Citas en Berlín: cuidado con esa gaveta que tiene cucarachas

    Uno se detiene en el borde de la acera, frente al aparcamiento del aeropuerto de Tegel, también Otto Lilienthal, y mira la pantalla donde Uber le informa de que viene a recogerlo un Mercedes-Benz de color blanco. «En un Mercedes blanco llegó / a la feria del ganado», recuerda lo que cantaba Kiko Veneno. Levanta la mirada y todos los coches, menos alguno, son allí Mercedes-Benz de color blanco. El silogismo está servido: Berlín es la feria del ganado.

    Cuando llegué a Moscú en 2005, después de quince años sin ver la ciudad donde antes había vivido ocho y encontrármela con la ropa fea de las vallas que anuncian neumáticos y sofás en la carretera que conduce al centro desde Sheremetievo, creí que llegaba a Brighton Beach, en Nueva York, donde había visto por primera vez anuncios en ruso vistiendo los flancos de los edificios. Cuando llegué a La Habana en 2008 después de catorce años sin verla, creí que había llegado a los sucios lavabos de la estación de autobuses de Tánger, en Marruecos. Cuando llegué ahora a Berlín, después de 30 años sin venir aquí, nada me distrajo de la evidencia de que había llegado a Berlín. Los rótulos, el cielo bajo, las señales de tráfico indicando direcciones que parecen marcas en mis libros (Tempelhof, Spandau, Tiergarten…), el señor con bigotes y paraguas, el perro aliviándose orondo sobre tres patas firmes como porras.

    Viajé a Berlín al encuentro de dos mujeres. Más precisamente, al encuentro de una, Svetlana Aleksiévich, que me ayudara a llegar a la segunda. Tampoco descartaba encontrar la sombra del adolescente que fui allí, pero con ésa no me había citado. Ésa, si aparecía bien y si no también, que tampoco iba a llenar la sala de gente en tan pocas horas.

    Svetlana Aleksiévich y Jorge Ferrer / Foto: Archivo del autor
    Svetlana Aleksiévich y Jorge Ferrer / Foto: Archivo del autor

    Y viajé con Arcadi Espada para entrevistar a una Svetlana cuyo Premio Nobel la grey periodística reivindicó para sí. A hablar sobre la verdad y la ficción, el patchwork y la verosimilitud, sobre el método de Svetlana, algo de lo que no suele hablar, tal vez, entre otras razones, porque no se lo preguntan como debieran.

    ¡Todo un three-pack para menos de 46 horas! Y todavía no se habían asomado las cucarachas.

    Del aeropuerto, tras una breve parada para recoger las llaves en el Instituto Cervantes, vamos a un complejo de edificios en la esquina de las calles Hussiten y Bernauer. Sí, esa Bernauer strasse. El complejo de edificios donde nos alojamos está recostado al Muro del lado occidental. Estaba en la esquinita misma del curioso pico que formaba el Muro, allí una lengua adelantada en el cuerpo del Este, al correr desde la Bernauer Gartenstrasse arriba. Estamos en el lado de Berlín que yo no pisé nunca y ya sé que ello te puede parecer una cuestión baladí, cuando celebramos el 30 aniversario de la caída del Muro. No lo es para mí.

    Nos adentramos en un rizoma de edificios conectados por patios. Fincas levantadas a primeros del siglo XX por el arquitecto Ernst Schwarzkopff, cada una de ellas en un estilo arquitectónico distinto, patios cuidados, senderos, parterres, un césped que debe haber cortado el que se ocupa del Allianz Arena, puertas bajas, escaleras de madera que chirrían como ofendidas. Uno adivina que lo que ve no es lo que fue, como suele pasar en todas las ciudades heridas por la guerra. Y, en efecto, el registro catastral da fe de que se han suprimido un par de alas.

    Tú has visto imágenes de la calle Bernauer, aunque no sepas ahora que es ésa calle precisamente. La Bernauer strasse separaba el sector francés del soviético a lo largo de un kilómetro y medio y cuando las autoridades comunistas de la RDA dividieron en dos la ciudad en agosto de 1961, sus vecinos se vieron con la frontera en la puerta de casa, literalmente. Salían de casa, en el Este, y pisaban una acera que ya era el Oeste. Transitaban del oprobio a la libertad con solo asomar la nariz al dintel.

    Esquina de las calles Bernauer y Hussitenstrasse a mediados de la década de los 60. En el extremo inferior izquierdo, el complejo de edificios de Ernst Schwarzkopff
    Esquina de las calles Bernauer y Hussitenstrasse a mediados de la década de los 60. En el extremo inferior izquierdo, el complejo de edificios de Ernst Schwarzkopff

    Es comprensible que los celosos guardianes de la felicidad socialista los privaran enseguida de ese susto: las puertas y las ventanas de las casas que daban al Oeste fueron tapiadas; se abrieron nuevas entradas desde el Este. Eso durante un tiempo, hasta que las derribaron y establecieron un perímetro. De pie ante los cimientos del edificio antes marcado con el Nº 10a intenté más tarde imaginar el horror, el estupor, el anhelo de libertad, la desazón que vivió allí tanta gente…

    Repaso mentalmente, y después en YouTube ante una cerveza, las imágenes de los berlineses arrojándose al vacío desde las ventanas de las casas de la Bernauer strasse para caer en el Oeste. Arrojarse desde el vacío, más bien, para caer en el lleno. Ida Siekmann, una enfermera de 59 años, se arrojó desde su apartamento de una cuarta planta en el Nº 50 de la Bernauer. Los bomberos no habían tenido tiempo de extender las mantas con las que recogían a los que saltaban. Fue la primera víctima de muerte provocada por la construcción del Muro de la Vergüenza, el símbolo más ominoso y a la vez gráfico de la Guerra fría: una línea en un mapa, una cicatriz en un cuerpo, un hito en la historia de la idiotez de los hombres.

    Pero la Bernauer strasse fue también donde se echaron abajo los primeros tramos del Muro en la noche del 10 al 11 de noviembre de 1989, la noche que inauguró el siglo XXI. Y esa idea y las imágenes en color intercaladas con las imágenes de blanco y negro de la gente huyendo en el 61 me acompañarán cuando me mueva después por sus aceras ya ubicadas en un mismo mundo.

    ***

    Yo no había vuelto a Berlín desde que lo visitaba con cierta frecuencia a mediados de los años ochenta. De hecho, siendo todavía un adolescente, Berlín fue la primera ciudad que pisé fuera de Cuba, cuando hicimos etapa allí de camino a Moscú para lo que se llamaba entonces «habilitación»: la adquisición de ropa a cuenta del Estado para que los empobrecidos cubanos no lo parecieran tanto al dejarse ver en paisajes extranjeros. Había un par de tiendas en la calle Galiano de La Habana a la que eran dirigidos los viajeros, ¡de hecho, esa visita ya era parte del viaje, ya era un viaje ella misma!, a adquirir blusas y calzoncillos, corbatas y mocasines.

    A Berlín viajaban a habilitarse los funcionarios de mayor rango como mi padre, a la sazón nombrado para un puesto en un banco que se ocupaba de contar el dinero que se debían unos a otros los países del bloque del Este. A Berlín, a Berlín oriental, se viajaba si ibas a trabajar en el Este del mundo; si en el Oeste, te ibas a vestir a París o a Madrid. Gracias a ello, yo pude ver el Muro en pie, lo vi de frente y lo miré de soslayo. Y lo vi desde arriba, desde la ventana de un apartamento donde nos alojamos en uno de los viajes de «habilitación» y desde donde también se veía el Oeste. Más tarde volveremos a esa ventana. Y no para asomarnos afuera, sino para observar lo que ocurre dentro de la habitación.

    Jorge Ferrer en Berlín

    Sigo siendo aquel animalito salvaje y cuando entro al apartamento en el número 5 de Hussitenstrasse voy directamente a la nevera: está vacía. Tengo por delante 46 horas en Berlín, la cita con una dama que me podrá conducir a otra, la idea vaga de localizar el edificio donde dormí la primera noche en Berlín en 1982, tengo a Berlín todito, y, sin embargo, me produce una gran contrariedad que la nevera esté vacía. Un yogur quería ver. Y una salchicha o dos. Aun cuando es seguro que no hubiera tocado nada. Pero yo había llegado a Berlín una noche de 1982 y allí descubrí que el socialismo real admitía la posibilidad de la mesa decentemente provista. Ahora no iba a ser menos.

    Bajo a la calle. Camino a lo largo de un parquecillo alargado y tan estrecho como el curso del Muro y su zona de exclusión. Es el Memorial del Muro. Me vienen a la mente aquellas palabras de la trapecista en Cielo sobre Berlín, la película que rodó Wim Wenders poco antes de que la ciudad creciera en 1989 y con ella también el mundo: «Es imposible perderse en Berlín: siempre acabas tropezando con el Muro». «¡Incluso cuando ya no está!», me digo y echo a andar hacia el Supersonico, en el 71/72 de la calle Bernauer, un nombre el de ese restaurante italiano que me parece ideal para que sigan plegándose los tiempos pasado y presente, inundando el aire de Berlín con su sonido de acordeón.

    ***

    En la noche me acerco al hotel Adlon y la Puerta de Brandenburgo. Frente al Adlon, donde se celebra algo, la feria del ganado. Vago un rato por las calles oscuras y frías. Más tarde, cenando rodeados de ruidosos gays alemanes en una bistró, Arcadi y yo hablamos de Svetlana Aleksiévich, de la charla que mantendremos con ella al día siguiente. El ardor de la conversación y el sosiego que traen a la mesa el foie-gras y el tartare me predisponen estupendamente para volver a casa andando a lo largo del trazado de la Bernauer. Me tomo una foto de espaldas al Muro con los brazos abiertos. El sosiego del foie ha sido desbancado por la cursilería. Me meto en la cama con Joseph Anton, las memorias de Salman Rushdie, el relato de cómo se convirtió en escritor. Me dejo arrastrar por el sueño pensando en la joven muchacha bielorrusa que acabó pasmando al mundo con el fresco más extraordinario del mundo soviético y postsoviético que cabe imaginar.

    ***

    Svetlana Aleksiévich nos esperaba en un elegante apartamento de Stegliz, al sur de Berlín. Su ayudante, cuando me envió el sms con los datos, escribió: «Llame a la puerta marcada en el interfono con la palabra Barrios». Así en español. Pensé que nos esperaba en un magnífico lado de la lengua.

    Svetlana es una mujer pequeña y firme. Su rostro es afable, sus maneras suaves pero enérgicas y tiene un ligero aire rural, que tal vez esté menos en ella que en el ojo que la mira y la ubica en el campo, en medio de un trigal donde todo es rumor y murmullo. Es una mujer que ha escuchado tanto –ella dice de sí misma que es una mujer-oreja en oposición al Flaubert que se decía un hombre-pluma–, que parece menos interesada en hablar que en escuchar.

    Yo la había visto antes, en Barcelona, desde el público que asistió a una presentación, dueña ya del Premio Nobel. Pude haberme acercado a ella entonces. Me habían sentado en la segunda fila, una excelente distancia para abordarla y también para que me pasara la tarde con la mirada fija en sus zapatos inverosímiles. Preferí no acercarme a ella en aquella ocasión, no obstante. Eran muchos los que deseaban saludar a la Nobel, que parecía agotada e incluso dijo estarlo para abreviar el acto. Cedí mi lugar en aquella fila.

    Svetlana Aleksiévich se hizo famosa cuando le concedieron el Premio Nobel de literatura en 2015. Mucho antes y por iniciativa de Iván de la Nuez, que nunca le quita un ojo al Este, se había publicado su primer libro en español: Voces de Chernobyl. Crónica del futuro (Casiopea, 2002; Siglo XXI ed., 2006) en formidable traducción de Ricardo San Vicente. Yo me enteré del Nobel en la ducha. Lo escuché en la radio. Había pasado largos meses traduciendo El fin del «Homo sovieticus», la obra monumental que cerró el primer ciclo de la obra de Svetlana, y en aquellos días estaba haciendo las últimas correcciones. Mi primer recuerdo fue para Jaume Vallcorba, el gran editor fallecido en agosto de 2014, porque él me encargó la traducción de ese libro, convencido de que Svetlana recogería el Nobel más pronto que tarde. Y aun recogiéndolo tan pronto, Vallcorba no alcanzó a verlo.

    La obra de Svetlana constituye un esfuerzo titánico por pintar un fresco de la utopía soviética en las voces de sus protagonistas. Víctimas y victimarios, «testigos», como le gusta llamarlos («El testigo es el héroe más importante de la literatura», nos dijo en Berlín), reunidos en una «novela de voces», como se le ha llamado a las suyas, en un coro que funciona como una colección de tipos que a veces parecen arquetipos. La guerra no tiene rostro de mujer (Debate, 2015), Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial (Debate, 2016), Los muchachos de zinc. Voces soviéticas de la Guerra de Afganistán (Debate, 2016), Voces de Chernóbil. Crónica del futuro (Casiopea, 2002), El fin del «Homo sovieticus» (Acantilado, 2015) son los cinco pilares del templo que ha erigido a la memoria del «hombre rojo» u «homo sovieticus».

    De buena parte de lo que hablamos con Svetlana en aquella sala a lo largo de más de dos horas y media quedó debido, pulcro, notarial registro en la entrevista que Arcadi Espada y yo firmamos en La esfera de papel, el suplemento de cultura del diario El Mundo, el 9 de diciembre pasado. Debes leerlo allí.

    ***

    De lo que hablamos y no alcanzaste a leer en la entrevista publicada fue de Alisa. Y era a Alisa, precisamente, a quien yo iba a buscar. La Alisa Z. que habita las páginas 451-470 de la edición española de El fin del «Homo sovieticus» y la actriz Patricia Jacas ha encaramado a las tablas y colado en su vida y las de sus amigos con la meticulosidad y el desparpajo con que un bárbaro conquista un territorio, lo puebla y lo nombra.

    Un día del otoño de 2016 Patricia me dijo que estaba ensayando el testimonio de Alisa Z. para representarlo como un monólogo teatral. El monólogo se estrenó el verano siguiente en una fiesta estupenda. Nada menos que Albert Boadella bendijo a la actriz vestida de rusa. La tarde del estreno, de pie en una esquina de un patio de césped con un olivo en medio y una piscina sumada con entusiasmo al decorado, supe que había nacido algo. Lo que no alcancé a ver entonces fue que la criatura que gritaba a la noche cuando nos marchábamos, cenados y bailados, iba a crecer tanto. Y de manera tan proporcionada. Tan preocupada, precisamente, por la proporción. Por la proporción entre lo real y lo creado. Lo que es y lo que es fabricado. Entre la realidad y la ficción.

    Patricia Jacas como Alisa / Foto: José Luis Laborda
    Patricia Jacas como Alisa / Foto: José Luis Laborda

    Alisa fue creciendo como crecen los personajes, como crecen las personas, como he ido creciendo yo: con tesón, desayunando bien y festejando el azar que es existir con una dedicación impenitente a respirar bien. Para Alisa eso era aún más importante, porque Alisa es un ser que, sobre todo y en los momentos de mayor esplendor, existe encaramada a las tablas, el lugar donde más le vale a uno respirar bien.

    Muchos meses y unas veinte representaciones después, Patricia me hizo lo que era a la vez ofrecimiento y ruego: «Quiero que escribas otro monólogo para ese personaje, que Alisa viva más allá del libro de Svetlana». A mí ese momento me gusta recordarlo con música: un poco de folklore ruso y trompetas, trompetas.

    No voy a echar mano de ninguna de las maneras de nombrar las formas complejas, alteradas o incluso ensimismadas de la literatura para aproximarme al nombre de esta aventura. Solo te voy a describir el, digamos, problema para que lo entendamos los dos: 1) Una escritora bielorrusa que opera mediante un método que se suele denominar «novela de voces» incluye en un libro el testimonio de una mujer; 2) Una actriz lee ese testimonio en su traducción al español, se enamora de la testigo, lleva ese texto al teatro y le construye, de manera paralela, una vida en el mundo real y el digital; 3) La actriz pide al traductor del texto original a la lengua en el que ella lo representa que escriba un nuevo monólogo para la testigo, es decir, que la saque del campo de la realidad y la transporte a la ficción, que de ser una persona, la convierta en un personaje, que en lugar de traducir la vida que le han transcrito, le escriba una vida futura.

    Un reto así, cómo no, tenía que pasar por ir a ver a Svetlana y saber cuánto de Alisa hay en «Alisa», cuánto de la persona, de cuántas personas, hay en el personaje, cuánta es la realidad sobre la que tendré que operar mi ficción. Tenía que ir al huevo. Y el huevo era Aleksiévich, la única mujer que había visto a la Alisa de carne y hueso y quien la convirtió en texto impreso sobre el que se levantaba toda la secuencia posterior. «¿Cuánto de hombre hay en un hombre?», se preguntó alguna vez Dostoyevski en expresión que Svetlana gusta citar. ¡Eso!

    «Yo he venido porque quiero ver a Alisa», le espeté después de los saludos de rigor. Nunca nos habíamos visto antes, como dije, pero yo había pasado largos meses doblado sobre las cerca de seiscientas páginas de El fin del «Homo sovieticus», traduciendo esas historias una a una, moviéndome entre esos registros, circulando por la geografía de la debacle del comunismo en la URSS, de Rusia a Armenia, del Cáucaso a Ucrania, de Bielorrusia a Kazajistán, andando de barrio en barrio de la ciudad ideal que acabó rota en mil pedazos y haciendo correr aún más sangre a un cuerpo que ya cualquier forense habría calificado de exangüe. Mi dedicación me autorizaba a pedir limosna con escopeta. «Yo he venido porque quiero ver a Alisa», le dije. Y en tono lastimero, le pedí: «¿Puedo ver a Alisa?»

    Yo traía otra pregunta dentro, una pregunta que me rondaba desde que la otra Alisa, la que creció ante mis ojos y los ojos de tantos en Barcelona, se convirtió en el eje en torno al que pivotábamos un grupo de amigos, sus amigos. Ya a punto de despedirnos mostré a Svetlana en la pantalla de mi teléfono un breve saludo que le enviaba Patricia Jacas desde Barcelona. «¡Qué guapa es!», exclamó al verla. Y añadió, ay, lo que yo ya sabía, lo que a estas alturas ya habrás adivinado tú también: «¡Se parece tanto a Alisa!»

    Salí de allí con la certeza de que tenía todo lo que Svetlana estaba dispuesta a darme de Alisa. ¡Y fue mucho! Pero no veré a Alisa, porque los hilos con ella están rotos. No pudo o no quiso Svetlana entregarme más Alisa que la que me dio en Stegliz, al barrio donde alquila el Sr. Barrios. Y yo pensé volviendo a Barcelona a la mañana siguiente que eso estaba bien, que casi mejor así, porque ahora, ¡tenía que decírselo enseguida a Patricia!, Alisa es nuestra y solo nuestra. Ya no tenemos que salir a buscar nada más que lo que hagamos juntos con ella.

    ***

    Esa noche cenamos en el restaurante einsunternull, que la Guía Michelin adorna con una estrella. Tomé un carpaccio de colinabo, cuyo paladeo merece el esfuerzo y aun el riesgo de salvar los más altos muros.

    ***

    La mañana siguiente Arcadi me había citado para desayunar en el Yada Yada Breakfast Club, un buen lugar del que partir después al aeropuerto. La idea fue doblemente feliz porque sus joviales e inexpertas camareras poblaron después el sueñecito que eché en el vuelo a Barcelona. Pero antes, a primera hora de la mañana y todavía poseído por la resaca de la entrevista, tomé el metro hasta Alexanderplatz. A ver la plaza a la que treinta años atrás se había asomado aquel adolescente venido de los trópicos, al lugar donde pisó las primeras calles de otro mundo, con el Muro en pie, cuando veníamos a «la habilitación». ¿Te estabas preguntando por las cucarachas? Ahora llegan.

    El azar quiso que en Moscú, adonde llegué en 1982, eligiéramos a tiempo para comenzar el bachillerato, eligiéramos, me eligiera, qué sé yo, una escuela especializada en biología, la #199 del distrito Cheriomushkinski. En ella cursé los tres años de bachillerato. Un día, antes de que volara a La Habana de vacaciones, la directora del colegio, una señora soviética entrada en carnes y con un moño a là Valentina Tereshkova me hizo una petición: que les trajera bichitos tropicales para el fabuloso terrario que la escuela tenía en la última planta. De modo que ese agosto cacé en Bauta y Marianao unas cucarachas, algunas cochinillas y un par de lagartijas. Ese iba a ser mi aporte al zoológico privado de los alumnos de la 199, metro Akademícheskaya, al sureste de Moscú.

    Había un escollo imprevisto, no obstante, y era que aquel verano, después de dos años viviendo en el Este de Europa, nos tocaba nueva «habilitación». «Los llevo a Berlín, muchachos», dije a mis bichos guardados en cajitas de cartón. No lo recuerdo ahora con precisión, pero cabe pensar que las cucarachas respondieron agitando las antenas de gozo: ya en Cuba escaseaba el dulce. No sé las lagartijas. Tal vez se mostraran más cautas preguntándose si allá lejos en la Europa higienizada habría moscas.

    Tengo un recuerdo vago de mis pasos por el Berlín socialista de los ochenta, pero guardo un recuerdo vivo de las noches en que cazaba moscas del lado Este del Muro (¡de este lado del Muro!) para alimentar a mis fierecillas tropicales, bichitos arrancados de Marianao para crecer en Moscú, como yo mismo. Ahora entenderás que yo no haya leído La metamorfosis de Kafka como tú.

    Flores para Svetlana en Stegliz / Foto: Archivo del autor
    Flores para Svetlana en Stegliz / Foto: Archivo del autor

    Tengo el recuerdo prístino, ese sí, de una noche larga temiendo que se me murieran los bichos, sentado ante la ventana, entomólogo de oenegé, y mirando a la torre que se alza en Alexanderplatz. Es ésa una de las noches memorables de mi adolescencia, como las que pasé mirando fijamente al cielo esperando ver levantarse el hongo de una explosión nuclear. Y no fueron pocas ésas. Todos los que vivieron en Moscú en 1984 las conocen. Al menos, todos los que escuchaban a Pink Floyd y leían a Dostoyevski.

    Si yo hiciera una película que contara mi infancia como ha hecho Alfonso Cuarón en Roma, en la mía saldría un huracán, como en la suya un terremoto. Pero, además, sacaría la cámara fuera de Bauta y Marianao para que se viera a ese adolescente velándole el sueño a las cucarachas detrás de las contraventanas de Berlín, sacados todos de su casa, las cucarachas y él, y arrojados al mundo.

    ***

    Han pasado muchos años y me pregunto si soy el único que se acuerda de aquellas cucarachas y lagartijas que recorrieron el camino contrario al del espía de Le Carré: los bichos que vinieron del calor y no del frío. Tengo que averiguarlo, para mí y para contártelo, y sé que el hombre para ello es Dmitri Margasiuk y lo llamo a Moscú.

    Dmitri fue mi primer amigo ruso. Jugador de ajedrez y amante perdido de la biología, guió mis primeros pasos en Rusia: al círculo de ajedrez, el shájmatni kruzhok, y al terrario de marras. Yo después me estropeé. Nuestras vidas divergieron. Pero Dmitri estudió magisterio y volvió al colegio donde cursamos el bachillerato. La enseñanza y la biología han sido su vida. Él recordaría qué fue de mis bichos cubanos que hicieron etapa en Berlín. Reunidos por Facebook, lo llamé.

    «Del terrario se ocupaban Borís Aleksiéyevich y su mujer Tamara Mijáilovna y por lo que recuerdo algunos de tus bichos vivieron largos años», me dice Dmitri. Mucho tiempo después de haber acabado el bachillerato vio vivitas y coleando a las lagartijas, mostrando toda la joie de vivre de la que se podía hacer gala entre los muros (¡otra vez el Muro!) del terrario. Pero de ellas también me dio noticias peores.

    En algún momento de los noventa, cuando se desmontaba la URSS cuyo fin tan bien cartografió Svetlana Aleksiévich, los responsables del colegio comenzaron a desconectar la calefacción los fines de semana y muchos animales murieron. Las lagartijas llegadas de Cuba estuvieron entre las víctimas. Se rindieron al frío como las iguanas que cayeron vencidas por las heladas de Miami en el terrible invierno de 2010. A algunas de estas últimas las vi descolgarse de las palmeras, tal vez purgando, sin saberlo, la culpa por haber echado en el olvido a las lagartijas que cayeron antes en Moscú, vestidas con uniformes de vivos colores y ateridas, como los soldados de Napoleón en la campaña de 1812.

    ***

    Es hora de volver a casa. Otro Mercedes blanco de Uber. El aeropuerto Tegel es una porquería. Vueling, de la que Arcadi dice cosas más gruesas que aquella directora soviética, retrasa su vuelo a Barcelona. Yo, entretanto, no dejo de preguntarme por qué son tan caros los bombones en un edificio tan feo. Y eso me ofusca. De haber estado más relajado, tres euritos menos de nada en caja, me habría percatado de lo que veo ahora. Otto Lilienthal, cuyo nombre lleva el aeropuerto, voló en diversos aparatos, fue un genuino pionero de la aviación. Lilienthal estaba convencido de que adosando alas a los hombres, estos podrían volar como los pájaros. Hizo muchos prototipos, y muchos vuelos también. Otto Lilienthal falleció en agosto de 1896 tras un accidente de vuelo. El Sturmflügel-modell y el Gelenkflügelapparat, dos de sus prototipos más notorios, me recuerdan bastante una cucaracha cubana con las alas desplegadas. La Panchlora Nivea, concretamente.

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    6 COMENTARIOS

    1. Sabroso relato, Jorge. De él y de esa foto de hombre con flores en calle berlinesa, renacieron recuerdos sensoriales de mi vida en Budapest, las aceras cubiertas de hojas en el otoño, la disposición urbanística, el humor de los días… Gracias siempre por tu mirada irónica y sensible!

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