Una foto en la ciudad celeste

    Ignoraba que, precisamente, 

    no se le permitiría protesta alguna, 

    por débil que fuera

    Virgilio Piñera. «Un fogonazo»

    La foto reúne a los habituales. También a otros que iban de cuando en cuando, incluso a los que solo fueron en una ocasión, en esa precisa ocasión —y a eso se le llama tener mala suerte—. Al centro, se puede ver a Juanita Gómez, la hija del prócer, de Juan Gualberto Gómez, el hombre encargado de dar la orden de alzamiento el 24 de febrero de 1895, para comenzar la guerra que terminó con el gobierno español y dio paso a la república. A su lado, Virgilio Piñera, el escritor a quien la misma república marginó y a quien la revolución de 1959 convirtió en muerto viviente. Están asimismo los hijos de Juanita, en especial Yoni Ibáñez, diseñador y pintor. Hay algún aspirante a retratista que no llegó a nada; un grabador; un viejo bailarín alumno de Marta Graham; un diabético a punto de morir; un buen hombre que es además buen profesor de latín; un joven lánguido que quiere ser escritor… Hay, por supuesto, muchos esnobs. Algunos han muerto años después de sida, en el Nueva York que consideraron la «tierra prometida» (y que de algún modo lo era). El lugar de la foto es el jardín de los Gómez, el lado izquierdo de la galería lateral que alguna vez perdió su techo, razón por la que el escritor muerto (pero vivo, como es natural, en el momento de la foto), Virgilio Piñera, ha bautizado como La Ciudad Celeste. De la foto no puede deducirse la inmensa humedad de los árboles ni el olor de los árboles. Tampoco se sabe, aunque se intuya por el vestuario, los peinados, y cierto aire atemorizado de los presentes, que se trata de la noche de un sábado temprano de 1977. Detrás de la cámara, al fotógrafo (hombre calvo, feo, desagradable —cuyo nombre tal vez no valga la pena revelar—) se le puede suponer cierta alegría malévola. Para él ha sido una velada exitosa. Está logrando muchas victorias esa noche: la menos importante ha consistido en inmortalizar el momento.

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    Algunos meses antes, Piñera había escrito uno de sus últimos cuentos, titulado «Un fogonazo». Lo escribió de madrugada, como escribía siempre, con una o muchas tazas de café frío y un cigarro tras otro. Según confesión propia, lo hizo de un tirón. En él se narraba la historia de Gladys, a cuyo auto se le poncha una goma justo frente a la casa de Alberto. Gladys toca a la puerta para pedir ayuda. Se encuentra con Alberto arrodillado junto a un confesonario. En realidad, y para abreviar, es un grupo de personas secuestradas en el apartamento de Alberto por un fotógrafo (vesánico) llamado Juan. La pretensión del fotógrafo era, al retratarlos sonrientes, habitantes del «mejor de los mundos posibles», convertirlos en cosas, en maniquíes podríamos decir para no andarnos con rodeos demasiado solemnes. El gran triunfo del fotógrafo del cuento consistía en obtener dos fotografías: una en el papel y otra en la realidad. Es decir, la imagen doble e igualmente inanimada. ¡Qué maravilla de fotógrafo! Su cámara no solo captaba la imagen para inmortalizarla, sino que, al hacerlo, destruía lo real, lo convertía en desastre.

    *Este texto pertenece al libro La imagen en el espejo (Algunas confidencias) [Ediciones Furtivas, 2022], de Abilio Estévez.

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    1 COMENTARIO

    1. Es maravilloso como al rescatar este mundo de los artistas de una época que empieza a agonizar, ellos son una muestra de lo que nos espera en una nueva era de la historia de nuestra patria, Cuba, la revolución cubana.

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