La espera

    Sentado en el borde de la acera, espero que llegue el hombre con el que estuve conversando por medio de una aplicación de citas. No lo conozco en persona. Miro a la gente, ellos también reparan en mí. Busco su rostro, que solo he visto en fotos. ¿Cómo puedo reconocer algo que solo he visto a través de imágenes digitales? Parecería que esperar fuera solo tener paciencia, sentarme y ver cómo el tiempo pasa.

    Cada minuto es una prueba que me demuestra que puedo, que no me estreso, que soy apasionado. Y eso es lo que siempre he sido, tengo gripe, otra infección en la garganta, también en las vías respiratorias. Suelto moco por la nariz y la boca, estornudo. Esas secreciones son las palabras que no escribo, las ideas que tuve cuando vi el documental de las torturas. Me gusta la espera, por eso trato de llegar unos minutos antes a cualquier cita.

    No suelo hacer nada mientras espero, sería malgastar el momento de la espera, no darle valor al tiempo muerto que invierto recostado a un muro, o mirando la llegada de algo. El hombre que espero no vendrá. ¿Cuántas veces he repetido estas escenas? Bañarme, planchar una camisa, perfumarme para esperar a alguien que no conozco.

    Al frente, un joven con ropas sucias parece un vagabundo, sé que en muchas ocasiones yo también he parecido un vagabundo. El joven tiene arrugas en la cara, durmió boca abajo en las cobijas que lleva enrolladas tras su espalda, en la mochila que carga. Esta es una esquina estratégica, cuando el semáforo cambia de color, el joven se acerca a pedir dinero o comida. El joven sabe pedir, tiene una voz dulce, clara, firme. Espero, miro para engañarme, espero para hacerlo todo, que es no hacer nada. Busco el aburrimiento. En ese estado surgen las palabras.

    El aburrimiento es terreno fértil. He estado esperando muchísimos momentos. Sentado en la tienda, no me impaciento. Espero la llegada de un posible comprador. Me preparo para recibirlo con el mismo parlamento, con el mismo tono de voz. «Hola, buen día, bienvenido, disfrute de la tienda». Si llegara el hombre que espero, le diría algo parecido: «Hola, te esperaba, es muy bueno verte en persona». Mientras tanto, espero y escribo para mi interior. Cuando hago eso, no escribo nada, las palabras no tienen fijeza en el interior de nadie. No las recuerdo, se escriben en mi cabeza y se borran acto seguido. 

    Veo las noticias. Un hombre mató a cuatro niños en una guardería de una ciudad brasileña. La muerte de niños en centros estudiantiles ya es familiar, pero la muerte con armas de fuego, revólveres y rifles es menos sanguinolenta que con un hacha. Con un arma de fuego hay casi siempre un espacio entre el asesino y la víctima, se activa el gatillo, la bala perfora el cuerpo inocente, cae el estudiante. De acuerdo a la zona de perforación, la sangre derramada es mucha o poca. En cambio, matar a cuatro niños con un hacha es una muerte visualmente escalofriante. Me recuerda una película de terror, donde lo desconcertante es que no era una ficción. 

    Foto de Yanier H. Palao

    Espero hace cuarenta años una butaca para leer y mirar a través del cristal de una ventana, al lado un librero amplio, en una habitación espaciosa con pocos adornos para caminar de un sitio a otro en busca de las palabras. Esperar no me hace más noble ni más puntual, es la única opción que tengo. Espero la salida del sol. En Quito hace tres meses no hay un día completo soleado, de cielo azul, sin nubes. Espero seguir agradeciendo desmedidamente los ligeros favores que algunos extraños me hacen: indicarme una dirección, sonreírme al saludarlos. Tengo bien claro que esos favores no tienen por qué ser. No espero el bien, tampoco el mal. Se ha vuelto costumbre la indiferencia de los demás. Por eso agradezco tanto cualquier gesto de amabilidad. 

    Durante una semana estuve trabajando en un hotel. Allí también esperaba la llegada de los huéspedes. El hotel queda en un barrio al sur de Quito. Llegaba a las seis de la tarde y esperaba un bus. Todos los buses que circulan en Quito son iguales, lo que cambia son los pasajeros. En esa zona de la ciudad quienes mayormente viajan son campesinos, llevan sacos con verduras, frutas, flores, y los acompañan sus hijos. Cargan con jaulas con pollos y patos vivos. Por lo general no te hablan. Parecerían a simple vista muy hoscos, pero en realidad tiene miedo de tratar con extraños. Te hacen saber sin palabras que no eres como ellos, que no quieren de ninguna manera que te acerques. 

    Un día un señor se sentó a mi lado, no tenía otra opción, el bus estaba lleno y el trayecto es difícil, sobre todo cuesta arriba. El hombre, de aspecto pobre, seguro tenía más dinero que yo. El hombre con olor a tierra se sentó erguido, las piernas muy unidas, de forma tal que no rozaba mis muslos. Nunca me miró, no me dirigió la palabra. Yo no existía para él, sin embargo, él sí existía para mí. Después de mirar las manos de los campesinos de estas tierras he llegado a comprender mejor algunos cuadros de Osvaldo Guayasamín. 

    En el hotel yo atendía la carpeta. La instalación queda en una ladera, no es un hotel de paso, no es un hotel para turistas, no hay nada atractivo cerca. Es un hotel-posada, un «matadero», como se dice en Cuba. La noche pasa la noche o tres horas. Los tipos le son infieles a las esposas. No hay cámara de seguridad, así cuidan el anonimato de los huéspedes. Solo existe un libro de control de entrada y salida de los clientes. Mi jornada laboral iba desde las seis de la tarde hasta las siete de la mañana del día siguiente. 

    Mi trabajo consistía en entregar las habitaciones, conducir a los huéspedes a los cuartos, encender la televisión, activar la ducha eléctrica, comprobar que funcionaba, vestir las camas con sábanas recién lavadas, perfumadas con suavizantes, y prender las luces del techo que daban vueltas. Abría la nevera pequeña y les ofrecía cervezas, queso, jamón, refrescos enlatados. Les entregaba toallas, jabones y, por último, encendía un incienso de canela que aromatizaba el ambiente. 

    A simple vista, era un trabajo divertido. Me pagaban diez dólares por cada jornada laboral e incluían el desayuno. Yo imaginaba a las personas que podía conocer. Mi primera noche caminé por los pasillos para escuchar los gemidos, los susurros de las conversaciones, porque uno también va a un hotel para hablar. En la mañana, antes del desayuno, retiraba las sábanas y toallas usadas, sucias, manchadas de semen. En muchas ocasiones olí esas sábanas y, mientras llevaba la ropa de cama sucia a la lavandería, toqué varias veces las partes embarradas de semen. Sé que se trataba de algo asqueroso, pero un impulso muy fuerte me dominaba.

    Los clientes, por lo general, eran hombres viejos. Pasaban la noche con jovencitas que podían ser sus nietas. Al terminar mi jornada, me retiraba satisfecho con diez dólares en los bolsillos, muchas historias en mi cabeza y el olor a sexo de los clientes en mi nariz. Alguna vez tuve envidia de esas jovencitas. Al entregar las habitaciones, las miraba fríamente. El viaje de regreso demoraba casi una hora y media. Dormitaba a ratos, escribiendo en mi interior lo vivido.

    En la casa trataba de llevar las historias al papel, pero el cansancio y el sueño de una noche entera de trabajo me vencían. En la tarde, el mismo recorrido de vuelta. A las seis de la tarde el barrio donde quedaba el hotel era invadido por una niebla espesa. Los vecinos del lugar se apresuraban para llegar a sus casas y las mujeres llevaban las carteras muy sujetas a sus cuerpos, cuidándolas de los motoristas arrebatadores. Yo llegaba al hotel y esperaba de nuevo a los clientes.

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    Yanier H. Palao
    Yanier H. Palao
    Yanier H. Palao (Cuba, 1981). Escritor y artista plástico. Sus manos han envejecido prematuramente por su antigua labor como restaurador. Sus manos han acariciado más la piedra de cantería, el yeso, las rejas de hierro, que la piel humana. Le interesa lo escondido, recoger fragmentos, desechos, con ellos construye artesanías que después vende. Le hubiera gustado ser arqueólogo. Ha publicado, entre otros, los libros: Sombras del solo (Ed. Holguín, 2005), Peces en bolsas de nylon (Ed. Ávila, 2009), Música de fondo (Ed. La Luz, 2010), A la intemperie (Ed. Holguín, 2011), Vaciados (Ed. Aldabón, 2011), Esteros (Ed. Abril, 2013). Ha recibido numerosos premios entre los que se encuentran el “Premio Calendario” en Poesía, 2012 y la beca de creación literaria que otorga el proyecto “Torre de Letras”, 2016. En el 2018 publicó Óxido por Letras Cubanas. Recientemente ha salido a la luz País excéntrico, publicado por Iliada Ediciones.
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    4 COMENTARIOS

    1. Como siempre, me da gusto leerte, y viajo contigo, puedo sentir todo lo que cuentas. Eres un escritor que conoce como narrar con los sentidos. Te aplaudo. Gracias por tu hermosa columna.

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