Dos populistas debaten ante una audiencia aburrida

    Cuando se trata del debate entre candidatos a la vicepresidencia, las expectativas son bajas. La vicepresidencia es uno de los cargos más contradictorios: importante durante la campaña y casi irrelevante en el gobierno. Un adagio político dice que en el debate se enfrentarán dos candidatos, uno perderá la elección y jamás volveremos a oír de él, y otro ganará la elección y tampoco volveremos a oír de él.

    La mayor parte de la audiencia y los medios ha calificado el debate entre el demócrata Tim Walz y el republicano JD Vance como aburrido. Mucha discusión política y mala televisión. Los debates en la era de Trump se han convertido en espectáculo. Por un lado, esperamos una cascada de insultos y mentiras, y por el otro aguardamos la reacción del rival. Este debate, en cambio, fue un regreso a la normalidad, sin insultos, interrupciones o gritos, recordando los encuentros entre Gore y Kemp o Cheney y Lieberman.

    Las encuestas instantáneas no definieron un claro ganador, aunque sí mostraron un alza en los índices de aprobación de ambos candidatos —algo particularmente importante para Vance, quien hasta ahora ha cargado con una imagen negativa. Pero decidir quién ganó es fútil. A estas alturas de la campaña es más relevante cuál de las audiencias es más decisiva, y ambos candidatos estaban claramente hablando a los votantes de los estados en disputa. Vance y Walz provienen del medioeste de Estados Unidos, una región famosa por la amabilidad y buena educación de sus habitantes, y que incluye varios estados. Esto sin duda influyó en la elección de un debate cortés, donde ninguno quería quedar como demasiado agresivo o vulgar.

    El demócrata Tim Walz comenzó el debate claramente nervioso y logró encontrar su ritmo luego de la primera media hora, cuando salieron a la palestra los temas del aborto y el cuidado de salud. Aun así no se le vio como el candidato campechano, el hombre común con la sonrisa fácil que muestra en sus paradas de campaña. JD Vance, por su parte, demostró su habilidad para debatir consecuente con su formación como abogado en Yale. Camaleónico, en contraste con la combatividad cuasi trumpista con que se proyecta en los rallies, en la televisión fue capaz de proyectar una figura razonable y calmada, con una sola excepción, cuando intentó hablar por encima de los moderadores y su micrófono fue desconectado. No se refirió de manera despectiva a las mujeres solteras, dueñas de gatos o miembros de familias sin hijos,  y logró superar las opiniones negativas sobre su candidatura.

    Quizá la conclusión más importante del debate fue el contraste entre dos vertientes populistas, la económica progresista y la nativista cristiana, que ya se han encontrado varias veces en la historia norteamericana. Tim Walz proviene de una vertiente populista del medioeste agrícola e industrial, ejemplificada por el partido Demócrata Rural y Obrero y políticos como Tom Harkin o Paul Wellstone, quien famosamente dijera que ellos «eran el ala democrática del partido demócrata». A veces desestimada por las élites financieras, tecnológicas e intelectuales de Nueva York y California, el populismo económico se basa en la solidaridad de la clase trabajadora, apoyo a los sindicatos, subsidios a la pequeña agricultura y oposición a los grandes monopolios.

    Este populismo, que en parte había sido cedido a los republicanos con un coste electoral alto, es ahora reclamado por la campaña de Harris y Walz y su enfoque en la llamada «economía de oportunidad», es decir, el énfasis en los subsidios a las clases trabajadora y media. Resulta interesante cómo Walz unió estas políticas populistas con la defensa de las conquistas sociales (la salud, el aborto, el control de armas) dentro de una misma plataforma, representando la alianza de intereses disímiles que la dupla demócrata necesita para ganar.

    JD Vance, quien ha sido igual de camaleónico en su proyecciones ideológicas (y en su opinión sobre Trump, a quien llamó «el Hitler de América»), comenzó su carrera política también como un populista económico progresista, pero en tanto compañero de boleta de Trump se ha decantado por el nativismo cristiano. El nativismo es uno de los temas favoritos de Trump, y el que le ha granjeado mayor audiencia desde su entrada en la política. Hablamos de alguien que cuestionó el lugar de nacimiento de Obama, lanzó su primera candidatura en 2015 con varias diatribas xenófobas, y cuya campaña ha calificado a los emigrantes como una «invasión» que «empozoña la sangre del país».

    Vance no ha dudado en amplificar estos ataques, incluyendo mentiras obvias durante el debate, como decir que hay 25 millones de personas ilegales, o que todos los trabajos van a ellos, o que son ellos los responsables de la crisis de la vivienda. La falsedad de estas declaraciones es poco importante para los nativistas, más interesados en enfrentarse a los emigrantes y culparlos de su propio declive económico. Como dijera el mismo Vance: «Si tengo que crear historias, eso es lo que voy a hacer». El candidato republicano a vicepresidente, además, mezcla en su ideología la noción de que Estados Unidos es una nación cristiana y usa la religión como catalizador para oponerse a una pluralidad democrática que incluye otras creencias, y también comunidades gays, trans y otras minorías. De la misma manera, es esa su excusa para la supresión de derechos como el aborto. Sin embargo, Vance ha comprendido que la posición nativista cristiana le ha costado políticamente a los republicanos, al admitir en el debate que «hemos perdido la confianza de la gente sobre este tema».

    El populismo siempre ha sido una ideología atractiva en Estados Unidos, contrastando los intereses del «pueblo» con los intereses de las «élites» corruptas, ofreciendo un blanco fácil, ya sean estas las capas más ricas de la sociedad, a las que Harris/Walz quieren imponerles más impuestos, o las institucionales, a las que Trump/Vance pretenden quitarles poder. En un ambiente polarizado, el populismo sirve más para caldear los ánimos, exacerbar resentimientos internos y erosionar la confianza en las instituciones democráticas que para ofrecer soluciones prácticas que por fuerza tienen que incluir a todas las facciones. El centrismo cortés del debate enmascara la radicalización ideológica de los contendientes. El futuro de Estados Unidos depende mucho de cuál variante populista gane en noviembre.

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