Gesto

    Quién sabe si en este preciso instante no esperas ansiosa que yo por fin comprenda y vaya lejos, lejos de la vida donde ya no estás, a reunirme contigo, pobremente, pobremente, es verdad, sin medios, pero nosotros dos aún, nosotros dos…

    Henry Michaux

    Mi amigo me explicó que él no se equivocaba respecto a los rasgos; había estudiado a Lombroso en su niñez, y espontáneamente solía descubrir, con el ejercicio de los años, numerosos atributos en un movimiento tenue de la nariz o en unas orejas pequeñas amparadas por una concisa mandíbula. En algunos casos —me decía— era preciso entrever, pues la pureza de un rasgo o movimiento podían escudarse detrás de una máscara enérgica o de una inexpresividad adoptada como resolución. Me dijo, además, que conocía el peligro de esas experiencias de muerte —experiencias que censuraba si consistían en simples degradaciones bestiales, donde cualquiera, desde una irrisoria complexión de rata, podía creerse dueño de un espacio secreto—, experiencias donde el silencio final era asaltado por algo imprevisible; pero que a la vez —añadía— este desliz fatal era el amor, eso que se ha resumido para siempre, decía, con la frase «vivir y morir el uno para el otro». Me explicó, también, que aquella muchacha tenía en su boca, en la rapidez con que sus labios se abrían y cerraban en un indetenible continuum verbal, la evidencia de una personalidad insegura, y que —¿acaso yo no lo había notado?— en determinado instante la boca lograba independizarse de su ser, hasta que sus ojos serenos la devolvían a un reposo profundo y perturbador, que reunía en sí la placidez de la luz y los vestigios de podredumbre.

    De aquellos días guardo borrosos recuerdos; fueron días turbulentos, sostenidos, en mi memoria dividida, por el afán de sus manos bajo una terca lluvia de mayo: en ropas de lienzo, ella apretaba contra el pecho una cartera y se inclinaba en busca de premoniciones en el pavimento. Después, todo se emborrona como las manchas en la pared que ahora observo desde la silla. Solo quedan ciertas palabras cruzadas, apenas con el significado que les concede el silencio. En los pliegues de las sábanas, en los fugaces reflejos de los cuartos, en los pasos equívocos que llegan de los pasillos, podemos sentir la confusa relación con lo que imaginarnos y decidimos la primera vez frente al primer espejo: son los puentes, las trampas que se nos tiende bajo la transitoria verdad del sol. Por eso intuyo el peligro de relatar falsamente, ya que no se trata de recobrar un tiempo perdido ni de iluminar la posibilidad de un futuro, sino de reanimar la mudez de un segundo, y las palabras, para esto, no tendrán nunca la suficiente sabiduría.

    (Dije memoria dividida y temo que se entienda como una sencilla escisión de la conciencia, o donde lo sucedido intenta eximirse de la realidad mediante una línea divisoria. Solo puedo decir lo siguiente: sobre mí pesarán un cielo gris, el espesor de la humedad, el sol atravesando las ramas de los árboles; y los zapatos abandonados en un piso de granito. Del otro lado, en la grieta del sueño, su cuerpo, tendido en el vacío).

    Ella me dijo una mañana: «Tengo confianza en que siempre nos recuperaremos». Solía repetirlo en la cama, y la frase quedaba colgando de su boca, en un susurro o sortilegio de saliva, y la cama, ruidosa, nos alertaba de la pobreza de recursos con que debíamos recuperarnos infinitamente. Otra mañana, mientras me planchaba un pantalón, preguntó: «¿Crees que te va a servir?» (aludía al pantalón, yo había engordado). Me afeitaba en el baño, con esmero enfermizo. Le dirigí desde el espejo una dura mirada. «¿Por qué piensas que no va a servirme?». (Muy temprano ella había hecho café y lo llevó a la cama, donde lo tomamos en silencio, a pequeños sorbos, y se había puesto una bata de casa que sugería antiguos veranos: sabíamos que torpes residuos de otras épocas podían estorbar el rito de «revivirnos»: en una ocasión, recuerdo, fue mi barba desaliñada, en otra las largas uñas de los pies y de las manos, que ella me cortó con cuidado maternal, y, sobre todo, recuerdo de una imagen perdidiza en el tiempo o la memoria, el breve destello de una cuchilla en la cómoda). Sostuvo la plancha en el aire, con tristeza: «Nada, tengo miedo de que al fin no te sirva». La miré comprensivo. Hice un chiste sobre mi peso y ella rio, tanteando con los dedos humedecidos el calor de la plancha.

    Si uno arrojaba las monedas del I Ching recibía la respuesta: O c ú l t a t e  d e  l a  l u z. Entonces me ocultaba en un cuarto turbio, lleno de libros, y escribía prosas (experiencias) que titulaba invariablemente «Fronteras». Ella llegaba de la universidad, dejaba la cartera en la silla y se iba al patio a esperar, sentada contra la tapia, la lluvia que le borraría los rasgos. Yo la acostaba y le preparaba un té caliente.

    Nunca la vi fumar. Es extraño: las estudiantes de arte fuman sin parar, intentando ver el mundo, tras el humo del cigarro, a través de las clasificaciones que les enseñan en las aulas. Un cigarro me hubiera salvado de su boca —dice mi amigo conocedor de Lombroso—: toda su exaltación pudo haber descansado en un cigarro, o en una descuidada sonrisa moderna, y así, según él, habríamos descansado en paz para siempre.

    Uno de los reencuentros fue en el cuarto. Era, sin dudas, su cuerpo, apenas insinuado por el insomnio tenaz de las formas inconclusas. Me dijo con euforia que lo más grande del amor era el conocimiento que brindaba la ausencia (iba y venía por el cuarto, tocando cada cosa con detenimiento, afirmándose en el mundo que yo le había armado a mi regreso). Luego me contó que el secreto de una flor debía ser sorprendido en el feroz ensueño de la mirada al atravesar el ojo del tallo. Me dije, apretando la boca: «Esta mujer desvaría», un poco incómodo por la posición de mediador entre varios mundos a que me veía reducido. Más tarde salimos. Caminamos rumbo al mar. Me pregunté si esto era la felicidad. Vi su cara en la vidriera de una tienda y supe —en realidad mi mano presionaba la suya— que cualquiera de los dos que hubiera vuelto primero, conquistaba, para el otro, una felicidad que, aun siendo fugaz, debía calificarse como eterna.

    En la oficina pasaba largos ratos organizando papeles, alegre por la complicidad entre una tarea sin importancia y el destino que nos esperaba. La mayor dificultad era que todos debíamos ocultar las visiones. Entonces aprovechábamos cualquier minuto, en el elevador, en los pasillos, en las oficinas, para hablar de cosas insignificantes. Por suerte, ya mi espíritu envejecía ante ideas que anulaban o inauguraban novedosas formas del tiempo: había aprendido a vivir con una paciencia soterrada, casi amoral por las tentativas de alcanzar una ciega tersura a ras del suelo.

    Nos enviaron cartas —la letra y el tono ostentaban, a veces, la impronta oficial, otras el desconcierto espontáneo de un falso optimismo cuando no amenazante— alertándonos de no revivir épocas donde los cuerpos se dejaban guiar por «los impulsos del corazón»: cuerpos propensos, argumentaban, a la locura o al crimen o a la indiferencia. Fueron cartas donde no se escatimó la historia, la política, los números, las mercancías; cartas donde se subrayaba la necesidad de vivir la-única-vida con la entereza de los cuerpos que no tuvieran la urgencia de volver. Porque ese era el signo de nuestro tiempo.

    Creí verla una tarde en un museo. Eran figuras alargadas, las del cuadro, de una moribundez espumosa, ligeramente veteadas de verde alrededor de los ojos. El espacio del cuadro, pensé, enunciaba una ausencia semejante a una vida ensoñada. Alguien pasó y tiró una foto. La luz nos alcanzó de golpe en aquel espacio y mi mano quedó trunca en el mismo movimiento de las manos del cuadro, dispuestas, aparentemente, a una finalidad sin sentido. Alrededor batía un ruido de mar. Pudimos mirarnos (ella y yo) mientras algo era devuelto por las olas.

    Una noche bajé. (Al fin, había alcanzado una ligereza poderosa). Ella parecía más delgada bajo el cristal. Le habían recogido el pelo. Le habían pintado los labios. Nos rodeaban familiares y compañeros de estudio entre flores insulsas. Contuve unas palabras sobre las formas del adiós, sobre los regalos mutuos que le dieron forma al cariño, sobre una calle a la que siempre debíamos volver… Ella, como siempre, no se contuvo. Entonces, ella y yo, escondimos de los demás un gesto de suprema confianza.

    *Del libro en preparación «La cortina de agua y otros cuentos». El presente relato apareció en el libro Escrituras (La Habana, 1994). Ahora se republica con revisiones.

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    Rolando Sánchez Mejías
    Rolando Sánchez Mejías
    Rolando Sánchez Mejías (Holguín, Cuba, 1959). Ha escrito ficción, poesía y ensayo. Libros de narrativa: 5 piezas narrativas (Ed. El Libro, la Habana), Escrituras (Ed. Letras Cubanas, La Habana), Cuaderno de Feldafing (Ed. Siruela, España), Historias de Olmo (Ed. Siruela, España). Poesía: Collage en azul adorable (Letras Cubanas, La Habana) Derivas (Letras Cubanas, La Habana), Geschichten von Olmo (Ed. Schöffling&Co., Alemania) La condición totalitaria (Ed. Casa Vacía, USA) En antologías se han publicado cuentos y poemas suyos , ejemplos: Poésie Cubaine du XXe Siécle (Géneve), Antología de la poesía cubana siglo XVIII al XX (Ed. Verbum, España), Antología de la Poesía Latinoamericana del siglo XXI (Siglo XXI, México), Prístina y última piedra. Poetas latinoamericanos (Ed. Aldus, México) Cuban Poetry Today, Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI, An Anthology of Cuban Stories (Londres /USA), Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea (España, Ed. Pretextos, España), Cuentos latinoamericanos (Ed. D.T.V), bilingüe, Alemania) Ha antologado y prologado libros como : Obras maestras del relato breve (Ed. Océano, España), Cuentos chinos maravillosos (Ed. Océano, España), Mapa imaginario: nuevos poetas cubanos (La Habana). Fue director del grupo y revista de literatura y pensamiento DIÁSPORA(S) en Cuba y Barcelona realizada al margen del Estado cubano en forma de zamisdat. Sus libros Derivas y Collage en azul adorable recibieron el premio nacional de la crítica. Próximamente se publicará en México su Poesía Completa y una antología de su trabajo en varios géneros en la Ed. Linkgua, España. Vive desde 1997 en Barcelona.
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    1 COMENTARIO

    1. El escrito logra transmitir las sensaciones que singularizan la nostalgia del personaje. Gracias al amigo Rolando por proporcionarme esta lectura grávida, donde la melancolía apenas se asoma.

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