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    Kelly Martinez-Grandal, poeta ganadora de la Beca Cintas 2023: «La vida es tránsito. La muerte también»

    La escritora Kelly Martinez-Grandal (La Habana, 1980) es una mujer de talento. Hija prodigio del exilio, ha vivido una doble migración: a los 13 años sus padres se la llevaron a Caracas, Venezuela, y, a los 34, ella se echó al hombro esa misma familia, rumbo a Miami. En sus años en Caracas, se licenció en Artes y Magister en Literatura Comparada por la Universidad Central de Venezuela. Esas geografías le han dado un acento impreciso, pero siempre lírico; el de la que escribe estos versos: «El mar es siempre lo mismo/ un manicomio de paredes azules o negras/ Santa Cachita, Madre de Dios, ruega por nosotros los balseros, los pecadores».

    Es autora de los poemarios Medulla Oblongata (2017), Zugunruhe (2020) y Una luna anacoreta (2021), y del libro de cuentos Muerte con campanas (2021). Con Zugunruhe obtuvo la Medalla de Plata en el Felipe Herrera Award, International Latino Books Award, al mejor libro bilingüe de poesía. Y recientemente ha recibido la prestigiosa Cintas Foundation Fellowship en Escritura Creativa, una beca otorgada exclusivamente a creadores de orígenes cubanos.

    ‘Zugunruhe’; Kelly Martinez-Grandal
    ‘Zugunruhe’; Kelly Martinez-Grandal / Imagen: X / @TeamPoetero

    Kelly Martínez-Grandal conversa en exclusiva con El Estornudo sobre la oportunidad de ganar esa beca, sobre su experiencia migrante, sobre su obra, que es en cierto modo lo mismo que hablar sobre la memoria colectiva de América Latina.

    DB: Fuiste parte del proyecto Funcionarte, dedicado a combatir la violencia de género, con textos luego incluidos en la antología Todas las mujeres: fulanas y menganas (2016). ¿Cuál es tu perspectiva sobre este tema en culturas como las de Cuba, Venezuela y Miami? ¿Existen diferencias sustanciales entre esos contextos? ¿Cómo habrían marcado tu paso por cada uno de esos lugares en distintas etapas de tu vida?

    KMG: El primer impulso es decirte que la cubana es una cultura más machista que la venezolana, pero no es cierto. La diferencia es que en Venezuela es más solapado. Me refiero al lado más visible de esa violencia: el acoso, el abuso sexual y la violencia doméstica.

    Mi adolescencia, como la de tantas mujeres en Cuba, estuvo llena de desconocidos que me tocaban en la calle. Si habías desarrollado, ya tenían «derecho» sobre tu cuerpo. Nunca me pasó en Venezuela, donde el acoso se limita a piropos muy desagradables. Creo que analizar las causas de esa diferencia da para horas de conversación, pero hay par que me interesan particularmente: la primera es la falta de información, que atañe a toda la realidad cubana. Dainerys Machado, escritora y amiga, comentaba en una conversación que el feminismo en Cuba, hasta hace poco, estaba detenido en las nociones de 1959; un feminismo Federación de Mujeres Cubanas. A eso le sumo la exigencia de ser la perfecta mujer revolucionaria, incapaz de cuestionar el poder; la imposición de un deber ser sobre otro. En ese sentido, las venezolanas, aunque tienen encima el deber ser de las misses, tuvieron la ventaja de una vida más libre e informada, que creo se traduce en límites más claros. Igual eso no evita un millón de cosas, y que las leyes simplemente no funcionen. Ahí tienes el caso de Linda Loaiza, violada y torturada brutalmente, que lleva exigiendo justicia desde hace más de 20 años.

    En Miami todo cambia un poco porque en el país hay leyes que se respetan, así que en lo público todo es menos evidente, pero no olvido a un tipo haciéndome gestos obscenos desde su carro, cuando nadie lo veía, y la manera en que eso me dio la dimensión de que en lo privado las cosas son distintas. Estadísticamente, los mayores índices de violencia machista están en el área de la violencia doméstica (que pasa a puertas cerradas). En la comunidad latina, los números de esas estadísticas se reparten entre cubanos y centroamericanos, a pesar de que la mayoría de las mujeres (por miedo y por desconocimiento) no denuncian.

    En una de tus entrevistas hablas de cómo, durante y después de la pandemia, atravesaste un período de búsqueda interior, una especie de desglose de identidad. ¿Cómo crees que influyó una ciudad como Miami, con tantas y ninguna identidad, en ese proceso?

    Creo que Miami, precisamente por sus tantas y ninguna identidad, te obliga a pensarte. El espacio de lo colectivo está atomizado y, al menos para mí, no es un refugio. Tal vez porque ya venía escindida, porque soy cubana y venezolana (sin terminar de ser ninguna) y ambas comunidades no terminan de aceptarme. No soy gregaria, pero aquí supe qué significaba realmente la soledad de no pertenecer, incluso más que en Venezuela. Al principio fue doloroso, ya no me importa. Me aferré a mí, me hice un montón de preguntas sobre esa que todos los días aparece en el espejo. A esa búsqueda se le sumó la poderosa presencia de la muerte durante la pandemia, que siempre te obliga a mirar lo esencial.

    Las respuestas, por supuesto, siguen abiertas. Un individuo no tiene una sola dimensión. Pero sí me importaba tener conciencia de qué quiero, qué me gusta y cuáles son los caminos que me interesan. También de lo que es mío: el núcleo que no ha variado desde la infancia. Eso que D.H. Lawrence llamaba «el mínimo grano de eso que ninguna ola puede llevarse».

    ¿Y qué hay de esa búsqueda en tu primer libro de cuentos, Muerte con campanas (2021), y sus personajes?

    Es posible que todos esos personajes que dialogan o combaten con las distintas formas de la muerte tengan que ver con ese proceso, pero no es algo que me planteara concienzudamente a la hora de escribir, y, de hecho, ahora que me lo preguntas es la primera vez que pienso en una posible relación. Son personajes que tenía atorados y necesitaban nacer. Efectivamente, todos tienen identidades desechas o en reconstrucción. Gente solitaria, gente que no pertenece o que está buscando su lugar.

    Según has dicho antes, Muerte con campanas fue un reto no solo por ser tu primera incursión en la narrativa sino también porque eran tus propias historias llevadas a la ficción. ¿Podríamos llamarlo un libro de autoficción? 

    No diría que todo el libro es autoficción. Hay historias con contenido biográfico ficcionalizado, pero otras nacieron de una foto vista por casualidad, del comentario de un amigo o de las vidas de gente que conozco. Algunas de las historias que parecen biográficas, no lo son. Algunas parecen ajenas y resulta que están inspiradas en mis propias experiencias. Creo que es precisamente allí, en esa mezcla y ese engaño (al fin y al cabo es ficción), donde lo propio se abre a una postura menos autorreferencial.

     ¿Cómo pensaste el manejo del «yo» sobre algo que partía de lo autorreferencial?

    De la misma manera en que siempre lo he pensado y manejado: como un ente en constante transformación. No el centro del mundo, sino un espacio donde el mundo tiene un lugar privilegiado: otredades, influencias, experiencias, heridas, marcas, gustos propios y adquiridos, sueños; lugares que conoces y no te pertenecen, lugares que jamás has visto y se sienten como propios. La idea de un «yo» cerrado, sin manchas, fijo, no es algo que me interese particularmente, y tampoco me doy tanta importancia. Siempre digo que uno es Nadie, con mayúsculas porque también puede ser ese Nadie que le clava la estaca a Polifemo. No es falsa humildad, como todos tengo mi pequeño ego, sino conciencia de lo breve.

    Recientemente fuiste ganadora de la beca Cintas en la categoría de escritura creativa. ¿En qué consiste el proyecto premiado?

    Es un diario de viajes, un poemario sobre mi relación con distintas playas del mundo: Cuba, Venezuela, Chile, Estados Unidos. No sobre el mar, sino sobre mi relación con él, que parte de un lugar de mucho miedo. Es, por tanto, una especie de bitácora íntima y, de todo lo que he escrito, es tal vez el libro más autorreferencial.

    Ganar la Beca Cintas fue una sorpresa enorme y un honor más grande todavía. Sobre todo, un reto: en primerísimo lugar porque me preceden nombres de mucho peso y es un desafío estar a esa altura; honrar la oportunidad que se me dio. Segundo, porque de verdad es un work in progress, así que hago malabares para no descuidar mi trabajo como editora y poder dedicarle tiempo y cabeza al proyecto. Estoy ahora en plena efervescencia creativa, que, por un lado, es fantástico y, por otro, bordea peligrosamente la locura. Me obsesiono con lecturas, con temas, con imágenes. Pero estoy escribiendo, leyendo, investigando y divirtiéndome mucho. Sobre todo eso último. Hace mucho que un nuevo libro no me divertía tanto. 

    A lo largo de tu obra se nota la presencia de un interés molesto por los adioses, la pertenencia de la tierra, el desarraigo. ¿De dónde crees que nace esa necesidad constante de pensar en la emigración y la muerte?

    De mi propia vida, que incluso antes de emigrar era un poco nómada, dividida entre tres casas habaneras. En Caracas, las mudanzas fueron muchas, así que conozco bien lo transitorio. La vida es tránsito. La muerte también. Luego, por supuesto, está la emigración, que me ha obligado dos veces a separarme de lo que amo. Están los adioses, los que se murieron lejos. Todas mis propias muertes y renacimientos.

    Más allá de eso, creo que es un asunto de personalidad. Desde niña estoy obsesionada con la idea de viajar, de enfrentarme a lo desconocido, y he sentido una fascinación tremenda por la muerte. No creo en la perorata de «acepta y no sufras porque es parte de la vida», aunque eso último sea cierto. La muerte tiene que doler, tiene que llorarse. Su función (y cito o parafraseo nuevamente a Lawrence) es darle sentido a la canción de la vida. Para eso hay que cantar la canción de la muerte. Hay que quitarse el sombrero, como los campesinos o los viejos, en señal de respeto.

    Me interesa, incluso, como fenómeno antropológico: la idea que cada cultura tiene de ella, los dioses a los que se vincula, los ritos fúnebres. Todo eso que usamos para darle explicación a eso en cuya llaneza y banalidad, para decirlo con Barthes, radica su mayor horror.

    Tu libro de poesía Zugunruhe (2020) encara la historia de tu padre, tu abuelo y tu suegro en base a sus relaciones con el lugar donde quisieron y pudieron morir. ¿Dónde le gustaría morir a Kelly Martinez-Grandal?    

    En algún punto del Mediterráneo europeo. Pero con morirme tranquila en mi cama (donde sea) tengo.

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