—¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este? —me preguntó la ginecóloga que atendía en la clínica de la universidad FIU después de una breve charla introductoria. Puse involuntariamente una mueca alegre y me encogí de hombros.
Era una buena pregunta. Había ido a estudiar el doctorado en literatura, pero aún no tenía tema de investigación y la mayoría del tiempo tampoco sabía exactamente qué hacía tan lejos de mi casa en este apéndice extenso.
Prefería achacar mi mudanza a Miami a algún suceso más trascendental, como que estaba abrazando mi destino poético, cuando en realidad lo que hacía era evitar las infernales oposiciones para ser profesora de lengua y literatura en un instituto en España y alargar un poco más mis aventuras por el mundo.
Hablamos de lo distintas que eran nuestras vidas en Miami en comparación con la vida que dejamos atrás, en Andalucía; ella en Jaén y yo en Málaga. Desde la distancia, aquellas tierras se antojaban un paraíso perdido.
Habíamos cambiado la siesta española por el sueño americano.
—¿Has tenido relaciones en el último mes? —continuó con su escrutinio sexual— ¿Con cuántas personas?, ¿cuántas veces has tenido relaciones, un número estimado?, ¿sexo: hombre, mujer, ¿ambos?
Respondí honestamente a todas las preguntas, aunque volví a sentir la mirada inquisidora de mi padre clavada en el cogote cuando tuve que hacer un esfuerzo para recordar el número de relaciones sexuales que había tenido a lo largo de mi vida. Si bien de pequeña eran lícitos los disfraces de bailarina de Tropicana para los bailes del cole, en la adolescencia, por el contrario, mi herencia cubana me venía reprochada como un estigma.
«Te habrá salido cubana», le espetaba mi madre por teléfono a mi padre cada vez que se mortificaba por la aparición del enésimo chupetón en el cuello, o la escapadita de las clases particulares hacia el paseo de la Marina o la coincidencia sospechosa de cruzarse conmigo en el aparcamiento del edificio.
El día que perdí la virginidad con mi primer novio, del que estaba a los 13 años enamoradísima hasta las trancas, mi padre se puso a llorar. Entonces aprendí que, para conseguir mi propia felicidad, tendría que sortear los escollos que él iría colocando peligrosamente en el intento de conservar la suya.
—Con hombres, respondí.
Cuando aclaré que en el último año solo había tenido relaciones sexuales con una persona, la ginecóloga me preguntó:
—¿De dónde es este chico?
—Es cubano —la ginecóloga apretó los labios.
De repente, vi en la doctora la mirada inquisitiva de mi madre, enarcando las cejas para dejar clara su desaprobación, y evoqué una de sus últimas sentencias antes de despedirnos: «Hija mía, tú puedes salir con quien quieras. Me da igual que sea moro, indio o afroamericano…pero, por favor, un cubano no».
—Voy a mandarte, entonces, por si acaso, todas las pruebas de enfermedades venéreas —ordenó la ginecóloga a la aprendiz, que inmediatamente fue a buscar un émbolo.
Cuando terminó la consulta, me pregunté si en cualquier otra parte del mundo a las mujeres las interrogaban sobre el origen de sus compañeros sexuales del mismo modo. ¿Tanto follaban los cubanos?
Meses después de seguir su prescripción médica (pastillas anticonceptivas), mi madre me llevaría a urgencias para descartar una posible trombosis por tener las pantorrillas levemente inflamadas. Aunque los enfermeros pensaron que fue una exageración, el dímero D salió alto, confirmando el miedo de mi madre, lo que evitó que en unos días u horas el coágulo, en su viaje desde la fosa poplítea al corazón, me hubiese impactado en un pulmón o en el cerebro.
Y gracias a Dios que me pilló en España, pues mi sueldo de TA no hubiera cubierto ninguna de las pruebas. Dos años después en Málaga, mi nueva ginecóloga, que era cubana, me preguntó:
—¿Última regla?, ¿usas anticonceptivos? Mi hijo vive allá en Cuba, y todo el mundo allá usa su protección y se cuida, aun con la escasez tan grande que hay. Usted le hace resistencia a la insulina, porque mire lo gorda que está. Como siga así va a terminar siendo diabética.