El campamento de La Soledad

    El campamento

    «Hace tres meses, este lugar no estaba así de migrantes», dice Maryori Parra, una mulata de cuarenta y tantos años, robusta y afable, cuyas dos grandes virtudes son, según ella misma, «cocinar sabroso y llevarse bien con todo el mundo». El lugar es la Plaza de la Soledad, un parquecito que nace al costado de la vieja parroquia de la Santa Cruz y Nuestra Señora de la Soledad, ubicada en el barrio de La Merced, a solo 600 metros de los muros traseros del Palacio Nacional. Ahora, solo se ven los árboles de lo que solía ser la plaza; el resto del espacio lo ocupan cientos de carpas pequeñas. Unas son casas de campaña corrientes, hechas con varillas y tela sintética, y otras, estructuras básicas de tablas forradas con viejas lonas impermeables azules y amarillas.

    El primer grupo de migrantes llegó aquí hace cinco años, y había gente de cada rincón del mundo. No se conocían de nada, pero los unía casi todo: haber huido de la guerra, la miseria, el crimen organizado o la persecución política; haber viajado miles de kilómetros hasta la Ciudad de México. Y, sobre todo, los unía un deseo: llegar a Estados Unidos. Los mexicanos pobres sin hogar, que antes eran los únicos habitantes de la Plaza, fueron prácticamente desplazados por los extranjeros pobres sin patria. Poco a poco, los miembros de aquel primer grupo retomaron su ruta hacia el norte; pero conforme se iban yendo unos, otros fueron llegando, y así hasta hoy. Ese ir y venir de gente tan variada es lo que ha hecho del campamento de migrantes de la Soledad un espacio en continuo movimiento, dinámico, multicultural: una Babel que no crece hacia el cielo, sino que se expande a lo ancho, sin que nadie pueda predecir hasta dónde llegará.

    «Yo he contado así, por arribita, 11 nacionalidades. Y ahora mismo esto lo que está es harto de gente de Venezuela», continúa Maryori, que llegó hace cinco meses de Maracaibo, después de recorrer más de tres mil 500 kilómetros a pie, en camiones y en balsas. Vino hasta la ciudad con la esperanza de recibir la notificación de su cita por la app CBP One e ingresar a Estados Unidos por el programa de «parole humanitario». Sin embargo, el aviso demoró más de lo que imaginaba. Para colmo de males, el pasado 8 de agosto, el gobierno estadounidense decidió «pausar temporalmente» el otorgamiento de citas. Su incertidumbre es la de muchísimos otros venezolanos, haitianos y nicaragüenses, que son las nacionalidades beneficiadas por el parole; también los cubanos, pero en el campamento no parece haber ninguno. «Hace unos meses conocí al único cubano acá. Se llama Nelson, pero se fue, quién sabe a dónde, y no lo he vuelto a ver. Yo sé que por la zona hay otros, pero los cubanos vienen con plata y se rentan», dice.

    Maryori, o «la Morena», como la llaman acá, se fue de Venezuela huyendo de la pobreza. Allá dejó a sus padres ancianos y a un hermano de 33 años. El resto de la familia había emigrado tiempo atrás a Colombia, por donde pasó ella justo antes de cruzar el Tapón del Darién, un tramo de selva tropical que, de tan tupido y hostil, ha hecho fracasar todos los proyectos de trenes y canales transoceánicos pensados durante un siglo para la frontera colombo-panameña. «Fue terrible. Duro, duro, duro. Mucha gente se muere ahí. Pero lo crucé con mi Dios, que es mi compañía», dice Maryori Parra, que acepta dar su nombre, pero no que le tomen fotos. Tampoco quiere decir quién es su «patrocinador», la persona que desde Estados Unidos solicitó su ingreso a través del parole humanitario. Solo deja escapar que su destino es Atlanta y que cuando llegue reunirá dinero para visitar a otros migrantes del campamento que ya considera como de su familia.

    La política no le interesa. Le importa poco si Nicolás Maduro cometió o no fraude en las pasadas elecciones presidenciales del 28 de julio, que casi todos los venezolanos del campamento siguieron esperanzados por Internet, aunque, al final, eso solo les sirvió para confirmar que la decisión de emigrar había sido correcta. El gran problema de su país, dice Maryori, lo que la obligó a irse, es la miseria. Y si bien el chavismo puede ser culpable de eso, también fue responsable de la médico cubana que a inicios de los dos mil salvó la vida de su hermano. Su realidad es mucho más urgente y precaria que la de cientos de paisanos suyos, en su inmensa mayoría blancos y regularizados en México, que protestaron hace unas semanas, a poco más de dos kilómetros de aquí, en contra del fraude electoral.

    «¡Qué voy a ir yo a eso! Acá ya tengo demasiadas preocupaciones y mucho trabajo. No, no, qué va», contestó cuando le pregunté por la manifestación.

    ***

    La distribución de los espacios en el campamento de la Plaza de la Soledad es la siguiente: en el centro, está la parroquia, y en uno de sus costados, la primera y más grande de las dos divisiones de esta comunidad de migrantes. La segunda, conformada en su mayoría por haitianos y por gente venida del África subsahariana, se alza al otro lado de la explanada pavimentada que da al frontispicio de la iglesia. La explanada es un espacio común, una plaza dentro de la plaza que Médicos Sin Fronteras usa al menos dos veces por semana para atender a mujeres y menores de edad; su prioridad es intentar que no se expanda entre los migrantes alguna epidemia, específicamente la COVID-19 y la viruela del mono. También sirve como terreno de fútbol para los niños, que juegan sin mucho entusiasmo, no sea que el balón golpee a los indigentes mexicanos que duermen en el suelo hasta bien entrada la mañana, aprovechando la sombra que proyecta uno de los dos campanarios. El otro costado de la parroquia está deshabitado, pero solo porque algunos habitantes del campamento, sin dinero para pagar el acceso a los baños públicos de la zona, suelen hacer ahí sus necesidades, a veces a plena luz del día y a la vista de quien pase por la calle contigua.

    El campamento de la Soledad resulta una pequeña ciudad pobre y comprimida cuya funcionalidad a duras penas responde a la estricta supervivencia de sus habitantes. Hay carpas que son establecimientos de comida, cafés o barberías, todos sépticos y en miniatura, que tienen como únicos clientes a los vecinos de las carpas aledañas. Pero cuando se acerca la noche, las lonas caen y los negocios vuelven a ser diminutas moradas donde conviven hasta cuatro personas, casi una encima de la otra. Como en cualquier ciudad hay también un trazado de calles, pero aquí más bien son pasillos estrechos y laberínticos, algunos sin salida, conformados a lo largo del tiempo gracias a la azarosa disposición de las carpas. Aunque apenas se percibe desde fuera, el interior es un espacio bullicioso donde la gente se comunica a gritos, compitiendo con las canciones de Peso Pluma, Karol G, Eros Ramazotti y algunas baladas ochenteras reproducidas en bocinas bluetooth, o bien con el llanto de niños menores de un año, cuyo número excede lo que cualquiera esperaría encontrar en un lugar así.  

    Uno de los bienes más preciados en el campamento es la madera, que casi todos consiguen desarmando las tablas de los palets de los almacenes del barrio. Con ellas se construyen las mejores carpas, como la de Maryori, que compró esta tarde una plancha de seis por 300 pesos a unos vecinos suyos. Al ser tablas delgadas y de madera de poca calidad, los aguaceros torrenciales que caen a diario desde hace dos meses obligan a hacer constantes reparaciones y sustituciones. El golpeteo de los martillos a todas horas da fe de ello, y también de la expansión del campamento. La madera, además, es el único combustible que la mayoría puede asegurarse para cocinar y hervir el agua, de modo que abundan las pequeñas fogatas, y el suelo de la Plaza, antes de tierra o asfalto, ahora está cubierto en muchas zonas por una capa de cenizas y carbón.

    ***

    Maryori Parra habita la primera división, donde parecen concentrarse la mayoría de los latinos. Cuando llegó y tuvo la sospecha de que su estancia acá se alargaría más de lo previsto, usó parte del dinero que llevaba encima para montar en su tienda de campaña un puestecito de café (agua caliente mezclada con algo de Nescafé, crema en polvo y azúcar en vasos desechables). El negocio prosperó rápido, lo que puede considerarse prosperar en el campamento, y esto le permitió hacerse con un viejo fogón, un galoncito de gas, una sartén y tres calderos gigantescos. Desde entonces se levanta temprano para cocinar al aire libre varias raciones de arroz, guiso de cerdo o de pollo y plátano frito que sirve en cajas desechables de poliestireno y cuestan 50 pesos (2.50 dólares). Su changarro, que carece de nombre porque también es su «casa», abre oficialmente a las 12:00 p.m., aunque los clientes puntuales deben esperar a que ella atienda los encargos del día para almorzar en las banqueticas de madera dispuestas a un costado. Después de colocar varias raciones en dos bolsas, abandona la cocina por unos minutos, recorre el campamento y entrega comida a «domicilio» en las carpas.

    En su cocina al aire libre, Maryori no está sola. La acompaña otra venezolana, algo más joven, más ancha y con la piel más oscura que ella. Las dos trabajan y viven en la misma carpa. La Negra, que es como la conocen todos en el campamento, no se ocupa de cocinar, pero sí de otras labores no menos importantes, como quitar la raspadura del arroz quemado de los calderos. Es callada y recelosa. Se niega a revelar su nombre, a que le tomen fotos y a hablar con extraños. Maryori, que parece divertida con la actitud arisca de su compañera y el ceño fruncido que mantiene mientras friega en silencio, cuidando de no malgastar ni una gota de agua, la presenta como puede: «A La Negra la conocí acá. Ella también atravesó todos esos países con la única ayuda de Dios. Es mi amiga, salimos alante juntas, y adonde me vaya cuando salga de aquí me la llevo conmigo». 

    Frente a la cocina hay una carpa minúscula donde viven una mujer (venezolana también) con sus tres hijos: la mayor aparenta unos cinco años, la del medio, tres, y el menor, un varón, no llega a seis meses de nacido. Fuera de la carpa, sentada en una silla de plástico, la madre baña al pequeño, dosificando el agua estancada de una cubeta. El niño termina reluciente; sin embargo, tanto ella como sus hijas llevan la cara, las ropas y los pies empercudidos de tierra y hollín, como si hubieran pasado varios días desde el último baño. «Bañarse no es fácil aquí. Por el barrio hay mexicanos que te prestan su baño si les pagas. Y si no tienes dinero, puedes lavarte en la iglesia, pero solo tres veces a la semana», explica Maryori. En el campamento, el agua escasea. La única manera de conseguir agua potable es comprándola en tiendas aledañas. Para lavar las ropas y utensilios como cucharas y vasos hay quien recolecta el agua de lluvia.

    Una de los grupos más vulnerables de este y otros campamentos de migrantes a lo largo de México son las mujeres con niños. Algunas —me explicará más tarde una de las voluntarias de Médicos Sin Fronteras que presta servicio en la Plaza de la Soledad— llegan con su prole y hasta dan a luz a sus hijos en lugares como este: «No es raro que los recién nacidos sufran desnutrición, deshidratación y enfermedades de todo tipo producidas tanto por las condiciones en las que se gestaron como por la situación de insalubridad en que viven». Las dos tiendas de campaña que Médicos Sin Fronteras ha levantado frente al portón de la parroquia están destinadas hoy exclusivamente a las mujeres migrantes; sin embargo, las consultas no se limitan a los malestares del cuerpo, también ofrecen ayuda psicológica a víctimas de violencia, sobre todo de violencia sexual. Según esta organización, entre enero y junio de 2024 sus voluntarias y voluntarios reportaron 83 casos de violencia sexual en los campamentos de migrantes y casas de refugiados en Ciudad de México. La cifra registrada, seguramente inferior a la real, excede en más de un 80 por ciento a la recogida en similar periodo del año anterior.

    «Acá violencia no hay. Es un lugar bastante tranquilo», asegura Maryori Parra minutos después de que un hombre casi cayera sobre su cocina. El hombre, un mexicano de más de cuarenta años, había sido empujado por tres adolescentes del campamento. Después, entre risas, lo patearon como si se pasaran entre ellos un balón de fútbol. Muchos salieron de sus carpas a presenciar la golpiza. Nadie se entrometió, ni siquiera cuando uno de los muchachos agarró una tabla, que Maryori guardaba en un viejo carrito de supermercado sin ruedas, para seguir macerando el cuerpo de aquel hombre que pedía clemencia desde el suelo. Le permitieron ponerse en pie, pero solo para golpearlo después un par de veces más en la espalda. Lo persiguieron hasta la salida del campamento; luego regresaron y devolvieron la tabla al carrito de supermercado.

    «Gracias, Morena. Aquí te la dejo», dijo uno de ellos.  

    Cuando se marcharon, Maryori ordenó a uno de los espectadores, un joven que suele hacerle recados por un plato de comida, que se deshiciera de la tabla.

    «Morena, eso es madera. ¿Estás segura?»

    «Sí, sí, llévatelo. No quiero tener aquí esa cosa con la que golpearon a una persona».

    «Esos chamos son lo que se dice allá [en Venezuela] unos “drogos”», explica ahora Maryori. «Yo no me meto en esas cosas, pero aquí vienen mexicanos con sus malos vicios y se encuentran con estos y pasan cosas así. Como sea, ese no debió hacer tampoco nada grave, porque si no le hubiesen dado más duro».

    «Pero eso no importa. Nadie merece que le den golpes, ni duro ni suave, porque todos somos hijos de Dios», suelta de pronto La Negra, inocente y santurrona, aún compungida por lo que ocurrió. Maryori solo remata entre risillas:

    «Así mismo es, Negra. Todos somos hijos de Dios».

    La Soledad

    Han pasado casi diez años de que el sacerdote diocesano Benito Torres Cervantes llegó a la parroquia de la Santa Cruz y Nuestra Señora de la Soledad —o «de la Soledad», que es como todos la conocen— y encontró tallado en la piedra porosa del frontispicio, a los pies de la imagen de la virgen, los siguientes versos multiseculares:

    Nadie pase este lugar

    Sin afirmar con su vida

    Que María fue concebida

    Sin pecado original.

    Frente a la iglesia encontró también una docena de hombres y mujeres cuyos únicos bienes en el mundo eran las ropas raídas que llevaban encima y los trapos y cartones sobre los que se echaban a dormir. Eran personas hambrientas y solitarias que, durante meses, y hasta años, habían sobrevivido gracias a la caridad dominical de ciertos feligreses. Entonces, el padre Benito tomó la decisión que habría de marcar la siguiente década de su encomienda: a la parroquia pasará quien lo necesite y adentro encontrará más que plegarias.

    Al lado de la gran mayoría de iglesias de la Ciudad de México, la de la Soledad es sobria y más bien tosca y gris. Sin embargo, solo seis le ganan en antigüedad. Fue construida en 1633 —aunque casi rehecha en varias ocasiones— al oriente del corazón de la ciudad. A su alrededor, sobre el esplendoroso barrio azteca que encontraron a su llegada, los conquistadores fueron construyendo una nueva comunidad, La Merced, que en buena parte se conserva hasta hoy. A finales del siglo XIX, el barrio albergaba los almacenes que proveían a los establecimientos comerciales de la capital mexicana, lo que atrajo desde Europa a grandes poblaciones de armenios, libaneses y judíos para abrir tiendas aquí. Su mercado, todavía en funciones, fue hasta 1980 el más grande de toda la ciudad y el centro de la vida en la zona.

    Para cuando el padre Benito asumió como párroco de la Iglesia, los tiempos dorados de La Merced habían quedado atrás. El barrio era desde hacía tiempo uno de los lugares más peligrosos de la Ciudad de México. Todavía es común aquí la trata de mujeres para el negocio de la prostitución, el tráfico de drogas y los asaltos con armas de fuego. Incluso el propio sacerdote fue desvalijado a punta de pistola a pocas cuadras de la plaza apenas una semana después de su llegada a La Merced. Pero eso, cuenta, no lo desanimó.

    Pocos años después de aquel día en que, frente a la parroquia de la Soledad, decidió que todo el que lo necesitara atravesaría sus puertas, el padre Benito creó Saciando al Pobre, una especie de fundación cuyos recursos consiguió tocando muchas puertas y haciendo infinidad de llamadas en busca de ayuda. En el claustro de la parroquia y en los viejos y por entonces ociosos cubículos que lo rodean, armó un refugio para decenas de indigentes. Les dio comida varias veces por semana, y también techo y cama en los inviernos.

    El padre Benito tiene 52 años. Es de baja estatura y espaldas anchas, y lleva el pelo entrecano cortado al estilo militar. Tras los cristales de sus gafas la mirada es viva e inquieta, tanto como él mismo, que no para de dar vueltas y preguntar a las voluntarias qué falta para abrir las puertas de la parroquia. Quedan diez minutos para las nueve de la mañana de este miércoles tibio de agosto y ya casi todo está dispuesto para que entren a desayunar los niños del campamento de migrantes que casi amuralla la iglesia. Hasta hace cinco años, el padre Benito se esforzaba para dar de comer solo a los pobres de La Merced. Pero todo cambió el día que cerca de un centenar de migrantes desorientados aparecieron en la Plaza de la Soledad. A la Secretaría de Bienestar e Igualdad Social (SIBISO) de la Ciudad de México se le ocurrió que enviarlos a los alrededores de la parroquia era una manera rápida y efectiva de resolver el peliagudo asunto de qué hacer con ellos.

    «Nosotros los atendimos como veníamos atendiendo a otras personas vulnerables», cuenta ahora el padre Benito. «Sin embargo, los mismos migrantes fueron corriendo la voz de que podían establecerse acá, y así vinieron otros, y más y más. Y así fue como se creó la situación insostenible que puede verse allá afuera».

    ***

    En algún momento, el padre Benito se da cuenta de que preguntar no tiene caso y que su prisa no se compara con la presteza de la diligente Claudia, que en cosa de minutos tiene servidos más de 80 desayunos, ordenados por una relación entre cantidad de comida y edad de los comensales. Claudia Torres Cervantes es misionera en la parroquia y hermana del padre Benito. Sobre sus hombros descansan todas las responsabilidades que el sacerdote no puede asumir, casi siempre las más urgentes, como la organización de las comidas y las lecciones exprés para las nuevas voluntarias sobre cómo se hacen las cosas acá.

    La primera y más experimentada de las voluntarias es una mexicana sexagenaria que durante los últimos cinco años, cada lunes, miércoles y viernes, ha recorrido en camión los 20 kilómetros que separan su casa en Nezahualcóyotl de la parroquia de la Soledad para ayudar a los migrantes. La segunda es una misionera italiana que también ronda los 60. Lleva un buen rato en México, atendiendo un albergue para refugiados en Iztapalapa, al otro lado de la ciudad. Hace una semana le encargaron el cuidado de otras tres paisanas suyas de 20 años. Son estudiantes de un colegio católico en Milán y su estadía en México durará hasta el final del verano, que pasarán repartiendo víveres y limpiando en lugares como este.

    «Lo más importante que deben velar es que los niños no se lleven la comida fuera de la iglesia. Se la tienen que comer aquí dentro, y lo que no quieran, que lo dejen. Es muy triste, pero hay padres que les dicen a sus hijos que agarren la comida para comérselas ellos, y no podemos permitirlo», dice Claudia, y ordena abrir el portón de la iglesia. Los pequeños y los adolescentes entran en desbandada, pero ella los forma en filas por edad y les indica dónde deben sentarse. Solo los menores de dos año vienen acompañados por sus madres. En las mesas hay bandejas con plátano, arroz con leche, melocotón, y cereales vitaminados flotando en leche. A la voz de mando de Claudia, todos agradecen a Dios por los alimentos. Los niños haitianos y africanos no pueden repetir la oración, pero igual murmuran algo en sus idiomas. Y ahora sí, a los pies de las gruesas columnas de piedra, las vírgenes y los severos santos de yeso, todos comen con voracidad.

    Cuando termina el desayuno las voluntarias despiden a los niños. «Denle un abrazo a cada uno y díganle algo bonito, que tengan un buen día, lo que sea», había solicitado Claudia poco antes. «Esos niños salen de aquí pero no para ir a una escuela». Luego, entre todas recogen las bandejas y las llevan a la cocina, donde el padre Benito se cerciora de que haya suficiente comida para los adultos.

    «Uno quisiera hacer esto siempre, pero solo podemos tres veces por semana porque no tenemos recursos suficientes. Pero se hará hasta que se pueda», dice el párroco mientras termina de inspeccionar los calderos de arroz con vegetales y salchichas con papas en salsa. El sacerdote también confirma las palabras de Maryori Parra sobre la composición del campamento: «Hay de todas partes. De Angola, de Sudán, de Afganistán, de China. Pero esta última oleada ha sido de venezolanos. Y las que vienen serán también de allá».

    En los últimos cinco o seis años, la procedencia de los migrantes en México ha cambiado considerablemente, sobre todo desde que el éxodo venezolano, que se calcula en casi ocho millones de personas, dejó de fluir tanto hacia América del Sur para apuntar a Estados Unidos. Durante mucho tiempo, la mayor parte de los migrantes en campamentos como este eran de Centroamérica; ahora son de Venezuela. De acuerdo con las estadísticas del Instituto Nacional de Migración de México, en los primeros seis meses de 2024 entraron al país 129 mil 134 venezolanos en situación migratoria irregular. La cifra es, por mucho, superior a la de cualquier otra nacionalidad.

    Según el párroco, cuando llegó aquel primer grupo enviado por la SIBISO, la convivencia de tantas culturas en un espacio tan reducido como la Plaza de la Soledad resultaba «compleja». Las peleas entre migrantes eran entonces muy comunes y los vecinos de La Merced solían quejarse a la iglesia porque los habitantes del campamento orinaban y defecaban frente a sus puertas a cualquier hora del día. Sin embargo, la absoluta mayoría de venezolanos terminó por hacer del lugar una comunidad mucho más organizada, higiénica, y también cerrada a las dinámicas delincuenciales de la zona.

    ***

    La hora de la comida de los adultos reúne a más de un centenar de personas dentro de la iglesia. Son de todas partes y tienen todas las edades. Los hay también mexicanos, aunque son los menos. Comen uno, dos, tres platos, y hasta se llevan en los bolsillos varias manzanas porque no saben si volverán a probar algo decente hasta pasado mañana, cuando regresen. De los migrantes solo entran a comer los más vulnerables: los viejos, los que no hablan español, las mujeres solas. Una de ellas, de nombre Marta, llegó al campamento desde Ecuador con la única compañía de su hija de seis años y otra por venir. Dio a luz en México hace apenas dos meses y desde entonces depende por completo de las ayudas de la parroquia porque el cuidado de sus hijas le consume todo el tiempo.

    «La Plaza de la Soledad se ha vuelto también un lugar de migrantes porque tiene el mercado de La Merced muy cerca, y allí muchos se van a trabajar por una paga diaria que alcanza para poco, pero les da cierta libertad. Por eso solo los más necesitados vienen a buscar ayudas», me explicarán después varios de los activistas de Casa Refugiados AC., una ONG que ofrece asesoría legal —junto con ACNUR (Agencia de la ONU para los Refugiados)— a los migrantes que deseen tramitar en México su estatus de refugiados.

    La misionera italiana se dirige entonces a Marta y le ofrece los contactos para solicitar albergue en la casa para refugiados de Iztapalapa. Marta le agradece, pero la misionera no cree haberla convencido. Según ella, muchos migrantes rechazan esos refugios porque prefieren tener cierta independencia a seguir los horarios estrictos y el reglamento de conducta de ese tipo de centros. En la parroquia, además, hay dos activistas de Caritas. Una es mexicana y la otra libanesa. Cuando no están ayudando en la cocina, se van al claustro de la iglesia para ofrecer servicios de apoyo contra las adicciones. «En los últimos cinco años hemos rehabilitado acá a 15 personas adictas a drogas fuertes», cuentan orgullosas.

    El pequeño claustro de la iglesia es un espacio multifuncional. En un rincón, Médicos Sin Fronteras gestiona dos consultas al aire libre para tratar padecimientos leves, o al menos los que puedan atenderse con los medicamentos donados a la iglesia que guardan en una caja de cartón. Casa Refugiados A.C. tiene también una mesa de atención, muy parecida a otra donde un abogado voluntario ofrece ayuda a quienes no pueden lidiar con la tecnología de un teléfono móvil para solicitar la cita de la CBP One y a aquellos que no saben leer y escribir. Además, hay dos voluntarias de La Jugarreta, una fundación enfocada en el trabajo comunitario con menores de edad, que se han traído muchas hojas blancas de papel y creyones para que los más pequeños dibujen en lo que sus padres resuelven asuntos médicos o legales. A un costado, cerca de la entrada, casi cien migrantes, la mayoría de Haití y de África subsahariana, esperan en fila su turno para recibir artículos básicos de aseo y pasar a las duchas de la parroquia. Las veinteañeras venidas de Milán dan a cada uno una botella con repelente para mosquitos, y a las mujeres, un paquete de almohadillas sanitarias. 

    «Ahorita son más de mil en total los que están en la Plaza», dice el padre Benito unas horas después, ya pasado el mediodía, cuando la parroquia cierra sus puertas. «Pero hemos estado peor. Hace un tiempo había tantos que tuve que habilitar espacios en la parroquia para que durmieran. Si vienen más, ¿qué se le va a hacer?».   

    Epílogo

    Alrededor del Zócalo, el corazón político del país, decenas de obreros dibujan en la fachada de los edificios los rostros de algunos héroes nacionales con lucecitas de colores y ponen por doquier adornos alusivos a la bandera nacional. Preparan la plaza para la celebración del Día de la Independencia, que no será una cualquiera. El próximo 15 de septiembre será la sexta y última vez que el popularísimo Andrés Manuel López Obrador, el autoproclamado «presidente de los pobres», salga al balcón del Palacio Nacional para el ritual de los vivas y las campanadas. En cierto modo se trata de su despedida. Para las obras, el Zócalo ha sido despejado, excepto por una carpa que las autoridades han debido permitir. En ella, varias madres buscadoras permanecen desde hace casi una semana en protesta por la desaparición de sus hijos. Le exigen al gobierno que haga algo para encontrarlos, o al menos para frenar esta terrible tendencia estadística: en promedio, cada día de los últimos 18 años han desaparecido 16 personas en México.

    No muy lejos, tres hombres les hablan a los distraídos transeúntes por un megáfono. Tienen rasgos indígenas y llevan encima las ropas humildes de quienes se levantan temprano para trabajar en la milpa. Dicen venir de Chiapas y ser miembros del Frente Nacional de Lucha por el Socialismo, una organización de corte ideológico y jerga marxista-leninista cuyas luchas, en todo caso, tienen más que ver con el desalojo de comunidades enteras y los derechos de los pueblos originarios que con los soviets y la dialéctica materialista. En una pared colgaron una pancarta con los rostros de dos de sus «camaradas revolucionarios». Eran de Oaxaca y hace 17 años fueron llevados por la policía quién sabe a dónde. Todavía se desconocen sus paraderos. «Fue la policía en contubernio con el Estado», dice uno de los hombres por el megáfono.

    Cerca, en la sede de la Suprema Corte de Justicia, varios jueces continúan su huelga contra la reforma judicial que pretende imponer López Obrador. Lo más escandaloso de esta reforma es la posibilidad de elegir a los magistrados por voto popular, lo que supondría no solo incorporar al sistema judicial las dinámicas oscuras y las corruptelas propias de las campañas políticas en un país donde el crimen organizado compra, amenaza y asesina a candidatos sin pudor, sino también garantizarle a MORENA, el partido del presidente, el control absoluto de los tres poderes del Estado por varios años.

    Visto así, el gobierno mexicano parece tener justo ante las puertas del Palacio Nacional demasiados problemas como para prestarle atención a aquel otro que sigue creciendo a 600 metros de sus muros traseros. Aunque quizás al poder nunca le ha interesado mirar hacia allá atrás. Si hace décadas que la miseria y la inseguridad campan a sus anchas en La Merced sin que a casi nadie le importe, ¿qué quedará para los migrantes del campamento de La Soledad?

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.

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