Televisado en Venezuela hace doce años, un corto video circula ahora una y otra vez en redes sociales, curiosamente gracias a quienes en aquel momento hubiesen preferido no exhibirlo demasiado. Se trata de una escena en la que una diputada de la oposición, frente al órgano legislativo del país, increpa a Hugo Chávez por sus medidas expropiatorias, que para esas fechas habían alcanzado a más de mil empresas privadas:
—Expropiar es robar. El tiempo se les acabó. Es tiempo de una nueva Venezuela.
Sus palabras son naturalmente recibidas en el video por un abucheo generalizado. En la Venezuela de 2012 la mayoría de la población era chavista y Chávez, sagrado. Lo que entonces dijera el líder de la revolución bolivariana, aunque significara cavar todavía más la zanja donde habría de quedar enterrada la economía nacional poco después, era palabra de santo.
Ella es María Corina Machado, una mujer de familia acomodada que diez años atrás había comenzado su carrera política en la oposición como una de las principales figuras de la asociación civil Súmate. Entre 2002 y 2004, Súmate lideró una campaña de recogida de firmas que pretendía sacar de la Presidencia a Hugo Chávez en un referendo revocatorio. Algunas fuentes hablan de que llegó a reunir poco menos de cuatro millones de firmas. Pero la revocación nunca sucedió y Chávez habría de dejar el poder solo con su muerte.
En el video, la cámara se enfoca en un Chávez calmado y seguro de la popularidad que lo respalda. El entonces presidente procede a humillarla con una elegancia simulada, acompañado de un auditorio que lo aplaude.
—Bien, yo primero le sugiero que gane las primarias. Gane usted las primarias. Es lo primero que tiene que hacer, porque está fuera de ranking para debatir conmigo. Lo lamento mucho, pero es la verdad. Ya que usted me llamó ladrón delante de un país, no la voy yo a ofender. Águila no caza mosca, diputada.
Ayer, justo en el aniversario 70 del natalicio de Chávez, la ahora exdiputada le disputó la Presidencia a Nicolás Maduro, el hombre que escogió el líder bolivariano como sustituto y que gobierna de manera ininterrumpida desde 2013. Realmente no fue ella quien se presentó por la oposición a estas elecciones, pues fue inhabilitada para hacerlo por la Asamblea Nacional, institución al servicio del chavismo, pero fueron sus votos traspasados al candidato opositor Edmundo González Urrutia los que hicieron de este el más duro rival del régimen en sus 25 años de existencia.
La jornada electoral estuvo marcada por irregularidades favorables al candidato oficialista del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). A varios testigos de la Plataforma Unitaria Democrática (PUD) —alianza opositora representada por González y Machado— les fue impedido entrar a los centros de votación y al Consejo Nacional Electoral (CNE), y se reportaron ataques violentos de «colectivos» (fuerzas parapoliciales del gobierno) sobre los electores, así como intimidaciones, coacción y desestimulación del ejercicio del voto. Al cierre del día se confirmó la muerte de un votante en la región de Táchira (Julio Valerio García, de 40 años) a manos de motorizados encapuchados y hombres que se desplazaban en camionetas de alta gama y lanzaban morteros sobre la población que esperaba en las afueras de los centros electorales.
En horas de la noche, tras una larga demora y sin haber contado todas las actas, el CNE dio como ganador a Nicolás Maduro con el 51.2 por ciento de los votos, y como segundo candidato más votado a Edmundo González, con el 44.2 por ciento. Estas cifras avalarían otros seis años de gobierno chavista, sin embargo, la oposición —y algunas figuras políticas internacionales como el presidente chileno Gabriel Boric y Antony Blinken, secretario de Estado norteamericano— defiende que el conteo de votos no ha sido del todo transparente.
En medio de semejante panorama, a Venezuela le esperan fechas de mayor incertidumbre. Pero, ¿cómo llegó el chavismo a esta situación? ¿Y cómo la oposición, fraccionada y sin legitimidad, supo levantarse y plantarle cara en las urnas a Nicolás Maduro?
Miraflores: un día antes de las elecciones
Nicolás Maduro tenía claro que se enfrentaba a una rotunda derrota si en su país se desarrollaban unas elecciones «normales». Pero un proceso electoral limpio —presidencial o no— es algo que no se ve en Venezuela al menos desde 2013, cuando él mismo llegó al poder. Cualquier persona desconectada de la realidad latinoamericana hubiera creído que Maduro, con la posibilidad de ejecutar toda clase de artimañas, era el candidato ganador de antemano y que la concreción de su tercer mandato consecutivo era apenas un trámite. Sin embargo, ahora el chavismo estaba más cerca de caer que nunca en sus 25 años de existencia.
Desde países vecinos, en cierto modo, llegaban al Palacio de Miraflores los augurios de la derrota. Apenas unas semanas atrás, luego de que Maduro amenazara con un «baño de sangre» y una «guerra civil fraticida» en caso de perder, el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva dijo sentir miedo por sus palabras. «Cuando ganas, te quedas; cuando pierdes, te vas», fue el mensaje que le envió públicamente Lula y al que se sumó el exmandatario argentino Alberto Fernández.
Maduro, lejos de retractarse, insistió. «Yo no dije mentiras, solo hice una reflexión. El que se asustó, que se tome una manzanilla porque este pueblo de Venezuela está curado de espanto y sabe lo que estoy diciendo», expresó por el canal estatal VTV. Seguidamente, el CNE —órgano de arbitraje durante los periodos electorales en Venezuela que, por tanto, debiera ser imparcial— defendió al presidente venezolano de la «infamia» de Fernández y pasó a retirarle a este último la invitación que antes le había enviado para hacer de observador internacional durante las elecciones.
A cuatro días de la jornada electoral, el presidente chileno Gabriel Boric se posicionó junto a Lula. «Somos profundamente democráticos, por lo tanto, concuerdo y respaldo las declaraciones de Lula de que acá no se puede amenazar desde ningún punto de vista con baños de sangre», dijo Boric ante un grupo de corresponsales en la capital de su país. Por su parte, Gustavo Petro, presidente de la vecina Colombia, criticó el hostigamiento judicial y policial de Maduro sobre las fuerzas políticas de la oposición y ofreció a su personal diplomático como mediador para que, concluido el conteo de votos, la facción perdedora reconociera el triunfo de la otra. Andrés Manuel López Obrador, el otro peso pesado de la izquierda en el poder en la región, prefirió un silencio salomónico.
En lo que podían haber sido sus horas finales, el chavismo quedó prácticamente solo, apenas apoyado por otros regímenes autoritarios como Rusia, Irán, Cuba y Nicaragua. La izquierda democrática latinoamericana, fuera de criticar las sanciones económicas que Estados Unidos y la Unión Europea han impuesto a Venezuela, le había dado la espalda. Los gobiernos progresistas de la región, indefectiblemente acusados por los partidos de derecha en sus respectivos países de ser satélites chavistas, aprovecharon la ocasión para recalcar que Maduro, de ninguna manera, era un aliado.
Pero hubo también señales más claras y fácticas de la posibilidad de una derrota. Varios sondeos coincidían en que cerca de una quinta parte de la población residente en Venezuela pretendía marcharse del país de concretarse un tercer mandato de Maduro. En caso de ganar la oposición, aseguraban algunos expertos, podría darse el efecto contrario; cosa que sería muy bien vista por Estados Unidos, España y varios países de América Latina que durante la última década han recibido un total de más de ocho millones de migrantes venezolanos.
Una semana antes de las elecciones, la encuestadora Delphos auguró una participación muy superior a las vistas en los procesos electorales de los últimos años en Venezuela: el 80.6 por ciento de sus encuestados decían estar dispuestos a asistir a las urnas, la mayoría para votar en contra de Maduro. Las cifras preliminares daban al régimen el 24.6 por ciento de la intención de voto, mientras que al candidato Edmundo González el 59.1 por ciento. El chavismo, según estos indicios, no solo iba a perder: sería vencido de manera apabullante.
En Miraflores dijeron no fiarse de esas cifras y que existían otras que mostraban un panorama favorable a Maduro, pero estas jamás fueron publicadas. Durante los últimos días de campaña, el régimen no parecía tan seguro de su permanencia como en elecciones pasadas, pero se le veía confiado en una remontada final. Esa seguridad no hizo sino encender en algunos medios internacionales las sospechas de un amaño de última hora que ratificara a Maduro en el poder, pues no sería la primera vez que algo así sucede. Sin embargo, otros analistas coincidieron en que esto era poco probable. El chavismo estaba desmoralizado, con las cifras preliminares en contra. Y el rechazo de la izquierda latinoamericana, incluso de viejos amigos de los tiempos de la marea rosa, como el mismo Lula, era su canto de cisne. Se especulaba que el movimiento se encontraba secretamente fraccionado y varios de sus altos miembros —aunque no los principales cabecillas— sentían que el proyecto de Hugo Chávez estaba muy lejos de lo que debía ser.
En las calles también se notaba que el apoyo mayoritario alguna vez presumido por la revolución bolivariana era apenas un recuerdo, y no únicamente por las multitudes que durante los últimos meses se congregaron alrededor de la dupla de Edmundo González y María Corina Machado. De acuerdo a Delphos, el 39.9 por ciento de los venezolanos se identifica con la oposición, el 29.5 por ciento con ningún partido político y el 30.6 como chavistas. De estos últimos, aseguró también la encuestadora, una parte considerable está «descontenta» con Maduro y se dice chavista solo por respeto a la memoria del venerado líder. Algunas estadísticas, incluso, afirmaban que uno de cada tres votos a favor de Maduro correspondería a militantes fieles pero desencantados.
Las posibilidades de darle la vuelta a los vaticinios sin un abrupto uso de la fuerza eran escasas, de ahí que el régimen optó por fomentar la desmovilización. Primero, mediante continuas amenazas de guerra civil, y después con innumerables trabas burocráticas al proceso de inscripción en el padrón electoral de los venezolanos emigrados. Los documentos exigidos para poder votar, el alto coste de dichos documentos y la desinformación o la falta de atención por parte de las embajadas de Venezuela —así como la ausencia de representación consular en Estados Unidos, donde viven poco más de medio millón de venezolanos— garantizaron que menos del uno por ciento de los emigrados pudiera votar.
Otras cifras, también ofrecidas por Delphos, le dieron algo de esperanza al régimen en sus esfuerzos por lograr una baja participación en las elecciones: uno de cada dos venezolanos tiene poca o ninguna confianza en el CNE. El dato no resulta escandaloso, no en la Venezuela chavista, cuyo órgano electoral le ha ofrecido al gobierno «listas negras» con los nombres de los participantes en los procesos revocatorios. Varios de los mencionados en estas listas han sufrido castigos como la cancelación de contratos empresariales o despidos.
Aunque su campaña fue menos propositiva que agresiva contra la oposición, el candidato oficialista hizo alguna que otra promesa vaga. Según Maduro, durante la segunda mitad de su último sexenio había logrado traer estabilidad a Venezuela, una que solo él podía mantener al menos seis años más. Ciertamente, la macroeconomía venezolana, marcada por la grave y sostenida crisis que sacudió al país casi desde que Maduro asumió al poder, experimentó una muy ligera mejoría en tiempos recientes como resultado de los recortes en el gasto social y las mejoría de las relaciones entre el Estado y el sector privado. Sin embargo, esta «superación» de la crisis va a paso lento y está muy lejos de ser la deseada. El político que le dio el tiro de gracia a la economía de su país presumía ahora de remiendos.
A través de los medios estatales de comunicación —los más poderosos del país desde que el chavismo libró una exitosa cruzada de censura contra los privados— el presidente bombardeó a la población con «exposiciones» y «análisis» de su plan de gobierno. Lo llamó las «siete transformaciones» o «7T», nombre que en cierto modo tomó prestado de la «cuarta transformación» o «4T» con que el mandatario saliente de México bautizó su programa de campaña electoral en 2018. Pero el plan de Maduro constaba de apenas siete promesas, casi todas desprovistas de mecanismos que garantizaran su cumplimiento, excepto por una muy clara y concreta: la ampliación de las fuerzas armadas. Esta salvedad se explica en el hecho de que, más allá de su control sobre el CNE, la Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo, el pilar más sólido del chavismo ha sido la complicidad de la cúpula militar.
El cálculo estratégico que direccionó los ataques chavistas a la oposición fue de lo más certero de la campaña. Aunque María Corina Machado fue inhabilitada como candidata en enero de 2023, y para las elecciones había aceptado un segundo lugar nominal en la lucha por la presidencia dentro de la oposición, era su rostro el que toda Venezuela asociaba a una posible caída del régimen. A diferencia de Maduro, cuya torpeza oratoria y política trasciende fronteras, al punto de haberse ganado el sobrenombre de «Maburro», Machado es astuta y elocuente.
Uno ha sobrepasado los límites de lo ridículo por intentar emular la gracia populachera de Chávez y crear un culto a su propia figura; la otra, aunque posee fama de «fría» e «intransigente», aprendió a desdoblarse sin esfuerzos y ejecutar el convincente papel de una mujer de pueblo, carismática y alegre en su justa medida. Por esta razón, el gobierno evitó mencionarla y en su lugar arremetió contra Edmundo García, a quien hizo ver como un hombre débil y avejentado —tiene 74 años—, cuyo delicado estado de salud le impediría soportar mucho tiempo las exigencias de mandar en Miraflores.
A la imagen decrépita que pintaba del candidato opositor, la propaganda oficialista contrapuso la de Maduro como un político experimentado —tiene 61 años— pero de espíritu juvenil; un «gallo pinto» —animal fuerte, ágil, destinado a las lidias— capaz de hablar casi tres horas seguidas en su propio programa semanal de televisión (Con Maduro +), conducir un podcast (Maduro Podcast), auspiciar un reality show musical (Factor M), bailar en tarimas preparadas para actos propagandísticos y dirigir un país.
Pero nada sorprendió más que la última carta bajo la manga del oficialismo, mostrada a menos de un mes de las elecciones: el anuncio por parte de Maduro de un próximo restablecimiento de los diálogos de negociación con Estados Unidos. En Miraflores sabían que el diálogo podría dar paso al levantamiento de las sanciones económicas impuestas al país, condición sine qua non para sacar a Venezuela de la crisis, y que eso elevaría las esperanzas de muchos en el chavismo. Las conversaciones, en realidad, llevaban ocurriendo desde hacía tiempo —gracias a la condescendencia de la administración Biden con el régimen venezolano, ciertamente superior a la de sus antecesores—, pero fueron interrumpidas cuando Maduro se negó a aceptar las condiciones de su contraparte: permitir a María Corina Machado competir por la presidencia y no hostigar a los opositores.
En lo que se llegaba a un nuevo acuerdo, la cúpula chavista no perdió tiempo y les ofreció a varios importantes empresarios de la industria petrolera estadounidense nuevos contratos en materia de inversiones si conseguían licencias de la Casa Blanca. Las promesas debieron ser sumamente atractivas pues, de acuerdo a un artículo publicado por The Wall Street Journal a menos de una semana de las elecciones, algunos magnates del petróleo en Estados Unidos se plantearon la permanencia de Maduro en el poder como beneficiosa. El régimen que justificó su existencia en el rencor histórico hacia Washington y en el no retorno a los tiempos en que el capital privado yanqui explotaba sus recursos naturales traicionaba sus palabras en un intento desesperado por brindar garantías de prosperidad. No obstante, su estrategia, en términos prácticos, es infértil, pues nada habría acelerado más la inversión de capital extranjero y el levantamiento de las sanciones económicas que su salida del poder.
Caracas: un día antes de las elecciones
Hace diez años que le prohibieron salir del país y casi la obligaron a moverse por el territorio nacional únicamente por carreteras luego de presionar a varias aerolíneas para que le negasen el abordaje. En aquel momento, el régimen chavista estaba lejos de creer que había cometido un gravísimo error.
Durante los dos últimos meses, a María Corina Machado, de 56 años, se le vio en toda Venezuela. Su caravana de campaña, que se movía rápido, como para dar cierta idea de omnipresencia, estaba lejos de competir con el despliegue logístico y los recursos de la de su rival. Pero fue más efectiva gracias a simbólicos y poderosos detalles. A diferencia de Maduro, que lució excesivamente atiborrado de imágenes patrióticas desentonadas y de mal gusto, Machado vistió siempre de blanco o azul cielo, aunque nunca olvidó poner en algún lugar de su sencillo atavío, ya fuera en la gorra o en una de las mangas, alguna prenda con la bandera tricolor estrellada. Al cuello mostraba un manojo de collares con crucifijos que crecía conforme avanzaba la caravana y decenas de brazos anónimos se los entregaban entre frases como: «Confío en ti, María Corina», «María Corina, hace falta un cambio», «María Corina, quiero que mis hijos regresen acá, a su país». Tal vez desde tiempos de Chávez, no se veía en Venezuela tantas personas espontáneamente reunidas alrededor de alguien. Cientos de videos en redes sociales, impecablemente producidos y colocados por el equipo de campaña de la oposición para volverse virales, dan fe de ello.
El recorrido de Machado no fue nada fácil, y requirió, por ejemplo, el recambio de varios vehículos de la caravana que fueron pintados, saboteados y hasta apedreados por supuestos simpatizantes chavistas. En ocasiones la marcha también se detuvo por bloqueos de carretera orquestados por las fuerzas policiales. A sus invitados como observadores internacionales —algunos políticos con una trayectoria más que criticable en sus respectivos países, como Vicente Fox (México), Mireya Moscoso (Panamá) y Jorge Quiroga (Bolivia)— les fue negada la entrada a territorio venezolano por Diosdado Cabello, vicepresidente del PSUV. Además, miembros de su equipo de campaña fueron detenidos, incluido su jefe de escolta y colaboradores ocasionales que prestaron para los mítines tarimas o equipos de audio. De acuerdo a la organización Foro Penal, de enero a julio de 2024 se registraron en Venezuela 149 detenciones por motivos políticos; de ellas, 135 estaban relacionadas con la gira nacional de campaña de Machado y González.
Y, pese a todo, ya en Caracas para el cierre de campaña, más de medio país la daba por ganadora.
La metamorfosis de María Corina Machado
¿Cómo pudo María Corina Machado enfrentar cara a cara al chavismo? ¿Cómo movilizó a tantos venezolanos hambrientos que han sido amenazados con la privación de las míseras ayudas sociales que el gobierno les entrega a cambio de fidelidad? ¿Cómo pasó de ser humillada por Chávez en 2012 a la gran promesa política de Venezuela? ¿En qué momento la mosca se convirtió en águila?
En poco más de un año, María Corina Machado pasó de ser una figura más bien secundaria del antichavismo a convertirse en la única esperanza de un cambio económico, político y social en Venezuela. Sin que nadie lo esperara, dio nuevos bríos a una oposición desmoralizada tras el affaire estadounidense con Juan Guaidó, de manera que a sus principales líderes no les quedó más remedio que echarse a un lado ante su arrollador empuje —obtuvo un aplastante 92.5 por ciento de los votos en las primarias de la oposición, en octubre de 2023. Si se mira al pasado, no cuesta entender que la clave de su éxito radica en la metamorfosis a la que se forzó, una muy bien calculada y producto de la lectura certera de la situación política actual de Venezuela.
Machado es la mayor de cuatro hijas de una importante familia de empresarios siderúrgicos venezolanos, de manera que se educó en una burbuja elitista, blindada contra cualquier asomo de la pobreza de su país. Estudió primero en un colegio católico en Caracas para niñas de clase adinerada y después en un internado en Wellesley, Massachusetts, Estados Unidos. Más tarde se graduó de ingeniería industrial y pasó a trabajar en la empresa familiar, Sivensa, la primera productora de acero y cabillas de Venezuela.
A inicios de los 90’s colaboró con organizaciones benéficas enfocadas en ayudar a niños en situación de vulnerabilidad. Luego, en 2002, se inició en el activismo político en la asociación civil Súmate, que intentó revocar sin éxito la presidencia de Hugo Chávez. En 2011 alcanzó el puesto de diputada y un año después se lanzó a las primarias presidenciales —por su partido recién fundado Vente Venezuela— organizada por la alianza de partidos opositores conocida entonces como Mesa de la Unidad Democrática. No le fue nada bien: quedó en tercer lugar, con el 3.81 por ciento de los votos, en unos comicios ganados por Henrique Capriles con el 64.33 por ciento de las boletas a su favor.
Por esos años, Machado no solo sufría la hostilidad del régimen, sino también el rechazo de sus compañeros opositores, quienes la creían demasiado conservadora y sofisticada. Algo de razón tenían: una burguesa casi hasta los límites del cliché era incapaz de conectar con el pueblo llano y resultaba una diana fácil para la caricaturización que el chavismo hacía de sus contrarios. Sin embargo, aquella experiencia habría de servirle para direccionar su futura transformación y remarcar su independencia de la oposición tradicional, que poco después caería en una grave crisis de legitimidad.
Para 2014, Machado era conocida como la «dama de hierro de Venezuela» por su declarada admiración hacia Margaret Thatcher y por su radicalismo político y económico —a diferencia de otros opositores, defendía la privatización de la empresa estatal PDVSA y, con ella, de la industria petrolera nacional. Ese año estuvo entre las convocantes de una de las mayores olas de protestas antichavistas, otra supuesta «ofensiva final» de la oposición para «restituir el orden democrático» en el país. Las manifestaciones duraron cuatro meses y dejaron un saldo de 42 muertos, al menos 970 heridos y más de tres mil 300 detenidos, según datos del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social. Maduro no tardó en etiquetarla como una mujer de «derecha radical y violenta», pues Machado destacaba por negar la vía electoral para derrotar al oficialismo y predicar la abstención. Además, dio no pocas pistas de desear incluso una invasión militar extranjera —presumiblemente estadounidense— para poner fin al chavismo. «Un régimen criminal solo saldrá del poder ante la amenaza creíble, inminente y severa del uso de la fuerza», declaró a BBC en una entrevista ofrecida en mayo de 2019.
La oposición venezolana cayó en una crisis prácticamente irreversible con el fracasado liderazgo de Guaidó. Justo cuando Maduro era más impopular que nunca, también lo eran las alternativas políticas a su gobierno. En ese momento de incertidumbre María Corina Machado supo que debía iniciar su transformación.
A su favor contaba con cierta independencia de las principales figuras de la oposición, pero le quedaba «suavizar» su imagen de política radical y violenta. Las convocatorias a protestas cambiaron en su discurso por planes para reactivar la economía, y los llamados a una intervención extranjera por la promesa de «volver a unir a la familia venezolana». En este último punto, Machado acertó como nadie. Ella, madre de tres hijos que viven fuera de Venezuela, entendió que uno de los problemas más acuciantes para los venezolanos era el éxodo masivo que había fraccionado a la nación, y hacia allí dirigió su programa. «Este régimen ya está derrotado. Nuestros hijos volverán a Venezuela, nos reuniremos de nuevo con nuestros familiares y vamos a reconstruir nuestro país», dijo en uno de sus mítines electorales.
No obstante, Machado sabía que su repentino éxito, por muchas multitudes que reuniera, no se acercaba al que alguna vez tuvo Hugo Chávez. Su programa político nunca fue una revolución, sino un intento democrático de traer estabilidad al país; y las revoluciones, por lo general, movilizan más que las transiciones pacíficas. En otras palabras: la gente apoyó su campaña porque contaba con posibilidades reales de derrocar a Maduro, no por ella. En cierto modo, además, los fantasmas de su pasado radical todavía jugaban en su contra; por eso, cuando el chavismo la inhabilitó como candidata y le permitió traspasar sus votos a un desconocido, aprovechó el revés para terminar de limpiar su imagen. Y nadie servía mejor a este propósito que el apacible y conciliador Edmundo González Urrutia.
Henrique Capriles, quien fue alguna vez el líder indiscutible de la oposición venezolana, comprendió la estrategia de Machado a cabalidad. «Edmundo no genera miedo. Pero no es una debilidad, sino una fortaleza», dijo en una entrevista concedida a The New York Times.
Edmundo pa’ todo el mundo
«Edmundo pa’ todo el mundo» fue el eslogan que María Corina Machado le impuso a la campaña una vez que apareció en escena Edmundo González, con el objetivo de sacarlo del anonimato. Y lo logró. Ahora todos los venezolanos lo conocían y apreciaban, no por su historial político, que es más bien discreto, sino porque su carácter diplomático y la ausencia total de ambiciones que denota resultan el complemento perfecto para la imponente figura de Machado.
González estudió relaciones internacionales en Estados Unidos y tuvo una carrera diplomática común como embajador en Argelia y Argentina y funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores. Cuando Hugo Chávez llegó al poder ejerció unos años más de servidor público hasta que, desencantado por el rumbo que tomaba la revolución bolivariana, comenzó a acercarse a la oposición sin destacar demasiado. En ese periodo fue miembro del consejo editorial del diario El Nacional y parte de la Mesa de la Unidad Democrática.
Cuando Machado le propuso ser el nuevo candidato de la oposición, Edmundo sabía que, aunque alcanzara la presidencia, siempre sería opacado por su compañera de campaña. Pero no le importó porque desde el primer momento fue consciente de cuál sería su papel histórico: «trazar una transición democrática en paz», sin vendettas, lo menos traumática posible.
«En todas las transiciones y crisis políticas existen acuerdos de amnistía y justicia transicional. Todos los países que han pasado por situaciones como la nuestra lo han terminado otorgando, por lo que no descarto que podamos tomar una medida similar en Venezuela», dijo a CNN en una entrevista a pocos días de las elecciones. Sus palabras reafirmaron la estrategia de Machado y, a la vez, fueron un guiño a los altos cargos del oficialismo, incluido el propio Maduro, que cuentan con acusaciones por crímenes de lesa humanidad ante organismos internacionales como la Corte Penal Internacional.
En materia económica, González también tiene sus propias ideas, muy lejanas de las posturas ultraneoliberales que el chavismo ha querido endilgarle a través de los medios de comunicación. A diferencia de Machado, el veterano diplomático apuesta por mantener las empresas estatales funcionales, pero defiende la necesidad de ampliar la participación del sector privado en la economía. En este sentido, su tarea no era nada sencilla: después de negociar con el chavismo una transición pacífica le tocaría negociar con las fuerzas de oposición los derroteros del país.
De acuerdo a la oposición, González es el nuevo presidente de Venezuela. El chavismo no opina lo mismo, y el apoyo del CNE —y de las fuerzas represivas del Estado— han sido suficientes para mantener a Nicolás Maduro en el poder. Está por ver si esta situación se mantiene así. A estas horas, lo único cierto es que la transición pacífica a la que aspiraba el veterano diplomático venezolano parece cada vez menos probable.