Lucía quería emigrar desde niña a Estados Unidos. Primero porque ahí terminó su padre. Décadas después, sus dos hermanos y todos sus sobrinos. Años más tarde, su hija. Acumulaba en su pasaporte visas denegadas y una nostalgia cada vez más opresiva. No se ganaba el bombo, ni le llegó el parole, ni logró obtener la ciudadanía española.
Solo llegó a materializarse su salida rumbo a Nicaragua, cruzando fronteras como una ilegal, con gente desconocida. Antes había vendido su casa con todo lo que pudo levantar y construir a lo largo de una vida, gracias a la puntualidad de las remesas, pues su salario de profesora nunca alcanzó a cubrir ni lo más básico.
Dejó su adorada gata de dieciséis años con una amiga. Envolvió los álbumes de fotos y cartas viejas, amarillentas, las confinó en una caja a la espera del día en que pudiera volver, ya con residencia americana, y cargar con todo lo que necesitara. Sin culpas, sin miedos, con esa naturalidad que ha visto siempre en los europeos. Para ellos, montar un avión es casi como abordar un automóvil.
Los cubanos no. Hemos crecido traumatizados. Sentimos que el espacio exterior es dudoso, inconsistente. Que el aeropuerto es una zona prohibida, (o al menos restringida), donde solo una alta dosis de dolor define un cambio verdadero. No nos vamos de vacaciones. No nos vamos felices. La exaltación cuesta una renuncia enorme, ignorar gran parte de lo que abandonamos. Y gran parte de lo que nos espera.
Sin embargo, al abordar un avión por primera vez, Lucía parecía feliz como una niña. Qué importaba que ya tuviera 72 años. En California tendría a su nieta, una alimentación sana, aparatos para hacer ejercicios en el patio de la enorme casa de su hija, con dos pisos y piscina. El viaje clandestino resultó seguro, a pesar del atropellamiento, la velocidad desmedida de carros a media noche, el móvil apagado para no ser detectados, la espera en moteles donde todos los huéspedes son también emigrantes y comparten la aprensión y la fe en que la meta está casi al alcance de la mano.
Cruzó en un vértigo cuatro países, sin tiempo para pasear, hacer fotos, acumular impresiones. Eran solo estorbos antes de la llegada a su destino. Atravesó el río Bravo como eslabón de una cadena de gente que se ayudaban unos a otros y al pisar suelo estadounidense tuvo un ataque de asma y la presión arterial se disparó. Los guardias de inmigración le cayeron encima y la cachearon como a una terrorista. Fue rápido. Al verla tan mal, enseguida avisaron a un médico.
En cuanto se recuperó un poco, la dejaron salir. No estuvo ni siquiera un día en el centro de detención de inmigrantes de San Antonio. Le devolvieron su pasaporte y el bolso con sus medicinas. Le asignaron fecha para una cita de inmigración y llamaron a su hija. Pensaba comprarse un carro para pasear con su nieta y llevarla adonde quisiera. Estaba dispuesta a trabajar en lo que fuera, cuidando viejos o niños, limpiando pisos. El encuentro y los abrazos con su familia quedaron registrados en un video que subió a Facebook.
El cansancio debió disolverse en la nueva cama grande y confortable, o con la abundante comida (aunque, no sabe por qué, excepto el chocolate nada tiene el sabor que ella esperaba). Ay, este cansancio después de tres meses, en las piernas, en la espalda, en la disnea de todas las mañanas. Quizás por el aire húmedo, por los aromatizantes que usan aquí para la limpieza. Los paseos a las tiendas, a restaurantes, a lugares de recreo se fueron espaciando.
Se despierta sola, la nieta ya tiene novio y apenas para en la casa o, si está, casi no sale de su cuarto. Su «niña» ya no habla español y ni siquiera recuerda que le decía «mami». El yerno es amable y trata de bromear con ella, pero no sabe por qué lo siente extraño, casi desconocido. Todos se van temprano y, para espantar el silencio, enciende el televisor inmenso de colores vibrantes. Se aburre enseguida. Si hay buen tiempo, sale a recorrer el barrio.
Algunas casas son imponentes. Casas de postales o de cuentos de hadas. Todas cerradas, sin gente en los jardines, por las calles no camina nadie, si acaso algún que otro homeless, y su hija le ha prohibido que interactúe con ellos. Lo que más le gusta son los árboles repletos de flores violetas, que de algún modo le recuerdan a los framboyanes. Más allá está la avenida con un tráfico tupido, y la hija le ha dicho que «aquí hay accidentes a diario, mamá, estás loca, no quiero perderte, cuando quieras ir lejos mejor coge guaguas, son puntuales y están casi vacías…»
En las noches, y aunque sea verano, se cubre con una colcha, porque el aire acondicionado lo ponen tan fuerte. No puede abrir una ventana, respirar la noche, escuchar los ruidos de las casas, recordar que hay vida alrededor. Se acuerda de su gata, que siempre dormía con ella, tan pegada a su pecho (la vecina le dice que está triste y casi no come). Se pregunta si podrá traerla y si la pobre resistirá el viaje. Y cómo abordar con su yerno el tema de gastar más dinero. Ella quiere ayudar, pero cómo. Para empezar a trabajar tiene que normalizarse la presión, el azúcar, tiene que desaparecer el asma.
Se acuerda de su casita, del olor profundo y delicioso de la leucaena en la acera del frente, el radio de su sombra que cobija a quienes juegan dominó en la esquina. Las voces, los chistes, las malas palabras. ¡Todo en castellano! Espera que los sollozos se lleven la fatiga, que le traigan la fuerza para adaptarse a este país ajeno. Quisiera huir, pero no puede. Su hija pagó 10 mil dólares por traerla (la venta de su casa no pudo compensar casi nada). Y todavía faltan los trámites con abogados, y Cuba quedará aún más lejos, totalmente inaccesible en cuanto pida asilo político con argumentos falsos, que tiene que acabar de memorizar.
Le parece que ha perdido lo único que era realmente suyo y que no pudo meter en la mochila con que subió al avión. Algo intangible. Inexplicable. Algo que no puede compartir con los de acá, que esperan agradecimiento, ni con los de allá, que la envidian tanto. Algo que se atora en el pecho como si fuera a romperla y le da más miedo que todos aquellos recorridos en que evadía a la migra, con el móvil apagado por lugares extraños. Algo que se agrava de noche, al correr las cortinas y mirar las estrellas por los cristales.
Un vacío que no había sentido nunca, ni cuando la engañó su primer novio o la abandonó el padre de su hija. Ni siquiera con el dolor más grande, cuando murió su madre. Algo que está obligada a escurrir con manos nerviosas, a replegar en un bulto tan pequeño que pueda disolverse, ¿quizás mañana con una pastilla, o dentro de unos meses, con antidepresivos? Neutralizarlo, descomponerlo, como a un malestar físico. Porque es preciso que nadie, jamás, llegue a descubrirlo.