A veces hay que ser sincero con uno mismo

    —Pero tú eres cubano, ¿no?

    —Sí, lo soy.

    —Me habían dicho que eres periodista.

    —Así es. Periodista. Ya no tanto, la verdad. O sea, escribo muy de vez en cuando.

    —¿Y cómo están las cosas en Cuba? Creo que he oído que han empeorado. ¿Es verdad?

    Cuando algún desconocido —casi siempre amigo de amigos— se le acerca para iniciar una conversación, el orden de las preguntas es más o menos este. Así que aprendió a soltar también una misma tanda de respuestas desganadas y secas, con la esperanza de acortar la introducción y llevar la charla a lugares que le parecen más interesantes, es decir, lo más lejos posible de su país. En realidad, hubo un tiempo en el que el periodista disfrutaba medianamente hablar de Cuba y sus cosas («hay una escasez extrema de alimentos, de combustible, de todo», «tantos se han ido en lo que va de mes…», «hay mil y tantos presos políticos»), pero en cuestión de un año el tema dejó de resultarle agradable. Sucedió cuando comenzó a imaginarse a sí mismo como un evangelista de la desgracia nacional cuyo discurso, más que explicativo, resultaba una enumeración vacía de miserias, una perorata triste que pretendía el asombro y la lástima del escucha.

    No obstante, el periodista percibe una genuina curiosidad en la persona que ahora tiene delante. Piensa que solo por eso merece una respuesta diferente, una buena. Pero ¿cómo le deja claro el absurdo de su país? ¿Cómo le explica que comer dos huevos a la semana hoy es un lujo que no todos pueden darse allá, y que esa es solo la punta de un iceberg de mierda? ¿De qué manera le dice a este sujeto, seguramente de izquierda, que aquello no es ni fue socialista; que use —si tiene— la camiseta con la foto del Che que guarda en el closet como usaría otra cualquiera y que escuche las canciones de Silvio Rodríguez con la misma actitud con que escucha el último éxito de Bad Bunny? ¿Cómo hacer para que no se rasque la cabeza cuando le diga que en un país donde un par de huevos resulta un privilegio hay calma, inquietante, nerviosa, pero calma al fin? El periodista se toma su tiempo para al final darse de bruces contra el hecho de que es él quien no entiende. No sabe en qué momento se volvió tan ignorante en temas cubanos…

    —Sí, está muy mal el país.

    —Alguien me dijo que el Estado te perseguía por ser periodista.

    De esto sí podría hablar un buen rato. Lo recuerda todo con lujo de detalles, pero no por las razones que cualquiera podría suponer. No hay trauma, no hay dolor, o al menos no ahora. Si el periodista recuerda tan bien es porque desde hace un tiempo practica una rutina de ejercicios de memoria con la que ha pretendido mantener vivo su odio a la dictadura. Alguna vez la odió mucho, muchísimo. El castrismo en general, y en especial aquellos sujetos de la Seguridad del Estado que le hacían insoportable vivir en su país, eran dianas de sus peores deseos. Los culpaba por la separación de su familia, por impedirle seguir haciendo el trabajo que tanto amaba, por haber usado a su esposa como carnada en sus chantajes. Y ahora, más de dos años después, se obliga a odiar. Este giro radical no se explica en el perdón, que le parecería un gesto de debilidad, sino en la indiferencia y el olvido, que el periodista entiende como cosas más graves, casi como una traición. Vacila un poco, pero luego se avergüenza del speech que tenía preparado. ¿No sonaría ridículo confesarle a un mexicano que unos tipejos le impedían salir de su casa, lo detenían, lo interrogaban mediante parodias del clásico «policía bueno y policía malo», le cortaban el acceso a Internet y lo amenazaban con la cárcel y con jamás salir de Cuba? ¿Qué tan terrible se escucha eso en el país donde más periodistas asesinan, donde el Estado tiene las manos manchadas de sangre, mucha sangre, donde se tortura, se viola, se descuartiza y se dispara sin miramientos y con la certeza de la impunidad?

    —Sí. Digamos que me molestaban.

    —¡Uy, qué horror! Pero, bueno, ya estás bien aquí, ¿no? O sea, te va bien en México…

    —Sí, muy bien. Me gusta mucho México.

    —¿Y la gente se manifiesta allá? O sea, entiendo que es una dictadura, pero… ¿toman las calles?

    —Bueno…, en julio de 2021 hubo protestas masivas. El gobierno las reprimió. Hay gente en prisión.

    —Sí, sí, escuché de eso. ¿Y crees que vuelva a suceder algo así?

    Hace ahora una pausa más larga. Mira hacia arriba, como si calculara variables y probabilidades, cuando en realidad piensa en todo lo que quisiera decir y no dirá. Piensa, por ejemplo, en que no había habido nada similar a las protestas de julio de 2021 desde que Fidel Castro tomó el poder, y en que a estas alturas es bastante improbable que haya una segunda vez. Piensa en el hecho de que ya abandonó toda esperanza de un cambio radical en Cuba; que no es la democracia lo que se tendrá que construir desde cero en la isla, sino la isla misma; que el castrismo caerá, sí, pero muerto de inanición, cuando ya no tenga gente de la que alimentarse porque todos, como él, prefirieron huir. Piensa, además, en lo mucho que desea estar equivocado y en el placer inmenso que sentirá el día que la Historia termine escupiendo en su cara y lo abofetee por pusilánime y derrotista.

    —No sé.

    Respuesta seca. Siente que ha quedado como un impertinente o, peor, como un tipo totalmente desconectado de la realidad de su país. Cree que el otro, decepcionado, pudiera pensar: «¿No era que este es un exiliado?».

    Pero no.

    No lo es.

    ***

    La facilidad con que se asume la categoría exilio le sorprende. Lo mismo en ciertos medios que en dramáticas y furibundas publicaciones de redes sociales, el exilio de los cubanos se proclama como un sello de identidad irrefutable: «somos cubanos, hablamos español, somos exiliados». La condición política parece definir tanto o más que el país de origen cuando se construye comunidad. Unos se van porque no soportan los apagones y porque cualquier otro lugar desconocido les parece mejor; otros para reunirse con sus padres, hermanos, tías, primos…; otros para desde afuera facilitar la vida de sus padres, hermanos, tíos, primos; otros porque les gusta lo que ven en las películas y se imaginan regresando del supermercado a casa en un auto moderno, cargados de bolsas de papel repletas de comida; otros porque amenazaron con encerrarlos debido a «cuestiones políticas», o porque esas amenazas se hicieron realidad y ahora, ya en libertad, han confirmado que no quedaba nada para ellos en la isla. Y pese esta variedad de razones, todos o casi todos dicen ser ciudadanos orgullosos de ese país llamado Exilio.

    El periodista no. Él se considera apenas un emigrante; de hecho, uno privilegiado si se compara con la inmensa mayoría de los latinoamericanos que no tienen a su alcance la heroica condición del exilio. Y siente que no debería avergonzarse por ello. Le han intentado colgar la medalla de exiliado varias veces, y alguna vez se creyó digno de llevarla. Sin embargo, más tarde descubrió un método infalible para saber, por fin, qué era. Bautizó este método como estatus migratorio personal, un procedimiento muy sencillo que implica recordar qué fue lo primero que realmente lo maravilló. 

    Poco después de escapar de Cuba, el periodista se conectó a Internet en casa de unos amigos que lo acogieron. Quería saber cómo iban las cosas en su país. La Habana, por lo menos, estaba revuelta entonces. Comenzaba la Huelga de San Isidro y el periodista no se despegaba de su móvil. Incluso pudo hablar con algunos de los huelguistas y con ese material escribir en dos horas una nota rápida para un periódico extranjero. Al llegar la noche se dio cuenta de que había hecho todo aquello sin la ayuda de un proxy. Leyó cuanto publicaban la revista en que trabaja y otros medios cubanos independientes sobre lo que sucedía en San Isidro sin necesidad de burlar la censura del régimen, y le pareció sorprendente. Por un momento creyó que maravillarse con una dosis tan mínima de libertad le confería inmediatamente el estatus de exiliado. 

    Pero todo cambió a la mañana siguiente cuando se aventuró a caminar algunas calles en busca de un cepillo dental y se encontró un Oxxo —que es una cadena de tiendas de conveniencia extendida por todo México donde se vende desde arroz y frijoles hasta salchichas, aceite de soja, pan, huevos, cigarros, alcohol y café de no muy buena calidad… Ahí estaba todo a lo que aspira el cubano promedio para creer, finalmente, que vive con algo más que «dignidad». Ante aquellos anaqueles repletos fue cuando realmente se sintió maravillado. Sospechó entonces que, tal vez, lo que más harto lo tenía de Cuba era la escasez perenne, y que la persecución política solo había precipitado la inevitable decisión de emigrar que desde mucho antes se escondía en su cabeza. 

    ***

    Pocas cosas le molestan más que el victimismo. Se niega a escribir largos posts en Facebook, como esbozos de crónicas patéticas, sobre la xenofobia y la triste condición del exiliado/emigrante. 

    No. Nunca.

    Primero, porque el periodista es un emigrante privilegiado que ha tenido la oportunidad de conocer a otros que no lo son, personas cuya condición exige un mínimo de respeto. Segundo, porque lamentarse nunca ha resuelto nada, no visibiliza nada, y porque no será él quien dé a conocer una realidad de sobras conocida. ¿Qué va hacer? ¿Descubrir a estas alturas la xenofobia o el racismo y poner dos o tres frases lacrimógenas, muy trabajadas, para dar un poquito de lástima? ¿Hacer capital de la queja? ¿Facturar, si fuera posible, gracias a la fugaz compasión que se permiten los biempensantes o al interés de algunos en mostrar al exiliado como espécimen exótico o como prueba fehaciente del fracaso del comunismo? Tercero, porque su privilegio no es tal solo con respecto a otros migrantes, sino también a la mayoría de los mexicanos, gente pobre a la que la estructura inamovible de una sociedad desigual mantendrá en la miseria sin importar cuánto trabaje. Cuarto, porque es, aunque cada vez menos, un periodista, es decir, alguien que no debería ocuparse tanto de contar sus dramas personales como de narrar las historias de otros.

    ***

    —¿Has ido recientemente a Cuba?

    —No.

    —¿Por qué? ¿No te dejan entrar?

    —No sé. 

    El otro levanta sutilmente una ceja, como si no entendiese la respuesta o no la esperase, o ambas. Pero el periodista ha dicho la verdad. 

    Salió de Cuba inmediatamente después de un interrogatorio donde le prometieron una caja china de prisiones: una celda dentro de una isla con todas las salidas cerradas para él. Ya en México, cuando imaginaba que tal vez se trataba de una intimidación barata y que no escapó, sino que lo dejaron marcharse mientras un agente de la Seguridad del Estado observaba satisfecho cómo atravesaba Migración en el minúsculo aeropuerto de Camagüey, le contaron que durante los sucesos de San Isidro colocaron una posta de tipejos para vigilar los bajos del apartamento de sus padres. La duda sobre la naturaleza de su salida del país quedó satisfecha. Pero, ¿y si quisiera volver?

    El periodista no sabe si, en caso de comprar mañana un pasaje de vuelta a Cuba, le negarán a última hora el abordaje, como le ha sucedido a otros periodistas y activistas. Tampoco sabe —aunque cree que no— si ha llegado a importunar lo suficiente a la Seguridad del Estado como para que lo tengan en tan alta estima. Lo único verdaderamente en riesgo sería el dinero del pasaje. Le bastaría hacer la prueba para dormir más tranquilo y presentar sin vergüenza su aval de desterrado. Tampoco sabe si, en caso de que nada de lo anterior ocurra, tendrá una estancia feliz, o si poner un pie en la isla supondría entrar voluntariamente en un lugar del que no volverá a salir. Como sea, piensa que en Cuba solo hay ahora mismo, eso sí, muchas historias sin contar, material de trabajo, y poca cosa más. ¿Qué queda allá para él? ¿Un amigo desesperado por irse en La Habana? ¿Otro en Santiago resignado al insilio y la soledad? ¿Su familia, a la que cada vez dedica menos tiempo por razones de trabajo? ¿Qué más? Para el periodista Cuba es ahora un no-lugar que habita un no-tiempo, una vida —la suya— que a veces cree haberse inventado. Un recurso este que le permite, muy de vez en cuando, persuadirse de que tiene algún origen.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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