¿Cuánto pesa una cabeza? (X)

    Relato sañudo de una amapola decapitada

    Murió Ray Liotta hace muy poco y los cinéfilos se encargaron en las redes de recordar aquella carcajada suya, expansiva, clownesca, mientras escucha a Tommy (Joe Pesci), el funny guy, en Goodfellas, de Martin Scorsese. Pero sobre todo volvió a circular con énfasis la escena en que llega al Copacabana en compañía de Karen, interpretada por Lorraine Bracco mil años antes de convertirse en la psicóloga que volvía loco a Tony Soprano, y entran por la puerta de servicios y él va regando billetes de 20 dólares a tutiplén y ambos son sentados en el mejor sitio del salón, mientras ha corrido uno de los planos secuencia mejor logrados de la historia del cine.

    Así que murió Ray Liotta y yo pensando en un efecto similar, aunque mucho más ambicioso, que comprenda todo el montaje de una decapitación, en París, en una mañana gris de octubre de 1793, desde que una mano introduce la llave en una de las tantas puertas de hierro de la Conciergerie, el celador le avisa al reo que ha llegado el momento, este se levanta de su camastro, sale de la celda, es conducido a otro cubículo donde el verdugo secciona con una tijera lo que queda del cuello de la camisa, le corta los cabellos más largos que le caen sobre la nuca y le ata las manos a la altura de los riñones. Y ya está, como banda sonora estarán los balbuceos del condenado, el ruido de las botas de los gendarmes, el sonido ambiente de aquella prisión en la que, ya a esa hora, empezaban a pelar las papas del almuerzo. Rutina: en eso hemos caído, a eso hemos llegado, eso nos resume.

    Pero es que el plano secuencia no concluye ahí: justo en el patio interior espera la carreta tirada por dos caballos renqueantes y encima otras diez personas que ya pasaron por lo mismo. Con su nuca despejada el prisionero es conducido, la cámara lo sigue, será el onceavo en una jornada pobre para la producción de cabezas, pero qué se le va a hacer. ¡Que la Revolución no espera! Echa a andar el cortejo, sin cortes de cámara ni interrupciones a pesar de la garúa que salpica el lente y que le imprime verismo a la escena. Hay caballos y soldados a los lados, no tantos, tampoco es que los hombres conducidos al cadalso (además de una mujer de pecho suntuoso, boca torcida y mirada llena de vigor) sean tan importantes como para reforzar ese día la escolta. Hay unos niños descalzos que corren tras la carreta, pero tampoco son tantos y los que hay al cabo del rato se aburren. Algunos paseantes miran, unas damas que se han cruzado por error sobre la ruta de la muerte se persignan; una anciana se asoma al balcón y al acto regresa a sus cosas, como si nada… ¿A quién le importa?, puede uno llegar a preguntarse y termina tarareando la canción de una cantante mexicana, pionera del empoderamiento.

    Así llegamos al patíbulo (algunos historiadores aseguran que estos trayectos podían durar hasta dos horas, según la ciudad, pero en nuestra película somos algo más elípticos). Los desafortunados son bajados de uno en uno del carricoche, se ven sus rostros espantados, se escuchan los murmullos de la plebe, las risas de algunas tejedoras que mueven hilo y agujas sin mirar abajo (en francés, a lo que hacen, se le dice tricoter, que es casi una onomatopeya); caen las primeras cabezas, la sangre destila a raudales, como diría el trovador; el ambiente empieza a adquirir ese olor tibio a hierro y el sonido de las testas en los canastos se mezcla con las maniobras de los asistentes del verdugo y el repiqueteo de los tambores. Con el último corte, el onceavo, y con el gesto del ejecutor en jefe al mostrarle esa cabeza final, enmuecada y supurante, al populacho, concluye la secuencia. Ni siquiera nos hemos dado cuenta de que los aplausos y la euforia de los vivos mermaba con cada decapitación. Pasamos a otra cosa, mariposa.

    ¿Se desgastó, murió la Revolución francesa de tanto cortar cabezas hasta el hartazgo? Puede que sí. ¿Mueren otras de tanto ir dando palos de ciego y de lo mucho que se aferran a imponer sus leyes absurdas y su idea anémica de futuro?

    Hasta el acto de exhibir la cabeza del guillotinado —gesto ejemplarizante por excelencia— perdió su carácter espectacular en las plazas francesas al final de aquellos años. Del otro lado del Atlántico, cuenta Alejo Carpentier en El siglo de las luces, «ya las ejecuciones no interrumpían los regateos, porfías ni discusiones. La guillotina había entrado a formar parte de lo habitual y cotidiano. Se vendían, entre perejiles y oréganos, unas guillotinas minúsculas, de adorno, que muchos llevaban a sus casas».

    Ejecución de Luis XVI / Grabado: Museo Carnavalet
    Ejecución de Luis XVI / Grabado: Museo Carnavalet

    En su afán igualitario, la propia Revolución Francesa empezó a exigir que el verdugo no pasara por encima del Estado. No resaltar era la fórmula. Esto sintoniza con la actitud del nieto de Charles Henri Sanson, heredero del oficio de sus antecesores, quien en 1840 no se consideraba más que «un oficial que acomete una sentencia y habla de sus funciones con una llamativa naturalidad», de acuerdoconHector Fleischmann. Desde entonces manejamos también la idea del verdugo como el simple ejecutor de una tarea equis que bien pudo haber sido otra: hacer de pan, conducir un camión, tocar la flauta, ser sherpa en Katmandú… Solo que aquí te llamo, te amenazo, te coarto, te hostigo para que haya merma en tus principios y luego regreso a casa a jugar con mi hija en el suelo de la sala.

    Al final —me he sentado sobre un tocón mientras los técnicos de filmación recogen los bártulos y doscientos figurantes se salen de sus papeles y estiran sus cuellos y se preguntan dónde la gente del catering empezará a repartir la merienda—, al final la gravedad se ha ido perdiendo y la muerte ha terminado excretando su sensación de espanto, de exclusividad. ¡Que no es nada, señora, morir no es nada! Matar tampoco lo es.

    Heinrich Himmler, el Reichsführer de las SS, visitaba los lugares destinados a las ejecuciones, dialogaba con sus hombres y les insistía en el valor de la decencia, según su biógrafo, el historiador Peter Longerich. El también ministro del Interior tenía una idea recurrente: que siempre se puede «matar ordenada, decentemente». Podemos dar muerte, pues, con parsimonia y pulcritud, como mismo millones de personas simples en el planeta todavía ordenan las gavetas de la ropa interior al estilo Marie Kondo. La felicidad después del orden pudo haber sido escrito por el más aplicado de los verdugos o por un político control freak de mano dura, estilo Nayib Bukele. Para eso, claro está, existe la rutina.

    Sin embargo, hay una rutina que se engasta también en quienes reciben el castigo, en los pueblos inducidos al miedo, en los atemorizados por el futuro, en los conformes con lo poco que tienen, gente con los reflejos tan apagados que ven volar a raudales, insisto, como diría el trovador, los globos de Capadocia y ni siquiera se les dilata la pupila ni se les pone la carne de gallina. Gente muerta, pues; país de fantasmas.

    Así ha ocurrido en todas las esquinas.

    Espantado, el 9 de agosto de 1985 Jorge Luis Borges publica una crónica en El País que relata su presencia en un juicio oral en el que una víctima de la dictadura recién concluida da cuenta de su calvario durante cuatro años tras las rejas. Como cualquiera que asiste a este tipo de espectáculos, el escritor esperaba escuchar quejas, relatos indignados, sentidos, algún lloro, por parte de quien había experimentado la humillación y la tortura. Pero no fue así. «El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno —escribe—. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos».

    El otro momento memorable —cinematográfico, digno de ser atrapado en un plano secuencia minimalista— es cuando relata cómo un día, 24 de diciembre para ser más exactos, los detenidos fueron conducidos a un salón donde nunca habían estado, en el que hallaron una mesa dispuesta con manteles, platos de porcelana, cubiertos y hasta botellas de vino. El mismo exprisionero emplea la palabra «manjar», o mejor, «manjares», en plural, que Borges retoma con gusto y asco a la vez. Porque aquellos hombres estaban siendo convidados por sus propios torturadores a celebrar la Nochebuena. Todos mezclados. Todo mezclado: el cinismo, la rutina y la ignominia.

    «Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente», leemos. En eso apareció el jefe superior de aquella feria de los horrores y les deseó Feliz Navidad. Borges sale convencido de que no hubo burla en la expresión y que todos habían caído en lo que llama «una suerte de inocencia del mal».

    ¿Acaso la normalización de la tortura, la imposición y el absurdo generan en su rutina un ambiente en el que el mal queda envuelto con la pátina de la inocencia? El poeta, que poco tiempo atrás había aceptado gustoso la mano, el almuerzo, la foto y la acogida del general Videla, advierte ahora que «no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice». También le llama la atención que quienes habían echado por tierra los mecanismos naturales del estado de derecho —«negadores de ayer», les llama— y llevado a cabo secuestros y otras atrocidades, ahora se busquen buenos abogados defensores para intentar salir indemnes del proceso.

    La historia se repite, ya lo decía el otro que perdió, él también, la cabeza, aunque de diferente manera.

    Cuando sumo todo esto, abro una gaveta mental y extraigo un poema de José Kozer que aborda la rutina de una especie de decapitador: ¿o será el mismo cortador de cabezas de toda la vida? (Con la poesía sí se puede hacer spoiler: usted cuenta de qué va el asunto antes de que los otros abran el libro, pero jamás logrará robarle el misterio que se esconde en esas zonas poco atendibles donde empastan las palabras).

    Como se comprenderá, no lo puedo citar in extenso aquí. Ya lo buscarán los curiosos en las bibliotecas o correrán tras el poeta en las calles de Hallandale Beach para suplicarle que se los lea. La poesía de este hombre es mucho más conmovedora cuando él la vuelve oral, en una especie de murmullo, con la mirada hacia abajo y el dedo índice de la mano derecha, filoso, que se mueve en el aire al compás de la salmodia.

    Se llama «Atardecer» y habla de un sujeto que estuvo segando las amapolas y la lavanda. Está desorientado por el eco de las barrenderas, por el golpe de las puertas y el sonido que se produce cuando se colocan «flores llamativas en los búcaros». En cambio, lo que sigue estará impreso por una sensación de rutina: la tranquilidad de los soportales, el manzano reflejado en el brocal de un pozo, los pies a remojo en las palanganas, el modo en que las escobas reposan contra la pared.

    Recuerden: estoy contando un poema como se cuenta un chisme en la esquina de la bodega vacía, en espera de que llegue lo que nos quieran enviar desde donde mueven los hilos de la nación. Lo cuento con descaro, tampoco voy a negar mi encantamiento, aunque la idea es hacer salivar al auditorio, espolearlo, torturarlo con palabras.

    Sigue la utilería de cualquier rutina: la foto matrimonial a la vista de todos, el mantel de hule a cuadros, el silencio de las mujeres que comen a solas. Y hasta aquí llega mi relato, me cierro como ostra y, pudoroso, me reservo el temblor que me deja el halo de violencia de las tres líneas siguientes. Es entonces que empiezo a sobarme el cuello: cuando el personaje en cuestión llega por fin a su casa y, sañudo, le habla a su mujer de sus decapitaciones.

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