En qué se parece leer a no leer:
Un obstetra llamado Humberto Barrios me dijo, embarazada, que todo lo que comiera se lo transmitiría al bebé, así que me dio miedo abrir los libros. Pero los libros cerrados, a dos pies de mi cama, fueron también un tipo de lectura que afectó. Ellos estaban ahí, tan cerca, tan al alcance, que podían ser fenómenos, naturales y devastadores.
Por ese mismo período, en una entrevista con Jorge Enrique Lage para Hypermedia Magazine, hablé de los libros que tenía en cola. Muchos eran de Almadía, autores contemporáneos y no tanto. Otros de Sexto Piso, como las penúltimas novelas de Mario Bellatin, deliciosas. Otros más atrasados, como La casa de la colina, de Erskine Caldwell. Tuve, por ese mismo período, dos que me resultaron gemelos: Antología del retrato, de Emil Cioran, y Atlas de islas remotas, de Judith Schalansky.
En la nota de contra cubierta de Antología del retrato leí: un ballet impúdico donde no hay protagonistas ni personajes secundarios, ni héroes ni mártires. Ninguna grandeza, y en la más vil de las bajezas aparece algo de gracia que los redime a todos. Una galería de retratos que mueven los ojos cuando el lector pasa: una escena también digna de una película de Drácula. Fabuloso para mí que nací en un siglo XX con cara de XVIII, por lo pedestre del ámbito. En la tapa de Atlas de islas remotas leí: cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré. Fabuloso para mí que nací en un archipiélago poco recomendable. Fabuloso y curioso.
Ambos volúmenes, atractivos y compactos como una barriga de 35 semanas, pude leerlos al mismo tiempo. Vi a Rousseau saltando sobre Fangataufa, en la Polinesia Francesa, y vi a Luis Napoleón pescando atunes en la Isla de las Antípodas. Lo que no pude fue detener, sentada ya en inodoro, el enjuague rectilíneo, imprescindible en mi estado.
Libros que atravesaron la aduana metidos en un gusano:
- Árbol del mundo. Diccionario de imágenes, símbolos y términos mitológicos
- El arte secreto del actor, de Eugenio Barba y Nicola Savarese.
- Ensayos, de Severo Sarduy.
- Polaroids, Douglas Coupland.
- El hombre mediocre, de José Ingenieros.
- Antes del mediodía (memoria del sueño), de Soleida Ríos.
- Un hombre sin patria, de Kurt Vonnegut Jr.
- Cuentos, de Fiodor Dostoievski.
- Las armas secretas y otros relatos, de Julio Cortázar.
- Esperando a los bárbaros, de John Maxwell Coetzee.
- Diario de un mal año, de John Maxwell Coetzee.
- Desgracia, de John Maxwell Coetzee.
- Los excluidos, de Elfriede Jelinek.
- La mujer rota, de Simone de Beauvoir.
- Tokio ya no nos quiere, de Ray Loriga.
- Lo bello y lo triste, de Yasunari Kawabata.
- El sonido de la montaña, de Yasunari Kawabata.
- País de nieve, de Yasunary Kawabata.
- Trópico de Cáncer, de Henry Miller.
- La carretera, de Cormac McCarthy.
- Luz de agosto, de William Faulkner.
- Missing, de Alberto Fuguet.
- Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
- La autopista (The Movie), de Jorge Enrique Lage.
- El color de la sangre diluida, de Jorge Enrique Lage.
- El libro de la risa y el olvido, de Milan Kundera.
- La inmortalidad, de Milan Kundera.
- Los enanos, de Harold Pinter.
- Gordo, de Sagrado Sebakis.
- El sobrino de Wittgenstein, de Thomas Bernhard.
- Autobiografía de mi madre, de Jamaica Kincaid.
- Ratas en la alta noche, de Jamila Medina.
- Esto es solo lo peor, de Oscar Cruz.
- Lo que voy siendo, de Lorenzo García Vega.
- Pictografía, ideogramas, y otros movimientos: una breve antología, de Henri Michaux.
- El silo: una sinfonía pastoral, de John Kinsella.
- Poemas escogidos, de Wislawa Szymborska.
- El manzano, de Tomaž Šalamun.
- Todos te buscan, de Ferreira Gullar.
- Poemas, de Emily Dickinson.
- Bosque negro, de Reina María Rodríguez.
- Partículas en expansión, de José Kozer.
- Los días porosos, de Urayoán Noel.
- Konrad o el niño que salió de una lata de conservas, de Christine Nöstlinger.
- Me importa un comino el Rey Pepino, de Christine Nöstlinger.
- El bolso amarillo, de Ligia Bojunga Nunes.
- La cuerda floja, de Ligia Bojunga Nunes.
- El papá de noche, de Maria Gripe.
- Momo, de Michael Ende.
- Los niños más encantadores del mundo, de Gina Ruck-Pauquèt.
- Los pájaros de la noche, de Tormod Haugen.
Vine a Miami sin saber qué era Miami:
En edad adolescente leí una novela titulada América que me conmovió por su forma de expresión y que en resumidas cuentas no entendí bien, porque me gustan los libros pero nunca los entiendo, y eso es lo que me fascina más, la capacidad que tiene un objeto para atolondrar a un ser humano. Pero América no es Miami y tampoco viceversa.
Vine a Miami sabiendo una sola cosa, que todo eco es un círculo, y los círculos, además de ser hermosos, sexuales y energéticos, son la mejor forma de escritura. Vine a Miami porque tenía un gusano, fotos viejas de gente desconocida, unos cuantos libros viejos y un dispositivo externo lleno de películas. Vine a Miami en American Airlines, otra sintaxis de la casualidad, otro círculo. La salida de emergencia se repite cuatro veces.
Había transcurrido tiempo desde que llegué a Miami con un gusano y un montón de literatura inútil y un montón de cine inútil. Estaba en la calle ahora con ese mismo gusano y ese mismo montón de libros, y además con una cama japonesa a cuestas, de la que sentía orgullo, una mesa blanca, una silla y una MacBook último modelo que escondía bajo la blusa como una antigüedad o un original de Kandinsky.
El conjunto geométrico en la acera parecía un boceto de Kandinsky, en serio, un boceto de cuando a Kandinsky no le importaba la geometría, si es que alguna vez le importó. Necesitaba detenerme, aunque sea en la calle, y pensar. Necesitaba pensar qué necesitaba, qué me importaba. Parecía que no necesitaba ni me importaba nada, pero todos necesitamos algo y a todos nos importa algo, aunque sea una sola cosa en la vida.
Las plantas necesitan energía solar y agua, y con eso tienen suficiente. Nunca demasiado sol ni demasiada agua o se achicharrarían y se ahogarían. Algunas plantas incluso sobreviven a la inundación. Yo no era una planta, ni un animal, ni una MacBook último modelo, ni siquiera el fantasma de Kandinsky, así que no podía seguir con ninguna mierda filosófica geométrica. No podía continuar hablando de lo que me había pasado la vida leyendo porque eso era lo que menos necesitaba y lo que menos me importaba. No podía seguir con eso de que necesitaba un poco de energía positiva o un poco de agua purificada con ósmosis, carbón y microfiltración.
Tenía que ponerme a trabajar. No hablaba de escribir esa sopa de rábanos y acelgas a la que estaba tan acostumbrada. Si iba a escribir debía dar un punto de giro y hacerlo bien. Bien. Empeorar.
¿La novela titulada América es la de Kafka?