Albis Torres, exquisita y elusiva poeta cubana, envuelta por quienes la conocieron en un aura de generosidad, extrañamiento y frágil sabiduría, habría cumplido este 20 de marzo 75 años. Natural de Banes como Gastón Baquero, tierra al norte oriental de la isla, Albis fue una autora escasamente publicada, debido en gran medida a su propio celo con las palabras.
Su amigo, el poeta y musicólogo Sigfredo Ariel, dijo: «Toda su obra ocuparía un volumen de modesta extensión. Rompió mucho, desechó, destruyó sus originales. Publicó pocos poemas, siempre movida por un encargo, el pedido de un antologador o alguien de una revista». Consciente de padecer esa neurosis fundamental, la misma Albis le entregaba sus poemas a los amigos para que los guardaran, «porque si los dejas conmigo los voy a cambiar y cambiar hasta desgraciarlos».

En la década de los ochenta, su casa de Centro Habana, Jovellar 111, se convirtió en un refugio de visita obligada para los ciudadanos errantes del país de humo de la cultura, aquellos que se movían en la periferia del distrito oficial. Pasaban por allí «actores y actrices, productores, locutores, guionistas y directores de cine», mientras Albis se ganaba la vida como guionista de la radio. Falleció en 2004, antes de tiempo. Engalanada, pícara y unánimemente querida en la memoria de quienes la merecieron, los poemas de Albis Torres, escritos con la mínima fiebre que otorga la costumbre en el delirio, están a la altura de su fantasma.
MAMÁ ESTÁ EN EL BALCÓN
Una vez estuve enamorada.
Era un muchacho dulce,
tenía las orejas pálidas y llenas
de unas pecas que me provocaban erizamientos.
Entonces también yo era adolescente.
De esto hace mucho tiempo.
Su rostro no aparece
en los rasgos de mis hijos.
Su foto no está en el álbum familiar
y nadie lo recuerda en la mesa.
No hay una sola taza
en la que haya puesto sus labios.
No obstante
cuando los míos se acomodan
frente al televisor
acude a la baranda
y sus manos
rozan con un poco de horror las mías
que ya no son hermosas.
DIÁLOGOS ENTRE LA BRUJA Y EL ÁNGEL
I
—¿Cómo has llegado hasta esa nube
a la que solo podemos llegar las brujas
valiéndonos de trucos y hechicerías?
—Yo siempre he estado aquí.
La Bruja miró asombrada al Ángel, montó
en su escoba y se alejó notablemente
humillada.
II
—¿Quién eres?
—Yo, el Ángel, ¿y tú?
—Yo la Bruja.
—Me pareces linda, pero… ¿qué es una bruja?
—Una mujer que puede hacer mil trucos y volar.
—Y a propósito, no soy linda.
—Nunca he visto nada parecido, ¿eres una mujer?
—Una mujer bruja… ¿Nunca viste una mujer corriente?
—No.
—¿!Soy la primera mujer con quien te topas?!
—Eres la primera y me pareces lo más bello
del universo.
La Bruja no contestó. Montó en su escoba y se
alejó pensando
!Oh, a veces la vida suele ser
más cruel de lo necesario!
III
—¿Sabes que si te cortan las alas serás
inferior al resto de los hombres?
—¿Por qué, Bruja?
—Muy fácil. Los hombres no tienen alas
y por ello se han visto obligados a usar
sus cabezas. En cambio tú…
—Eso es una tontería, Bruja. También
se pueden cortar las cabezas.
IV
—¿Cómo que no crees en el paraíso?
—No. Soy un ángel ateo.
V
—¿Qué es lo más importante en el amor para ti, Ángel?
—Para mí, la libertad. ¿Y para ti, bruja?
—Para mí, la sabiduría.
—¿Entonces por qué te erizas el pelo y te echas
tantos polvos en la cara?
—¿Y por qué no vuelas tú con más frecuencia?
—Porque los rizos y los polvos te quedan bien.
—No en otra cosa gasto yo mi sabiduría.
VI
—¡Si tocas la escoba quedarás convertido al instante
en un puñado de sal!
—¡Bah!— dijo el Ángel, y tocó la escoba.
—Debí recordar que nuestras cargas nunca
coincidieron.
Dijo llorosa la Bruja
mientras barría el puñadito de sal.
VI
—¿Cara o cruz?
preguntó el Ángel.
—Ninguno de los dos. Voy a que cae
de canto.
—Una moneda nunca cae de canto.
—Si la tiras muchas veces al aire
alguna vez sucede.
—Pero tendrás que esperar miles de años.
—Ángel querido, esa es la suerte
de las brujas.
VII
—Vi otro ángel como tú.
—¿Adónde, Bruja?
—En la guerra.
—Entonces no era un ángel.
—Sí. Abrazó a los niños para que no
sintieran nada.
—No viste ningún ángel.
—Estoy segura. Tenía las alas quebradas
y parecía un demonio espantando
a los guerreros.
—No era un ángel, mi pequeña Bruja,
era un hombre con alas.
IX
—Imagínate que una cuerda pende desde el cielo
frente a ti, Bruja. ¿Qué harías?
—Una cuerda no puede caer desde el cielo.
—Imagina que puede ser.
—¿Tiene un lazo en el extremo?
—¿Por qué una bruja tiene que pensar siempre
que las cuerdas tienen un lazo en el extremo?
—De lo contrario no sería una Bruja.
—No, no tiene un lazo —contestó impaciente
el Ángel.
—En ese caso esperaría junto a ella.
—¿No correrías?
—No. Creo que no.
—¿Y para qué esperar?
—Porque una soga extendida desde el cielo
solo puede significar dos cosas:
un cabo en la distancia o un SOS.
—¿Qué harías?
—Aguardar.
—¿La ayuda que te brindan?
—No Ángel, no necesito ayuda.
—¿Esperar por quien te necesita? ¿Eres tan
solidaria, bruja?
X
—Me importa un bledo que alguien
necesite ayuda.
—Entonces, ¿a qué esperar?
—Ángel querido, sólo una vez penderá una cuerda
desde el cielo frente a mí.
Si sigo de largo, pasaré el resto de mi vida
esperando a que vuelva a suceder.
XI
—Voy a contarte una historia, Ángel.
—¿Triste o alegre?
—Ni lo uno ni lo otro.
—¿Cómo puede ser así una historia?
—Porque es una historia de amor.
—Cuenta.
—Una vez un Ángel y una Bruja se toparon.
Discutían todo el tiempo porque ella era fea,
pero muy sabia: él tenía alas, era hermoso
pero muy cretino.
No obstante las desavenencias, se enamoraron.
La Bruja le perdonó al Ángel ser, además de cretino,
un inútil que sólo sabía hacer tonterías con las alas
para atraer a las mujeres, y fueron muy felices.
¿Qué te parece mi historia?
—Yo la habría contado de otra forma.
Dijo el Ángel,
extendió las alas y se fue silencioso
a planear el espacio.
XII
—Yo también sé una historia
dijo el Ángel.
—¿Una historia? Creí que no había nada ahí
en tu cabecita.
—A veces pienso que me quieres, a veces
que me tienes ojeriza.
—Cuéntame la historia
dijo la Bruja
sin darse por aludida.
—Se trata de un Ángel al que las brujas
tomaron cautivo y deseaban mutilar.
Le preguntaron a un hechicero muy viejo
y muy sabio que si le cortaban la cabeza o las alas.
El hechicero lo pensó mucho y dijo
luego
ni una cosa ni la otra, le haremos
algo peor.
—¿Cuál fue la decisión del hechicero?
preguntó horrorizada la Bruja.
—La olvidé. ¿A tí no se te ocurre
qué podría ser?
—No, dijo la Bruja.
Montó en su escoba y
aceleró cuanto pudo.
XIII
—Bruja… Conocí a una mujer.
—¡……………….!
—Tenías razón, las mujeres son
realmente hermosas.
—……………….
—Como ángeles.
—……………….
—Perdóname
—……………..
—De todas maneras fue maravilloso conocerte.
—…………….
—Eres una bruja increíble.
—…………….
—Lo siento de veras.
—Más lo va a sentir ella
contestó la Bruja
y se alejó suspirando.
XIV
—¿Quién eres?
—Yo, la Bruja. ¿Y tú?
—Yo, el Ángel. Pareces una mujer pero…
¡eres tan fea!
—Yo también fui mujer y fui linda
dijo suspirando la Bruja.
—¿Y qué te pasó? ¿Cómo pudiste llegar a esto?
—Ocurrió hace mucho tiempo, la primera vez
que me topé con un ángel.
Dijo la Bruja y se
alejó en su escoba musitando una cancioncilla
sobre las estaciones del año.
XV
—¿Quién eres tú, que tanto reniegas
de tu existencia, cuando hasta la
criatura más humilde agradece el aliento
que le ha sido dado?
—Yo soy la Bruja. ¿Y tú?
—Yo, el Ángel.
—¿Y ahora que tengo cien años es que
te me apareces?
Dijo furiosa la Bruja
mientras montaba en su escoba.
El Ángel no respondió. Batió alas
hasta alcanzarla y juntos se fueron,
volando él
cabalgando ella
en el espacio.
ACOTACIONES AL MARGEN DE UNA FOTOGRAFÍA
¿Recuerdas, Aleida, el cuento de la foto de la rana?
No sabíamos entonces que éramos felices, cuando
en la foto verdadera tú, Wendy y Maricela
exponían sus rostros más amables. El tiempo dora
y hermosea las imágenes, pero sé, estoy segura,
que formábamos un buen piquete en las asambleas.
No éramos agradables con nuestros detractores,
no tuvimos clemencia. Será por ello que jamás podrán olvidarnos,
aunque junto al recuerdo depositen un poquito de hiel.
Pero ahí está la foto: Maricela, tú y Wendy
vencedoras de la hojarasca que ahora nos hace danzar
tan distantes una de otra.
El sol les da en la cara y Wendy engurruña la nariz
hasta perder los ojos. Maricela toma prestado el rostro
de su madre, perdida en la visión de los gitanos
que en caravana cruzan por su niñez, y tú,
como en el cuento atorrante de la rana, no sabes
de qué modo esconder la alegría kilométrica,
para la cual un solo rostro no es suficiente.
Cuida más bien, Aleida, de que no encuentre riendas
esa risa, amiga inseparable de tus orejas.