Kiko Barrios, reportero migrante

    Pero si sales de este mundo ciego

     y vuelves a mirar los bellos astros,

    cuando decir «estuve allí» te plazca,

    háblale de nosotros a la gente.

    Dante Alighieri (La Divina Comedia)

    I

    Desde diciembre de 2020 hasta marzo de 2021, Yosmel (Kiko) Barrios Bernal albergará la sospecha de que el viaje podría terminar de la manera en que habrá de hacerlo, aunque es poco probable que imagine su muerte en la aséptica sala de un hospital. Como sea, tras salir de Uruguay, la muerte será una posibilidad a cada paso. Muchas veces la sentirá cerca, respirándole en la nuca, como la boca de la 9 mm con que le arrebatarán la comida en Colombia. Habrá ocasiones en que la sienta ya no cerca, sino dentro de sí, taladrando cada uno de sus huesos, como cuando unos maleantes, al encontrarle dinero encima, le llamen «cubano mentiroso» y le pateen sin piedad hasta dejarlo semiinconsciente en la soledad de una selva. Kiko sobrevivirá a esos días que, al final, no serán más que la anunciación de su muerte.

    A partir de entonces, todo dependerá de cuánto pueda soportar el peso de las golpizas, el hambre y la falta de medicamentos. Resistirá unos meses más, sí, pero gracias a su obstinación y a su fe. Kiko Barrios habrá de profesar hasta el final de su vida una incauta confianza en sí mismo y también una desmedida devoción por Elegguá, el orisha al que se había consagrado años antes en La Habana. En la religión Yoruba, Elegguá es quien abre caminos. ¿Qué mejor santo para proteger a un migrante?

    Para marzo habrá llegado a Tapachula, en la frontera sur de México, con la idea de obtener un documento que le permita continuar de manera legal su ruta hacia Estados Unidos. Pero la burocracia migratoria suele ser lenta, y en su caso tardará más de lo que su cuerpo logrará resistir las secuelas de una desventurada travesía de casi siete mil kilómetros.

    En la mañana del 16 de abril de 2021, los médicos del Hospital General de Tapachula decretarán su muerte, luego de varios días ingresado por deshidratación. El colapso del cuerpo tendrá que ver, sospecharán algunos, con las penurias de los cuatro meses previos en que no habrá recibido tratamiento alguno para el VIH. Kiko Barrios morirá a los 36 años, lejos de su familia, solo, excepto por dos compañeros de viaje que luego se encargarán del cadáver.

    ***

    Comencé a seguir a Kiko Barrios en Facebook mientras me encontraba en la ciudad donde él moriría tres meses después. Fui en busca de una caravana de migrantes varada frente a las oficinas del Instituto Nacional de Migración y de otra que se avecinaba con la increíble cifra de seis mil personas. La primera se disolvió un día antes de mi llegada; la segunda fue interrumpida numerosas veces por las fuerzas fronterizas de Centroamérica, lo cual alargó su entrada en Tapachula más allá de lo que había previsto. No me quedó más opción que cambiar de planes y dedicarme, básicamente, a recopilar testimonios de migrantes cubanos con los que armar una crónica sobre la ruta hacia Estados Unidos. Sin embargo, escuchar las anécdotas de Kiko Barrios, quien recién salía del infierno selvático del Darién, derrumbó mi confianza en esta nueva empresa. Gracias a él supe que aquello no sería cosa fácil y que, en algún momento, debía dejar a un lado la búsqueda de historias desgarradoras para intentar comprender la madeja de sentidos que las une a todas.

    Recorrí las calles y rincones de Tapachula, que es, digamos, la puerta de entrada al vestíbulo del sueño americano, una ciudad hecha «de» y «por» migrantes, pero no precisamente «para» migrantes. Finalmente, encontré lo que esperaba: algunos testimonios tristes, otros algo más esperanzadores y, en mayor cantidad, gente que no estaba dispuesta a compartir sus historias del todo. Como sea, ninguna era como la de Kiko y sus compañeros de viaje.   

    Hice mi trabajo. Regresé a Ciudad de México y terminé escribiendo una crónica de la que quedé bastante insatisfecho. Las terribles escenas minuciosamente narradas o filmadas por Kiko distaban mucho de los relatos apresurados, esquivos y recelosos, que logré sacar a mis entrevistados. Me pareció abismal el espacio que se abría entre lo que debía ser mi texto y lo que iba siendo. Me apresuré entonces a cambiarlo todo y centrarme en describir el espíritu de esa ciudad de paso, cuya esencia, creo, responde a una particularidad del migrante: dejar un pedazo de sí en cada tramo de camino.

    Hoy lo he vuelto a leer. Se supone que el periodismo ofrece respuestas allí donde se abre una duda, pero aquel texto me ha dejado las mismas preguntas.

    ¿Qué impulsa al migrante a seguir? ¿Qué puede ser tan fuerte como para enfrentar la muerte a cada metro y no ceder? ¿Es el lugar del que se escapa? ¿Es el lugar al que se aspira llegar?

    ¿A dónde pertenece el migrante durante su travesía?

    II

    Un muñeco gigante de Spiderman es lo que Kiko Barrios promete enviar a Dylan Yosmel, su hijo, poco antes de partir de Cuba. Con ese juguete, que deberá ser el más grande de su tipo, justifica ante el niño su salida del país.  A Dylan Yosmel, de seis años, le gustan las historias de superhéroes, y no pocas veces se ha referido a su padre como uno de ellos. A Kiko, sin embargo, esto no le es suficiente. No existen superhéroes bodegueros. Los superhéroes tampoco se hurgan con tristeza en los bolsillos, ni hacen imposibles cuentas para comer todos los días, aunque sea poco y mal, y llevar a sus hijos de paseo al Zoológico algún fin de semana. Los personajes de Marvel y DC son tipos valientes, fuertes, ayudan a los desprotegidos y, no importa los peligros que enfrenten, siempre sobreviven para protagonizar nuevas aventuras.

    Kiko todavía no ha salido de Cuba y ya se imagina a muchos kilómetros de distancia, en un lugar donde basta trabajar de sol a sol para darse «ciertos lujos» y, a la vez, ayudar a su familia y amigos. Por ahora, cree que ese lugar es Uruguay, a donde hace un tiempo se fue su hermano. Pero la verdad es que pudiera ser cualquier otro sitio. Su mapa de la prosperidad abarca todo el planeta, excepto Cuba.

    Durante los días previos a su salida de la isla, Kiko Barrios no solo vive del entusiasmo sobre su futuro de fantasía, sino que se esfuerza por contagiarlo. Hace promesas, como enviar una correa nueva para el perro de Yenisley Cruzata, vecina y gran amiga suya, y describe escenarios paradisíacos, como puede ser un supermercado abarrotado de ropa y comida. Por lo demás, está convencido que atravesar Guayana y Brasil será cosa fácil.

    «Kiko, piénsalo bien. Eso puede ser peligroso. Además, está… tu enfermedad», dice Yenisley durante la cena que organiza en su casa, horas antes del vuelo. «Elegguá me protege, Tata», contesta él con una sonrisa de oreja a oreja, y luego le pide que cuide su libreta de Itá. Cerca de las 5:00 a.m. suena el claxon del auto que lo llevará al aeropuerto. Kiko se despide de Yenisley con un abrazo, y del perro, un rottweiler manso, con caricias juguetonas.

    Han pasado casi seis meses, el 2020 apenas comienza, y en el barrio solo saben de él por las redes sociales. En su perfil de Facebook, Kiko cuelga fotos y videos de todo cuanto ve y le sucede: viajes en moto por la playa, juegos de fútbol con su hermano y otros cubanos, suculentos helados de chocolate o la irrupción de un grupo de samba en un mall:  una bailarina en bikini que se pasea varios departamentos y él la persigue con su móvil. Antes, mientras estaba en Cuba, jamás se separaba de su celular. Ello le había dado cierta fama de experto en tecnología y de fotógrafo aficionado, por lo que varias veces hizo de informático improvisado y también de retratista en las fiestas de sus allegados. En Uruguay, sin embargo, esa pasión por filmar y fotografiar parece haberse desatado.

    En la isla, muchos están convencidos de que, después de todo, tomó la decisión correcta al irse. En redes sociales y en mensajes privados, Kiko Barrios afirma haber hecho realidad sus sueños de prosperidad, y todo con el dinero que le deja un simple empleo de delivery. Para demostrarlo cumple algunas de sus promesas, como la correa nueva para el perro de Yenisley. Ahora solo le falta encontrar el juguete de Spiderman, el más grande que jamás se haya fabricado.

    ***

    Mi vida en Cuba, durante un tiempo, fue un relato complejo que de a poco perdió a muchos personajes hasta volverse prácticamente un monólogo. Cada vez eran más los amigos que migraban y de los que sabía solo por lo que de forma muy esporádica me contaban. A ninguno le había ido mal. Ninguno se quejaba. El mundo fuera de la isla era, más o menos, lo que pensaron que sería.

    Luego, cuando llegó mi turno, supe que el migrante es muchas veces un fabulador poco creativo y fiel a la realidad que imagina antes de partir. Sus ficciones, creo, responden a la necesidad de negar el fracaso.

    Sabemos que Kiko Barrios fue fiel a su ficción, y también que la fantasía uruguaya acabó de desmoronarse el mismo día en que decidió partir hacia Estados Unidos. Apenas se puede vivir como delivery en Uruguay, donde se exigen muchas horas de trabajo por muy poco dinero. Sin embargo, al no necesitarse la cédula de identidad como requisito para repartir comida, son muchos los migrantes indocumentados que ven ahí su única opción de asentarse en el país. Desde hace varios años, este trabajo se mantiene bajo la lupa de quienes velan por el cumplimiento de los derechos laborales y por los impuestos en Uruguay, ya que las empresas de comida a domicilio prefieren no contratar a sus empleados y obligarlos a registrase como independientes que deben asumir la compra de sus medios de transporte y hasta de sus uniformes. Así las compañías evitan pagar algunos tributos y se libran de gastos en materia de seguridad social.

    Migrar muchas veces exige no mirar atrás, jamás quejarse del presente, no importa si para ello es necesario fingir. La soledad, las carencias, todo lo que pueda aquejar en tierra ajena, se sufre en silencio. La realidad se vuelve entonces un espacio íntimo, una verdad que no se comparte, y que se revela con una nueva decisión: volver a migrar.

    III

    ¡Ay, que decir lo que era, es cosa dura,
    esta selva salvaje, áspera y fuerte,
    que en la mente renueva la pavura!

    ¡Tan amarga es, que es poco más la muerte!

    Dante Alighieri (La Divina Comedia)

    El 18 de diciembre de 2020, Kiko Barrios abandona a su hermano y sale de Uruguay junto a otros diez cubanos. Lleva en la mochila poco más que dinero, su pasaporte, una cajetilla de cigarros y, para las noches frías, su abrigo rojo de delivery, con el sello de la empresa PedidosYa estampado en el pecho. La Nochebuena los sorprende atravesando Brasil. El fin de año lo pasan en Medellín, un lugar que Kiko reconoce como la tierra de Pablo Escobar. En verdad, solo sabe de Escobar lo que ha visto en las series televisivas que le llegaban en Cuba a través del Paquete Semanal, o sea, que era un narcotraficante muy listo con ciertos aires de Robin Hood. Con este nivel de conocimientos sobre la realidad latinoamericana se dispone a atravesar algunas de las regiones más violentas del continente y del mundo.

    Cubanos en el Darién / Foto: Yosmel Barrios

    Su grupo para muy cerca de donde inicia el Tapón del Darién, el inmenso tramo de selva colombiana que termina a las puertas de Centroamérica. Deciden descansar y partir a la mañana siguiente. Mientras tanto, Kiko Barrios habla con su hijo, a quien justo esa mañana colgarán por primera vez una pañoleta de pionero al cuello.

    «Penco, ven a buscarme que te extraño mucho y ya soy un hombre», dice Dylan Yosmel, y Kiko no puede hacer más que esconder su tristeza frente a la pantalla del móvil y prometerle que pronto se verán. La conversación y la imposibilidad de ser él quien anudase esa pañoleta, sin embargo, no le desaniman del todo. De hecho, saca fuerzas de la propia melancolía para convencerse a sí mismo de que debe llegar a Estados Unidos sin importar lo que cueste. Solo así, cree, podrá darle una mejor vida a su hijo.

    El 10 de enero, el grupo de cubanos, al que se han sumado unos pocos, echa a andar. Como sabe que este puede ser el tramo más peligroso de la ruta migratoria, o eso le han dicho, Kiko se enfunda en la cabeza su gorro de Elegguá. El camino, al final, se vuelve la sumatoria de los intervalos de tiempo entre asalto y asalto. En total son atracados cuatro veces por hombres armados con machetes y pistolas. Después del primer desvalijo, sienten que la posibilidad de sobrevivir al siguiente se hace más remota. Cada vez tienen menos que entregar, y los maleantes de la selva suelen perder los estribos cuando saben que saldrán con las manos vacías. En el segundo, pierden toda la comida. A partir de entonces comienzan a alimentarse con plátanos verdes hervidos y a beber agua de los charcos que encuentran, lo cual desata fuertes cólicos entre los viajeros. En el último encuentro, los asaltantes descubren los dólares que Kiko llevaba encima y que hasta ahora ha conseguido esconder. La mentira los enfurece y descargan sobre su cuerpo flacucho puñetazos y patadas que no cesan, ni siquiera cuando Kiko cae desplomado al suelo. No le han roto ningún hueso, pero sí le han dejado oscuros hematomas en la piel y dolores en cada una de las articulaciones.

    Las huidas y los retrasos han separado al grupo inicial. A Kiko y quienes todavía lo acompañan solo les queda rezar por que el resto encuentre el camino hacia Bajo Chiquito, el campamento de migrantes al otro extremo de la selva. Entre los perdidos está una pareja y su niña, que no pasa de cinco años. Kiko le pide a Elegguá que los guíe, sobre todo, a ellos. Le aterra pensar que cualquiera de sus compañeros extraviados termine como uno más de los cadáveres que encontraron en distintos puntos del camino, putrefactos entre la hojarasca y las raíces de los árboles. Dos de los muertos parecían cubanos. Un tercero tenía cierto aspecto local, y vestía a la manera de los salteadores. Los otros dos cadáveres pertenecían a una mujer haitiana o africana y a un niño pequeño que yacía en sus brazos. Nadie se detuvo a enterrarlos, pues eso habría significado retrasarse y aumentar las posibilidades de otro atraco. Los animalejos y la tierra se encargarían de borrar todo rastro de muerte. Aquellos despojos ya pertenecían a la selva.

    Cubanos llegando a un campamento / Foto: Yosmel Barrios

    ***

    Recuerdo que reí con su primer video. Me divertía su pose de reportero experimentado, mezclada con el habla de cualquier cubano promedio: uno criado entre las callejuelas de Santa Felicia. Parecía un tipo algo ingenuo y muy noble, metido en un ambiente hostil para el que no estaba hecho. Improvisaba y, sin esforzarse, las palabras salían con un toque humorístico. Con ese video comenzaba a documentar su travesía, y lo primero que se le ocurrió fue «denunciar» las pésimas condiciones del ómnibus que lo transportó de Cuzco a Lima en un viaje de 20 horas. «Miren esto, señores, el baño cochino este, lleno de mierda. ¿Así quieren que uno viaje, en esta cosa que dicen que es cinco estrellas? Cinco estrellas ni cinco estrellas, bafff… ¡Esto es una falta de respeto!», dijo después de pasear la cámara del móvil por cada rincón del ómnibus y de entrevistar a los otros pasajeros, irritados por la incomodidad de los asientos y el hedor proveniente del baño.

    El segundo video, en cambio, me estremeció. Kiko estaba algo deteriorado, la cara sin rasurar, considerablemente más delgado. Hizo la directa desde el campamento de Bajo Chiquito, donde se decidió a revelar los pormenores de su viaje de seis días y cinco noches a través del Tapón del Darién. Su grupo, dijo, era solo una pequeña porción de los cerca de 150 cubanos que cruzaron al mismo tiempo aquella jungla. Al menos nadie murió entre quienes lo acompañaron. Incluso, la pareja y la niña, que se habían extraviado, lograron encontrar por sí solos el camino, aunque llegaron dos días más tarde. El grupo que venía detrás, sin embargo, no corrió igual suerte. Fueron asaltados, y las mujeres atadas y violadas. El esposo de una intentó evitarlo y terminó macheteado.

    Durante los meses siguientes estuve al tanto de la publicación de videos inéditos sobre su viaje en plena selva y de otros que, medio a escondidas, grabó en los campamentos para migrantes. Luego me volví seguidor de su nueva página en Facebook, «Yosmel Barrios documenta su travecía [sic]», hecha, según él, para dejar constancia de las dificultades y peligros que enfrentan los migrantes cubanos. Esa, dijo también, era la manera en que podía ayudar a quienes pensaran aventurarse por esa vía en busca del sueño americano. Varios medios digitales republicaban sus historias. Incluso la cadena Univisión siguió su ruta y usó varias de sus grabaciones como audiovisuales de apoyo en reportajes sobre caravanas de migrantes. Para los amigos que dejó en Cuba, Kiko se volvió una estrella, a la manera de un temerario corresponsal de guerra que toma las imágenes más impactantes de un combate en pleno desarrollo. Pero los periodistas pueden elegir en algún punto abandonarlo todo, tomar un avión a casa para trabajar con el material recopilado y luego presentarlo a un premio. Él no. Y, sin embargo, creo que por momentos tuvo esa ilusión.

    ¿Por qué decidió Kiko Barrios relatar su travesía, muchas veces a riesgo de ser detenido y regresado? ¿No tenía suficiente con intentar sobrevivir? ¿Por qué ese compromiso con una historia, al punto de hacer del propio viaje una realidad dependiente de su narración? No tengo una respuesta convincente, solo algunas observaciones.

    Kiko Barrios se impone el deber de contar su historia una vez sale del Tapón del Darién. Acaba de plantarle cara a la muerte en varias oportunidades, en solo seis días. El resto del camino tampoco consistirá ir de ómnibus en ómnibus como en Sudamérica. Pero Kiko comprende que tiene en sus manos un gran relato que pocas veces ha sido narrado con la crudeza merecida, porque contarlo implica sobrevivir, y sobrevivir requiere no detenerse en los detalles, requiere mirar siempre al frente y avanzar.

    Asumir el compromiso de testimoniar su ruta en semejantes circunstancias es también un acto de rebeldía. Asaltantes de camino, guardias fronterizos, coyotes, autoridades migratorias, todos conciben a los migrantes de la misma forma en que los pescadores conciben al cardumen que se aproxima: muchos caerán en las redes y otros tantos seguirán de largo sin reparar en los que ya no están. Durante su travesía, el migrante es a menudo tratado como poco más que una bestia; sobrevive en las condiciones de una bestia, y pronto entiende que, mientras dure el camino, esa será su naturaleza. Para llegar a su destino sabe que debe deshumanizarse y reducir las costumbres e instintos sociales al silencio, algo que, según Primo Levi, es casi consustancial a «la necesidad y al malestar físico oprimente». Kiko Barrios decide entonces rebelarse contra la fatalidad impuesta por el contexto desnaturalizando la corrupción, el maltrato y la indiferencia. Su insolencia frente al destino consiste en bajar la vista del horizonte para mirar a los lados y, sobre todo, a sí mismo.

    IV

    Cubanos en el Darién / Foto: Yosmel Barrios
    Cubanos en el Darién / Foto: Yosmel Barrios

    En Bajo Chiquito, Panamá, lleva varios días sintiéndose débil. Apenas come, luego de muchas diarreas en la selva. No hay medicamentos. Kiko Barrios teme que en estas condiciones se active esa bomba de relojería con la que carga, el VIH. Cuenta su situación a los funcionarios de SEFRON (Programa Regional de Seguridad Fronteriza), pero estos le niegan ayuda y comienzan a tratarlo con desprecio, casi con asco.

    En el campamento llega a contar casi 150 cubanos, 200 haitianos, dos rusos, cuatro ecuatorianos, cinco venezolanos y dos árabes, a quienes identifica como turcos. Cómo llegaron a este lugar dos rusos y «dos turcos» es algo que no se puede explicar. En estos sitios, la gente hace camada por nacionalidad, de manera que Kiko se une al resto de los cubanos. Con ellos duerme en las casas que los lugareños alquilan a bajos precios. Cada una soporta malamente siete u ocho personas. Ni siquiera son casas, sino cubículos carentes de baños, donde hacen de camas unas tablas duras sobre el suelo. Aun así las aceptan. El ecosistema de estos pueblos fronterizos depende de los migrantes. Se desarrolla entre locales y viajeros una relación, digamos, simbiótica.

    Kiko no tiene un céntimo encima, pero pronto conseguirá algo de dinero, quién sabe cómo. Necesita con urgencia una tarjeta telefónica con Internet para hacer sus videos, y para ello empeña su pasaporte. Otros hacen lo mismo, pero por comida.

    No pasan mucho tiempo ahí. A finales de mes salen las lanchas que los moverán por 25 dólares hasta las inmediaciones de otro campamento para migrantes llamado Lajas Blancas, también en Panamá. Aquí hace un video, donde dice estar enterado de los sucesos ocurridos frente al Ministerio de Cultura el 27 de enero. Kiko dice admirar a los artistas y periodistas detenidos ese día. Se solidariza con ellos. Él, que desafía la muerte a cada paso, se solidariza.

    Lajas Blancas tiene el aspecto de un destrozado campo de refugiados de guerra. En cierto modo, lo es. Aquí todos escapan de una guerra: una entre sí mismos y sus países de origen. El campamento tiene por baños una hilera de letrinas infectas y por casas unas lonas desgastadas bajo las que se apiñan los migrantes. Esta vez la mayoría son haitianos que han venido en familias enteras, cuyos niños corretean, ajenos a todo, levantando nubes de polvo. «Este es el campamento donde dicen que dan buenos tratos… pero no dan ni pinga», dice Kiko frente a su móvil. Para entonces sabe que muchos siguen sus directas; por eso algunos cubanos se asoman a la cámara para enviarles saludos a sus familiares y decirles que están bien, que es estar vivos.

    ***

    En verdad, no reparé en lo serio que se tomaba Kiko Barrios su labor de filmarlo todo hasta que vi sus directas en San Vicente. En una de ellas tiene lugar una escena que es solo un paréntesis involuntario en la narración. Mientras graba, alguien le grita que apague la cámara y deja una amenaza suspendida en el aire. Kiko entonces se envalentona y lo desafía: «¿Qué vas a hacer? ¿Darme golpes? Este es mi periodismo y lo hago gratis. Soy periodista y me da la gana», contesta, para luego continuar detallando los pormenores de la vida en el campamento.

    Desde ese momento comencé a ver a Kiko Barrios como un héroe dantesco, o como una versión caribeña del propio Dante: menos teologal y pretenciosa, pero más atrevida y realista. Kiko es el héroe de su propia epopeya, pero, como en La Divina Comedia, no es el centro de la obra. El poema es el camino y los personajes en sus viacrucis. Selvas y campamentos fueron sus círculos infernales y su purgatorio de expiación. Su Beatriz: un apartamento en Florida, un trabajo honrado y su hijo colmado de juguetes, ropa y comida.

    Esta comparación me seduce. ¿Será casualidad que Kiko Barrios y Dante Alighieri se hayan lanzado a sus respectivos avernos con la misma edad?

    V

    Kiko y otros migrantes en la Selva / Foto: Selfie de Yosmel Barrios 

    De Lajas Blancas, los migrantes son trasladados en pequeños ómnibus al campamento de San Vicente, escoltados por un guardia panameño en motocicleta. Allí les obligan a vaciar sus mochilas y les decomisan los cigarros y las cuchillas de afeitar. Kiko Barrios, fumador obsesivo, está desesperado. Días después llega otro grupo de migrantes que pasan por el mismo procedimiento. Él filma a escondidas el desvalijo. Sabe que si lo descubren pueden mandarlo otra vez a Lajas Blancas, que es el castigo que corresponde a los indisciplinados. Para entonces ya ha descubierto la red de comercio clandestino de San Vicente. Los mismos cigarros y cuchillas de afeitar decomisados por los guardias son luego vendidos a los propios migrantes. Aquí un cigarrillo puede costar un dólar.

    Unos médicos han venido a hacer PCR al campamento. Tres migrantes dan positivo al coronavirus, aunque parecen asintomáticos. Los guardias deciden no aislarlos y ellos, los enfermos, tampoco pueden aislarse por su cuenta. Son cientos de personas y apenas pueden moverse con libertad en el reducido espacio cercado de San Vicente, como animales en un corral. Kiko Barrios dedica su nuevo reportaje al tema de la COVID-19 y recorre el lugar en busca de testimonios. «Yo no quiero morirme de COVID. Yo tengo una hija de siete años que tengo que mantener», le dice un joven famélico. «¿De qué sirve que nos obliguen a usar mascarilla si tenemos que tomar café de la misma taza todo el mundo?», pregunta alguien frente a la cámara. En San Vicente todos temen enfermarse de coronavirus. Mientras tanto, soportan un nuevo brote de diarreas, provocado por la comida en mal estado que les suministran.

    Los guardias detienen a dos cubanos y los llevan a una carpa aislada, donde les juzgarán por indisciplina. Les acusan de fumar. Kiko Barrios se acerca al lugar de los hechos. Cerca de la carpa, otros migrantes esperan por el veredicto sobre sus compañeros. Los detenidos y quienes esperan pertenecen a una  suerte de comunidad gay que se ha nucleado en el campamento. Los amigos de los supuestos fumadores dicen que las acusaciones son falsas y que todo responde a una innegable verdad: las autoridades de San Vicente discriminan a los homosexuales.

    Kiko Barrios advierte que debe cuidarse cada vez más de que no le sorprendan grabando. Se comenta que hay chivatos entre los migrantes. Él mismo ha identificado a algunos. Los chivatos informan de cuanto sucede a los guardias y, gracias a sus prebendas, también hacen de intermediarios en la venta de cigarrillos. En un campamento de migrantes la más mínima prebenda siempre es un lujo. «Parecemos presos. ¡Estamos peor que los presos! Aquí violan los derechos, los izquierdos y, si te pones a comer mierda, te violan a ti», bromea Kiko en Facebook.

    El campamento ha estado agitado hoy, y por la cantidad de gente que se acumula en las afueras, Kiko sospecha que se trata de una especie de inspección. Ha venido también la prensa, supone que panameña, con cámaras, micrófonos y fotógrafos. Poco antes, las autoridades de San Vicente advirtieron a los migrantes que debían «portarse bien». Los más conflictivos, esos que alguna que otra vez han criticado abiertamente las condiciones del lugar, permanecen retenidos y apartados. Kiko esconde su celular en el bolsillo y comienza a grabar. Los periodistas, con toda su parafernalia, no se atreven a filmar al interior de la cerca. Mientras se burla de los visitantes, Kiko señala que este simulacro le recuerda mucho Cuba.

    Luego de su estancia en San Vicente, Kiko Barrios logra llegar por fin a Costa Rica. De ahí sigue hacia Nicaragua, Honduras y Guatemala en un viaje sin demasiados contratiempos, unas veces a pie por carreteras desiertas y otras en cualquier tipo de transporte. Sus videos se hacen cada vez más esporádicos. Apenas ofrece detalles del viaje, excepto por un romance condenado a la fugacidad. Piensa entonces que ya pasó la peor parte del camino. El día 13 de marzo, muy alegre, anuncia su llegada a Tapachula.

    ***

    ¿Qué impulsa al migrante a seguir? ¿Qué puede ser tan fuerte como para enfrentar la muerte a cada metro y no ceder? ¿Es el lugar del que se escapa? ¿Es el lugar al que se aspira llegar?

    No lo sé aún.

    ¿A dónde pertenece el migrante durante su travesía?

    A ningún lugar en especial. Solo al camino. El camino es la Patria.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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