lo convencí de que se entregara y fuera al otro día a la estación de policía. Él me hizo caso. Yo no sabía que ahí me lo iban a agarrar para meterlo preso», confiesa la madre.

    ***

    Faltan pocos días para que Amalia Ochoa vuelva a ver a su hijo. Eso la alegra un poco, aunque confiesa que no sabe cómo decirle que no pudo cumplir lo que le prometió en los minutos finales de la primera visita.

    «Carli es bueno, pero a veces es un poco extremo, pienso yo. Él está como con otros siete muchachos allá adentro, esperando fecha para el juicio, y a algunos los conoce. Esa vez me dijo que uno de ellos no tiene nada porque nunca le pueden llevar nada, y que ayudara a su familia. Pero es muy difícil eso que pide, porque, si no tengo para mi propio hijo y para mí, ¿qué puedo compartir?», dice.

    Amalia Ochoa me cuenta que ha pasado los últimos días en casa de una vecina desconsolada por la muerte de su hijo. Se trata de Mario Alberto Céspedes Pérez, un empleado del centro municipal de Higiene y Epidemiología que trabajaba, además, como colaborador de la Unidad Territorial de la Seguridad del Estado en Puerto Padre. Mario Alberto, padre de tres hijos, viajó a Moscú hace más de un año. La pobreza y su situación de migrante indocumentado lo forzaron a alistarse como mercenario del ejército invasor en Ucrania. Allí murió, dicen, en una escaramuza ejecutada por drones. 

    Intento contener el impulso de preguntarle a Amalia Ochoa cómo asimila una situación tan extrema como es tener un hijo preso por motivos políticos y compartir el luto de la madre de un represor del gobierno. Ella, adelantándose, dice: «Hay demasiado dolor por acá y a cada uno le toca librar sus propias batallas».

    No le falta razón, supongo.

    spot_imgspot_img

    Newsletter

    Recibe en tu correo nuestro boletín quincenal.

    Te puede interesar

    Podcast LMP| Un día en la vida: Inés

    Inés es una profesora de la Universidad que viene de una triste etapa. Divorciada y con dos hijos, a sus 52 años se siente sola y cree que ya no habrá espacio para el sobresalto del amor. Resuelta a dedicarse tiempo, una tarde se va al cine. No sospecha qué historia le espera en el invierno leve de La Habana de finales de siglo.

    Lino, el semidiós

    A los cinco años, Lino era capaz de levantar mucho peso, más que cualquier otro niño de su edad, y a los siete, dice, contaba con la fuerza suficiente para arrancar con sus manos una ventana o quebrar una mesa de madera con los puños. Por entonces dejó de golpearse el cuerpo con un palo de escoba para hacerlo con un martillo, y probar así sus límites.

    Kelly Martinez-Grandal, poeta ganadora de la Beca Cintas 2023: «La vida...

    La escritora Kelly Martinez-Grandal (La Habana, 1980) es una mujer de...

    Memories 

    Lo que vemos son formas y texturas altamente estilizadas y enigmáticas. Objetos y paisajes del sueño; nunca irreconocibles del todo, persistentes en su extrañeza esencial.

    Leandro Feal, el fotógrafo ninja

    Si le preguntas a Feal cuáles son los temas de su trabajo, te dice que la noche, la fiesta, y sigue: «Siento que pertenezco a una tradición de cine documental de los sesenta, de esa fotografía avant-garde». Suma estos temas: «Mi generación de artistas, La Habana, la resistencia cultural, lo friki, lo alternativo, ciertos espacios de libertad en Cuba...». 

    Apoya nuestro trabajo

    El Estornudo es una revista digital independiente realizada desde Cuba y desde fuera de Cuba. Y es, además, una asociación civil no lucrativa cuyo fin es narrar y pensar —desde los más altos estándares profesionales y una completa independencia intelectual— la realidad de la isla y el hemisferio. Nuestro staff está empeñado en entregar cada día las mejores piezas textuales, fotográficas y audiovisuales, y en establecer un diálogo amplio y complejo con el acontecer. El acceso a todos nuestros contenidos es abierto y gratuito. Agradecemos cualquier forma de apoyo desinteresado a nuestro crecimiento presente y futuro.
    Puedes contribuir a la revista aquí.
    Si tienes críticas y/o sugerencias, escríbenos al correo: [email protected]

    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
    spot_imgspot_imgspot_img

    Artículos relacionados

    Podcast LMP | Un día en la vida: Danais

    En la noche del sábado 10 de julio de 2021 el calor es insoportable. Danais se va a dormir molesta por el apagón, los mosquitos y lo difícil que se ha puesto todo. Ella cree que algo tiene que pasar. Sin embargo, todavía no es consciente del domingo que le espera.

    Maykel Osorbo: «Si no me cuido yo, me fracturan»

    Entre los integrantes del Movimiento San Isidro, probablemente ninguno haya torcido tanto su destino como Maykel Osorbo, un tipo inaudito que atravesó todos los círculos de la violencia, escapó de su anillo constrictor y se transformó en apenas unos años, específicamente entre 2018 y 2021, en un emblema y un símbolo de resistencia dentro de la oposición cívica cubana.

    Pedro Albert Sánchez, el profe, el predicador, el prisionero

    Pedro Albert Sánchez es abiertamente «cristiano». Algo de mártir tiene. Y también de profeta. Cada una de sus acciones, consideradas «exitosas» solo en un plano simbólico, tributa al orgullo de haberse mantenido fiel a sus ideas. El profe condensa en sí mismo todo el imaginario cristiano. El sacrificio es su satisfacción.

    Esposa del preso político José Daniel Ferrer logra visitarlo por solo dos minutos

    Ortega Tamayo subrayó que este lunes pudo encontrarse con su esposo «por muy poco tiempo», y recordó las amenazas y represalias que ella ha sufrido por exigir verlo y denunciar públicamente las violaciones de los derechos de su familia y de Ferrer, quien no puede recibir visitas matrimoniales y familiares desde hace más de un año y tampoco tiene acceso a llamadas telefónicas.

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí