La conferencia «La Nación y la Emigración», que debía comenzar el 8 de abril, ha sido pospuesta, debido a la pandemia de coronavirus. No fue necesario mandar aviso de esa posposición ni a la Nación ni a la Emigración, puesto que ninguna de las dos había sido invitada. Hubiera sido difícil invitarlas, si esa hubiera sido la intención de los organizadores de la conferencia. La Emigración tiene tres millones de direcciones postales, y a la Nación hace décadas que nadie la ha visto.
No hay nada que lamentar. La conferencia que el gobierno de Miguel Díaz-Canel se proponía realizar no hubiera servido de nada, incluso si el Presidente de la República hubiera anunciado en ella la reducción del precio del pasaporte cubano, o la anulación de su obligatoria «renovación» cada dos años. No hay ninguna indicación de que Díaz-Canel se disponía a hacer tal anuncio, u otros de igual irrelevancia, pero si hubiera sido su propósito arrojar en esa conferencia una migaja de compasión a los que él llama «emigrados», o incluso, más sorprendentemente, a los infelices a los que llama «la Nación», bien podría haber firmado los correspondientes decretos en su oficina sin necesidad de pasar tres días enteros oyendo un torrente de cursilerías sobre la unidad indisoluble de la cultura cubana y citas de José Martí, Fernando Ortiz y Fidel Castro, un horror al que ni siquiera querríamos condenarlo a él, y mucho menos a esos pobres funcionarios de Ministerio de Relaciones Exteriores que no le han hecho daño a nadie.
A juzgar por su convocatoria, no parecía que «La Nación y la Emigración» fuera a cambiar significativamente las relaciones entre los cubanos que viven en la isla y los muchos que viven afuera. Esas relaciones pasan por un excelente momento, los cubanos que viven en el extranjero, permanentemente, o por temporadas, son recibidos con los brazos abiertos por sus familiares y vecinos cada vez que visitan la isla, y nadie rechaza su dinero, sus regalos, o una invitación a pasar una semana en un hotel de Varadero. Por su parte, un gran número de los cubanos que todavía viven en Cuba están tratando, enérgicamente, de dejar de hacerlo, y pasar a formar parte activa, de pleno derecho, con pasaporte norteamericano, español o cualquier otro que puedan conseguir, de la «Emigración», lo cual indica que no tienen hacia los cubanos de afuera ningún prejuicio o resentimiento, sino más bien curiosidad, afecto, admiración o incluso fraternal envidia.
Entre las distintas partes de Cuba, la de la isla, y las de cada ciudad y pueblo del mundo donde vive un cubano, reina la concordia, mejoran continuamente las comunicaciones, circulan las mercancías, y se intensifica el intercambio cultural, es decir, las relaciones sexuales de cualquier naturaleza o modalidad. La frustrada conferencia «La Nación y la Emigración» no se proponía contribuir a las relaciones entre los cubanos de la isla y los del resto del mundo en ninguna de estas áreas, aunque es posible imaginar que algunos de los delegados que iban a viajar a La Habana a reunirse con Díaz-Canel planeaban realizar actividades de intenso intercambio cultural en los recesos del plenario y cada noche, al concluir los discursos. Es lo que a los cubanos de cualquier parte nos une, la cultura.
Lamentablemente, la convocatoria de la conferencia no sugería que ese fuera el tipo de intercambio que Díaz-Canel tenía planeado. El presidente de Cuba es demasiado joven para haber conocido a la Nación antes de que ésta misteriosamente desapareciera, y desde su posición es improbable que la vea, si es que la Nación alguna vez sale de su escondite. La idea, como en anteriores conferencias, era que el Estado ocupara el lugar de la Nación, que se disfrazara de ella, y que los participantes, aunque supieran el truco, pretendieran no darse por enterados. En cuanto a la Emigración, iba a estar representada por «cubanos que respetan, aman a Cuba, la defienden libre e independiente y se oponen activamente al bloqueo impuesto por el gobierno de Estados Unidos contra la Nación», una definición que, teóricamente, podría aplicarse a muchas personas, pero que en la práctica se refiere específicamente a Edmundo García.
Desde el punto de vista de Díaz-Canel, lo más importante que la conferencia podía lograr era convencer a los delegados cubanoamericanos, que son los que de verdad le importan, de la imperiosa necesidad de seguir luchando contra el bloqueo, o lo que es lo mismo, que Bernie Sanders sea electo presidente. En el otro lado del plenario, hubiera sido bastante improbable que aquellos individuos que se otorgaran a sí mismos el derecho de representar en la malhadada conferencia a toda la «Emigración» y no solo a Edmundo, demandaran, para todos los «emigrados», y también para los que prefieren denominarse «exiliados» o «desterrados», e incluso para la Nación, si es que ésta aparece de una buena vez, algo más que unas pocas concesiones de algún valor práctico o monetario.
Hubiera sido una gran sorpresa que los delegados de la «Emigración» demandaran, para todos los cubanos, dondequiera que vivan, en La Lisa, en Brooklyn o en el onzième arrondissement de París, la restauración de su plena ciudadanía, iguales y plenos derechos políticos y económicos, sin excepciones, incluyendo el de votar en elecciones libres y plurales para elegir un nuevo gobierno de Cuba. Si lo hubieran hecho, Díaz-Canel quizás los hubiera mandado a arrestar en el acto, sin importarle qué otros pasaportes tuvieran en sus bolsillos. Eso les hubiera enseñado una lección, que el derecho más importante que otorga actualmente la ciudadanía cubana a aquellos que la ostentan es el de ser arrestado arbitrariamente en cualquier punto del territorio nacional, quizás el único derecho que Díaz-Canel no piensa jamás arrebatar a su pueblo, ni a los de adentro ni a los de afuera. Pregúntenle a Luis Manuel Otero Alcántara, ciudadano cubano in extremis, en qué consiste ese derecho.
A Otero Alcántara, por cierto, lo han liberado, y está ahora en su casa, esperando una nueva ocasión de ejercer su derecho a ser arrojado a un calabozo sin tener que cometer para ello ningún crimen. Uno se pregunta con qué cara se habrían presentado esos delegados de la «Emigración» en el Palacio de las Convenciones a reclamar, quién sabe, que el pasaporte sea más barato, o que los dejen comprar casas en Cuba, o abrir una paladar o un hotel, mientras Otero Alcántara era condenado a un año de cárcel, o más, por hacer algo que en la vasta mayoría de los países donde esos delegados viven es llamado «arte», y no es la policía la que se ocupa del asunto, sino los críticos de los periódicos. Reclamar derechos para la «Emigración», y no, también, los de la Nación, que cualquier día de estos nos da la sorpresa, hubiera sido una traición a ambas, que no son entidades separadas, sino, nos guste o no, e incluso si no le gusta a Díaz-Canel, la misma cosa.
Quizás el coronavirus pruebe ese principio en las próximas semanas, categóricamente.