Leo las 835 páginas que tengo a mano de Gerardo Fernández Fe como él recomienda, con ímpetu de monja compulsiva. Dos novelas —una precursora, la otra catedralicia— y el Moleskine sobre Sergio Pitol. Leo de madrugada, releo por la mañana, rezo, releo, releo, trabajo y encuentro. Cuando me pierdo, sigo el consejo de Pitol y hallo refugio en el relajo. Sin relajo, insomnio y relectura no se accede a GFF. El Moleskine (Rialta Ediciones, 2018) llega al buzón cuando voy por la mitad de El último día del estornino. Es un libro menudo, una libreta. Tras varias semanas intentando descubrir en vano las fuentes de GFF —él jura y perjura que no tiene nada que ver con Javier Marías ni con Roberto Bolaño—, el único novelista centroeuropeo nacido en México ofrece por fin la pista.
Pitol no llega solo. Como todo está en todas partes, vienen también W.G. Sebald, Milan Kundera, Danilo Kiš, Philip Roth, Thomas Bernhard y Ricardo Piglia, autor no de una libreta sino de 327, marcas Triunfo y Congreso, no tan esbeltas como un Moleskine. Pero esos nombres son apenas una instrucción genética. El propio GFF, órfico, hace señales sobre cómo le gustaría ser leído: en las catacumbas y de noche, con un «mocho de lápiz para morder el texto», tratando de «fijar puntos de atención, como tachuelas sobre un mapa de guerra», pero sin caer en la «enunciación intersticial», en la «semiótica de la cultura» y otras muchas «pendejadas para aburrir a los lectores». Autor para místicos y ocultistas, no para eruditos.
La demonología dice que una ciudad destruida está llena de diablos, y cuál más triste y desbaratada que La Habana. Pero también es cierto que el diablo de una religión es el dios de otra. De ahí que los libros de Pitol o Sebald o Piglia, en ediciones satánicas que circularon poco, se convirtieran para la ciudad de GFF en verdaderos objetos de culto, talismanes. En esos instrumentos compactos, disidentes no solo de la política sino de la realidad, encuentra el novelista su mundo.
De la biblioteca al mediocre edificio estatal, el universo que narra GFF es vestigial. Ya no tiene su función original, está adolorido, agoniza pero no acaba de morir. En ese mundo —«un almacén incesante de cosas destrozadas», diría Paul Auster—, el objeto fracturado o alejado de su fin se convierte en presagio. Gran parte de los relatos que, entre rones o en una larga marcha sobre un camión, se cuentan los personajes de GFF aluden a las cosas perdidas, a las cosas-emblema, a las cosas que son regalos envenenados para la memoria. Gente radicalmente sola, los personajes de Hotel Singapur y El último día del estornino —las mezclaré porque van por el mismo camino, y porque todo está en todas partes— acuden a su historia personal y a la quincalla familiar como arma. El propio GFF narra en una entrevista la discusión casi rabínica que sostuvo con su hermana tras la muerte del padre. La tesis de ella: no se debe acumular las pertenencias y las fotos de los muertos. La antítesis de él: es imperativo apoderarse de esas imágenes, de los ídolos familiares, escapar y fabular.
El problema es que a cada personaje de GFF le precede un héroe tribal, un gigante capaz de poner una bomba o derrocar un gobierno, mientras que ellos mismos son espectrales, recordadores sin potencia. Nacido en 1971, el año de Padilla y de la Zafra Alucinante, GFF crea seres que nacen con resaca por el heroísmo del padre. Llevan el hastío en la sangre. Llevan las ganas de irse o de dormir mucho o emborracharse. En toda la historia de ese país, quizás a ninguna generación se la maltrató más, se le exigieron tantas medallas y sacrificios como a la suya. Medallas no hubo, sacrificios sí.
Cuando alguien recibe un fragmento sólido de historia en las novelas de GFF, es probable que fracase o muera. Para comprobarlo, basta pensar en las armas escondidas en sus relatos (cada libro suyo es un pequeño arsenal). Un reluciente Colt aparece bajo las tapas de un volumen; una madre engaveta su «puntiaguda» Makarov y con ella su pasado; un rifle Dragunov encapsula lo más áspero y letal de la Unión Soviética; la pistola de oro de Christopher Lee quiere acribillar a James Bond, y un coctel Molotov es «el mejor amigo del hombre y de la revolución».
La intromisión cruel de la historia en la vida es una de las marcas de GFF. De la historia o de algo mucho más oscuro, un algo «que no es el ejército ni la agencia de espías ni la Patria misma, sino quizás todo a la vez». La historia es el francotirador Lajos, con poder sobre la vida y la muerte, y cuya herencia paterna no es un objeto, sino su pupila azul con una mancha carmelita. Es la imponente empresa-colmena, donde cada quien cuenta un relato amargo y hay quien lo escuche y lo anote. Es la descripción de un reclutamiento. Es la palabra Singapur o Singapore, garabateada, borrada, en letra de molde sobre un pulóver y un par de pezones cortantes. Es una ciudad, Caracas o La Habana o Belgrado, que tritura y se deja triturar, la patria violada por el extranjero o sodomizada por el nacional. Los edificios quebrados y grises, refugio de diablos, de los cuales venimos.
Solo en esas ciudades se puede crear a partir del caos y la nada, como los cabalistas. El tiempo, la alquimia del tiempo, la manipulación rencorosa y hábil del tiempo, es quizás lo más logrado en las novelas de GFF. «No hay un escrito puramente lineal», dice el Moleskine-manual de instrucciones sobre Pitol. Ambas novelas están construidas a partir de círculos temporales concéntricos. El eje es la voz personal, un poco paranoica pero siempre apacible, del narrador. Los primeros párrafos («Un hombre va a una biblioteca, pide tres libros, espera» o «El edificio había sido construido sobre un terreno accidentado») enuncian el punto de partida, pero no calculan cuánto durará el relato, cuánto tiempo podrá aguantar la monja en las catacumbas antes de que aparezcan los vampiros. Con modestia, pidiendo permiso, GFF espera a lo más tenso de la trama —un disparo, un interludio sexual— para sosegar el tiempo.
Lo que ocurre a continuación es prodigioso. Entre voz y voz, el precipicio. Una suspensión del tiempo y una rotura inaceptable del espacio. La tesis de Zenón: «Si hay muchos seres, son infinitos, pues siempre hay otros en medio de los seres, y a su vez otros en medio de estos, y así hasta el infinito». La antítesis de Aristóteles: «Tenemos argumentos de sobra contra las opiniones de Zenón». La síntesis de GFF no es una aporía ni una «pendejada», sino una bonita fábula sobre el tiempo. En un cuarto de Caracas, el escribidor Octavio Forlán acaricia a una mujer que no es suya, una mujer desnuda, mientras le cuenta un cuento. Ambos tienen que volver a sus vidas y respetan las leyes de la infidelidad —desapego, abolición del futuro, no dormir juntos—, pero no esa noche. Esa noche ella le pide a él que siga. Le perdona la vida, la angustia de volver a la vida, como el sultán a Scherezada, para que siga contando. El episodio no tiene intención de convertirse en metáfora, no es presumido ni alegórico. Sencillamente, transcurre.
Luego toca volver a la carga. Una prosa sinuosa y reflexiva, desprovista de tropicalismo, de exotismo, de la pesadez cubana, deseosa de acelerar «la caída de los símbolos provincianos». No hay un solo narrador cubano —excepto Abilio Estévez— que domine el ritmo de la página como GFF. Ese país tiene buenos novelistas, un determinado canon con el que trabajar. El ingenio para Caín, la carne para Virgilio, la furia para Arenas, los dioses sepultados para Benítez Rojo, la estructura ausente para Severo, el símbolo para Lezama, la historia para Carpentier. Pero muy pocos han sentido la vocación por la novela reflexiva sin descalabrarse en la mala prosa poética. (El falso GFF de Hotel Singapur intervendría aquí para corregirme: «Soy poeta… bueno, escribo versos, y también me ocupo de otras cosas».) En un país que produce líricos como hongos, realistas sucios, coloquiales, comprometidos y memorialistas al por mayor, ¿cómo llegar a ser un novelista centroeuropeo?
«Más que imponer, me gustaría sugerir mil ideas, y que el lector participe más de lo habitual, que no se acomode, que se le desate el imaginario», confiesa en algún momento Forlán y, dado el carácter bromista de GFF, hay que pensar que habla a través de su personaje. El mérito adicional de su trabajo —aparte de su innegable eficacia— es haber surgido en un momento de extrema depresión para la novela cubana. La literatura de ese país sufre un desprestigio tal que las grandes editoriales del idioma la tienen en completo abandono. Los libros que llegaron a mi buzón los supervisó y mandó a imprimir el propio GFF, o salieron de editoriales cubanas en el exilio. Eso le da un carácter artesanal, renacentista, a su obra, pero deja muy mal parados a los editores, agentes literarios, críticos y académicos.
Inmune —ya dije que trabaja para nigromantes y demonólogos—, GFF sigue tejiendo una novela tras otra, una novela mejor que la anterior, sin fórmula pero con técnica. Bolaño diría que es el típico intelectual latinoamericano, porque lo ha leído todo y lo ha vivido todo, y encima de todo es bueno, pero a GFF no le gustaría que Bolaño lo definiera. El Moleskine cuenta que, en 2009, después de que GFF viera de lejos a Pitol en La Habana, sus amigos lograron que el viejo escritor le dedicara un ejemplar de El mago de Viena. Era el ocaso del mexicano, un anciano tartamudo, que malentendió su nombre: «Para Edgardo, un abrazo». Rectificó, tachó y escribió el verdadero nombre al lado de la «flagrante errata». Como todo lo que concierne a GFF, se trata de una metáfora que no aspira a serlo. La mano del discípulo habanero de Pitol escribe palabras claras al lado de la mancha. Corrige lo mediocre, reconstruye lo arruinado. Una novela como un espejismo que nadie interrumpe. Todo en todas partes. ¿No era eso lo que estábamos esperando?