En la era moderna de la política estadounidense, la fórmula para que los candidatos presidenciales elijan a su vicepresidente se creó en julio de 1960 durante una Convención Demócrata en Los Ángeles. Ese día, un político muy carismático pero joven y de corta carrera, el primer postulante católico, quien descendía de una familia patricia de Nueva Inglaterra, seleccionó como compañero de candidatura a un tejano ocho años mayor, un sureño protestante, y de larga carrera política, conocido como el «Maestro del Senado». Al apostar por el equilibrio y complementariedad, John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson estaban escribiendo historia de la política estadounidense; se proponían unificar no solo las facciones del Partido Demócrata, sino todo un país que buscaba rumbo en medio de la guerra fría, luego de la euforia y la prosperidad de posguerra. El resultado fueron dos de las presidencias más exitosas (aun con la mancha de la guerra de Viet Nam) de la historia moderna, que comenzó JFK y continuó Johnson tras el asesinato del primero: recuérdese la resolución de la Crisis de Octubre, el programa espacial y lunar, las leyes de derechos civiles y derecho al voto, la creación de Medicare y Medicaid, etc.
La vicepresidencia es una posición contradictoria, relevante y ceremonial al mismo tiempo. La primera preocupación de un vicepresidente es ser leal al presidente y no opacarlo, por lo cual muchas veces son relegados a un segundo plano, sin una cartera definida, o son encargados de ciertas tareas casi irrealizables con las cuales el mandatario no quiere comprometerse, tal como lo hizo Joe Biden al asignarle el manejo de la crisis fronteriza a Kamala Harris. Al mismo tiempo, es la vía más corta hacia la nominación presidencial, aunque no es una garantía: solo 15 presidentes han sido vicepresidentes antes, y de estos, nueve lo han sido por sustitución tras muerte o renuncia; no por elección popular. En la era moderna, solamente George H. W. Bush ha logrado suceder a su jefe para conseguir el mítico «tercer período presidencial». También se dice que la selección de un vicepresidente es importante para ganar los votos electorales de un estado clave, pero la evidencia estadística demuestra que esto es mayormente un mito. De cualquier manera, las elecciones suelen ser tan cerradas en estados como Michigan o Pensilvania que cada voto cuenta.
Los beneficios de la selección de un vicepresidente son más subjetivos que objetivos; se busca más apelar a la percepción pública que llevar votos a las urnas. Ante todo, el vicepresidente es una garantía de seguridad; debe ser alguien que se vea dispuesto a asumir las riendas del país en caso de muerte o incapacidad del presidente. El público norteamericano puede apostar por una figura no convencional, pero necesita saber que hay un equilibrio detrás. En cuanto a la campaña, el vicepresidente cumple varias funciones: darle un empujón de entusiasmo a los seguidores, contribuir a la recaudación financiera, y algo muy importante: servir como punta de lanza en los ataques a los contrarios, manteniendo al candidato presidencial por encima de los ataques e insultos.
En la historia de esta búsqueda de un dúo balanceado como Kennedy y Johnson, la mayoría de los candidatos vicepresidenciales se podrían calificar como «relevos» o «niñeras». Los relevos (Geraldine Ferraro, Dan Quayle, Al Gore, John Edwards, Sarah Palin, Paul Ryan, Kamala Harris) son o apuestas a un tercer mandato en una figura más joven, o garantías ideológicas como fue el caso de Paul Ryan, o la posición donde los partidos han tratado de romper la barrera del sexismo. Ser candidato relevo es un riesgo grande que la mayoría de las veces no ha pagado y ha llevado al fin de esas carreras políticas. Paul Ryan y John Edwards pasaron de ser promesas con futuro brillante a políticos olvidados luego de perder sus respectivas elecciones. Las niñeras (Lloyd Benstein, Dick Cheney, Joe Biden, Mike Pence, Tim Kaine) son políticos experimentados que se presentan como guía de un presidente cuya experiencia no inspira mucha confianza en los votantes o que constituyen propuestas nuevas al electorado, como Obama por su raza y Hillary por ser mujer. Pero, aún más importante, son una garantía de estabilidad para la ortodoxia dirigente, lo que en inglés se llama «adults in the room», encargados de domar las tendencias más radicales o las ambiciones transformacionales del presidente de turno. Todo se puede en la política estadounidense menos afectar la industria o el comercio.
¿Cómo se ven a través de estos lentes las selecciones de JD Vance y, ahora, Tim Walz? La selección de Trump es claramente un relevo por su juventud y su carácter ideológico, puesto que Vance es una de las figuras políticas destinadas a crear un soporte intelectual que apuntale el conservadurismo nacionalista autoritario del que Trump es la cara populista. Ya dijimos antes que Vance es considerado por muchos como un error al no aportar contraste ni equilibrio. Trump, escaldado luego de su experiencia con Pence, quien se negó a cumplir sus deseos durante la rebelión del 6 de enero, claramente se decantó por el candidato más leal. Vance, por su parte, quiere emerger como la promesa del trumpismo post-Trump, pero mucho más disciplinado, menos vulgar, y barnizando sus ideas más radicales con capas de teoría política e imagen tradicionalista. En su contra tiene además que es difícil para los votantes imaginarlo como alguien listo para tomar las riendas del país en caso de que Trump no sea capaz. La campaña de Harris/Walz va a explotar esta línea de ataque, sin dudas.
Por su parte, Kamala Harris ha escogido en Tim Walz lo que a primera vista parece ser una niñera, pero la dupla quizá se acerque más al equilibrio de Kennedy y Johnson. Obviamente, hay contraste: una mujer de color formada entre la élite de California y un hombre blanco de ascendencia humilde en un estado rural, veterano de la Guardia Nacional, maestro de escuela y entrenador de fútbol americano. Pero Walz es un político astuto que sorprende más allá de su apariencia campechana. Es un buen orador que sabe usar el humor y evitar palabras y conceptos rebuscados, y se proyecta muy bien en la televisión. Tiene una intuición innata para atacar sin parecer malintencionado; de ahí sale su acierto al calificar a los republicanos como «weird» («raros»), que se convirtió en viral y sin dudas decidió su selección. Walz tiene un récord progresista que lo acerca a la base liberal y al público joven. En cuanto al conteo electoral, si bien proviene de Minnesota, que tiene relativamente pocos votos electorales y ha votado demócrata en el pasado, Walz tiene la posibilidad de conectar muy bien —definitivamente mejor que Harris— con audiencias rurales y suburbanas en Michigan, Wisconsin, Ohio, Pensilvania, e incluso en Virginia, Nevada o Carolina del Norte. En su contra tiene varios aspectos de su desempeño como gobernador, los cuales abren líneas de ataque para que la campaña Trump/Vance lo pinte como de extrema izquierda. Por ejemplo, la respuesta a los disturbios tras la muerte de George Floyd o su decisión de darles licencia de conducir a emigrantes indocumentados; ambos, temas que resuenan entre la base conservadora.
Las dos selecciones, Vance y Walz, son símbolo de confianza al interior de las respectivas campañas, más enfocadas en motivar a sus respectivas bases que en atraer votos del campo contrario. La decisión de Trump vino en un momento en que estaba en alza, tras la debacle de Biden en el debate televisivo. La de Harris llega también en un momento de euforia después de su meteórica arrancada y a menos de dos semanas del inicio de la Convención Demócrata, que le dará otro impulso. Está por ver si Vance ayuda a Trump a matizar su lenguaje, dejando los insultos y apelando a un público más amplio con el tema económico, el cual maneja muy bien, o si Walz resuena entre las audiencias rurales y suburbanas que fueron clave para que Biden ganara en 2020, además de consolidar el voto anti-Trump. En una elección sui géneris como esta, la historia puede reescribirse.