Venecia inactual

    A Pablo y Leidy, por la posibilidad y la compañía, y a Carlos Manuel Pérez, que siempre pide escritura de viajes. 

    I
    No sé qué sombra mía era aquella que caminaba azorada y como si flotara por las callejuelas de una Venecia fresca y con sol. No sé siquiera si alguna vez llegué a pensar que un día podría andar, subir y bajar sus tantos puentes y acabar en una librería, Acqua alta, antes de volver a tomar una lancha que nos depositara en la Isola di San Michele. 

    Era yo como esa sombra y mis pies no tocaban suelo. Frente al hotel había un enorme velero negro, varado y de actividad escasa, quizás lleno de actores, actrices y youtubers que solo retornaban muy entrada ya la madrugada y se perdían otra vez cuando ya no podíamos verlos. Eran los días de la Mostra, pero parecían días de pandemia, sin demasiado turismo y en todos se veía la energía fugaz, el cansancio de poder por fin volver a salir, tomar aviones y cazar sitios abiertos donde pagar por un test rápido que nos certifique como no portadores del virus.

    Goethe escribió su Viaje a Italia treinta años después de haber llegado a tierras del que fuera el gran imperio de la antigüedad. He tomado notas para escribir sobre mi viaje, pero solo ahora, varios meses después las pongo en orden.

    II

    Venecia / Foto: Martha María Montejo

    El deseo de caminar toda Venecia puede tomarnos una vida. El deseo de pensarla en movimiento nos agota. Pero solo hay una forma de armar el mosaico: lanzándose a recorrer cada rincón y que lo que apenas un minuto antes era un estrecho y oscuro pasadizo nos ponga en medio de una plaza, allí llamada campo, con iglesia, fuente, balcones y cafés, antes de obligarnos a quedar otra vez sumergidos en el laberinto que conduce a la Accademia, a San Marco o La Salute. You never know if you never go.

    Brodsky amaba la Venecia invernal, detestaba el calor, los malos olores corporales. En mi caso, aunque viviendo en Estados Unidos por más de una década, con el recuerdo de los miasmas insulares caribeños era más que suficiente. Durante algún tiempo jugamos con la imagen de un Brodsky ya de cierta edad que recala en Santa Lucía en diciembre con su borsalino, su maleta London Fog y su abrigo largo deseando una mujer que viene a recibirlo, aunque ya tiene pareja.

    Solo el último día de nuestra estancia allí, lunes, sentí que Venecia por fin se revelaba en el olfato. La ciudad que olía a brisa marina, a veces una tenue racha, ahora con las aguas bajas dejaba al descubierto una fangosa y pestilente franja negra en las paredes con todo tipo de «parásitos» marinos adheridos a los muros. Luego la marea sube y todo regresa a la invisibilidad.

    Pero nada en Venecia es invisible. Todo existe para quedar expuesto. Es tanto lo que el ojo recibe que nadie mira dentro de esas ventanas y puertas semicerradas al pasar, a veces también balcones, cuando subidos en la cima de un puente alcanzamos a divisar una luz por entre las plantas y las flores que unas manos contagiadas de esteticismo han sembrado y cuelgan del barandal.

    III

    Venecia / Foto: Martha María Montejo

    Alguna vez la Piazza San Marco fue llamada «la plaza del mercado del mundo». Llegamos hasta ella el primer día, sin tiempo apenas para reponernos de una travesía que se había iniciado la mañana del día anterior en el Midwest americano, con escala prolongada en Atlanta.

    Llegamos de mañana al Aeropuerto Marco Polo, en tierra firme, y debimos caminar un buen trecho hasta encontrar la salida por agua. Los pasillos estaban llenos de pantallas de publicidad con el rostro de la actriz de The Queen Gambit, solo que ahora, en lugar de sentarse ante un tablero de ajedrez, lucía diamantes. 

    Había una larga fila para tomar el vaporetto, que demoró en llegar. Había una caseta y cierto desorden, había también una lista de destinos donde anotaron el nuestro: Palazzo Veneziano. Tomamos una lancha-taxi que nos cobró como a productores de cine que vienen a salvar la Mostra del supremo aburrimiento de Hollywood. La lancha enfiló hacia el Gran Canal en estado de velocidad pura, como si resbalara. Nos dejaba pensar que íbamos sobre patines o esquíes sobre una superficie helada.

    Lo primero es el estallido de grises, ocres, blancos, amarillos tenues, cremas. Venecia no tiene color. John Ruskin dice que los venecianos se dedicaron «a bruñir las sombras de una antecámara o realzar los esplendores de un día de fiesta». Debíamos templar la retina, asumir un juego de combinaciones llamado a desafiarnos. Unas pocas horas y no me sentía en tierra extraña. Era como si hubiera esperado por esta consumación toda la vida. 

    Da Vinci creía que había agua en la luna. Se ha demostrado que es así, aunque no de la forma que imaginó el genio florentino. Pero para los ojos que saben, la luna sigue siendo acuática (Ceronetti). Yo estuve en la luna por cuatro días. Uno de ellos fue dedicado a Florencia. Allí llevé mis ojos azorados y mi húmedo sueño italiano. 

    No sé por qué esa sensación de mar privado que tiene esta ciudad, de mar al margen, desconectado de los otros. Cuando decimos que estas aguas tienen nombre, que pertenecen al Adriático y que saliendo de estas lagunas mar afuera, vemos las costas de Croacia y un poco más allá Grecia, pareciera que hablamos de un mundo muy ajeno y distante.

    IV

    Venecia / Foto: Martha María Montejo

    Lo que me atrae de Venecia es justo lo que otros acabarán detestando: su resistencia a ser localizada en una modernidad que continuamente llama a expulsarla, a colocarla entre las paredes de un museo gigante. ¿Quién insiste en escribir sobre una decadencia tan antiquísimamente célebre en estos tiempos de Bizarrap y La Villana? 

    En 1989, un concierto de Pink Floyd descabezó la ciudad, la dejó sin gobierno. Debieron renunciar todos sus oficiales porque habían aprobado semejante evento en plena San Marco. El concierto al cabo se celebró, pero no en tierra sino en un espectacular escenario flotante que hizo las delicias de los fotógrafos encaramados en cualquier artefacto que volara.

    Es una percepción engañosa porque Venecia es «mi» modernidad, la que yo abrazo sin padecer los diarios escalofríos de lo real, que decía aquel Baudrillard. Puede ser mi ciudad fetiche si fuera yo en definitiva el fetichista que retorna por si acaso olvidó registrar algo.

    Es una ciudad en la que difícilmente podemos descifrar una intimidad. Nunca llegaremos a saber si hay vida detrás de esas puertas que vemos a nuestro lado. Lo que entra por la retina opera en una zona no física. La mañana del domingo incluía pasar por el Ponte dei Incurabili —el sitio antiguo desde el que los infestados de cualquier plaga debían abandonar la ciudad—, caminar hasta el Ponte de Ca’ Balà pasando la Academia de Bellas Artes, torcer a la izquierda por la orilla derecha del Río de la Fornace y llegar a una dirección, calle Querini 252, la casa de Pound, «Titano della poesia», como decía una tarja de mármol incrustada en la pared.

    Pound buscaba en la literatura aquello que revelara civilización. Sin embargo, en algunas líneas recogidas en Guía de la Kultura recuerda «el polvo de las carreteras italianas, la formación geográfica o geológica de la península, todo nos dice que vayamos en coche. No trates de ir andando. Tendrás bastante trabajo para las piernas cuando llegues a las ciudades. Hay tal concentración de tesoros que precisarás de todos los músculos de tus pantorrillas, de toda la resistencia de tus tobillos».

    Fijaré esas palabras para el día del regreso. Pero no estábamos en esa Italia de caminos y carreteras descrita por un Pound anterior al mutismo del poeta condenado, sino en una donde sus restos descansaban al lado de los de Brodsky en la Isola di San Michele. No se encontraron nunca en vida, estuvieron a punto de coincidir en un festival en Spoleto en 1972, pero el ruso no llegó. Brodsky contaría luego su encuentro poco feliz con Olga Rudge en Venecia, mientras acompañaba a Susan Sontag, y su descripción es todo lo que he sabido del interior de la pequeña casa frente a la que ahora estábamos, presidida la sala por una escultura tamaño natural del poeta, realizada por Gaudier-Brzeska, talento precoz.

    La significación de ese descanso contiguo trasciende el diálogo de las sombras de dos expulsados: uno de ellos ha llegado desterrado de su patria tiranizada por el comunismo, que ha perseguido y sepultado a sus poetas tan admirados, él mismo ha ganado el Nobel, pero estaba vetado en su tierra; el otro acabó su vida perdonado por los poderes magnánimos de Occidente que ganaron la última guerra, acusado de traición, expuesto en jaulas, recluido en manicomios, quizás ya sin esperar nada de ninguna posteridad.

    Y allí los dejamos, cerrado «el párpado de la tierra», como escribió en Mauberley.

    V

    Venecia / Foto: Martha María Montejo

    Ha pasado el tiempo y no puedo recordar qué era lo que veíamos por la ventana de aquel hotel. Unos techos rojos, sí, pero de dónde, de qué. Era un hotel restaurado, cómodo, con un baño enorme con puertas por dos lados y lleno de detalles. El frente daba a la Giudecca y a aquel velero, pero nuestra habitación miraba al otro lado. Hasta en las paredes nuevas daban deseos de escarbar por si aparecía un fresco de la época de Leon Modena. Por desgracia no pasa el viajero mucho tiempo allí, ni en la habitación ni mucho menos en el baño, pues de lo contrario a qué ha venido, a qué viajar por tantas horas. Esa novela, además, ya la escribió McEwan.

    Pero sí pasa que recuerdo una regata. Habíamos tomado una góndola la tarde previa al regreso y en cuanto accedimos al Gran Canal debimos hacernos a un lado para dar paso a un espectáculo, una avalancha de canoas impulsadas por decenas de remos y una multitud que los alentaba. ¿Eran todos ejemplares de ese Homo venetiaticus mencionado por Jan Morris en Venezia il Bestiario? Difícil de asegurar en una ciudad que fue siempre tan cosmopolita; algunos afirman que la más cosmopolita de la Europa renacentista. ¡Boga, Doménico!, gritaba yo porque, tras Flabanico, Scarlatti, Ghirlandaio, Robusti (el hijo de Jacopo Tintoretto), hasta Modugno, Berardi y Criscito, siempre ha de haber algún Doménico en un espectáculo en Italia.

    Los gondoleros parecen todos buenas personas, le votan a la derecha y mienten poco, mientras que los lancheros lucen todos como miembros de una secta secreta que descuartiza turistas y hace ritos con el cuero cabelludo de las mujeres. O tal vez solo son mafiosos que trafican con órganos, niños y pieles florentinas. Nuestro gondolero cruzó el Canal, avenida mayor, y en segundos teníamos una lancha policía a nuestro lado. Riñeron, por lo que pudimos entender, porque la maniobra estaba prohibida durante el tiempo de la regata, pero el gondolero no se amilanó frente a unos policías tan jóvenes que parecían adolescentes recién graduados de una academia que primero enseña a no marearse antes que a disparar.

    VI

    Venecia / Foto: Martha María Montejo

    Hubiera sido una ironía que nos enfermáramos en Venecia, dejando atrás los picos de fobia de una pandemia que se alargaba en el tiempo.

    En las memorias de cierto cónsul sudamericano se habla de una enfermedad, en realidad una forma específica de hipocondría. Es el síndrome que ataca a quienes dejan atrás tierra firme para adentrarse en una anormalidad. Se quejan de dolencias imaginarias solo de pensar que deben transitar por calles de agua y habitar edificios flotantes. Se hacen pruebas de todo tipo, pero no tienen nada. Estar en Venecia es admitir una alteración, una inquietud: te sometes o te domina. «Venecia tiene la fuerza de los que ya perdieron. Tiene la atracción del derrotado o del antagonista. Seduce para nada», dice.

    Un archipiélago entero para ilustrar la caída. La ciudad, con sus Tizianos, sus Veroneses, sus Tintoretos, nos devuelve cadáveres exquisitos, como ha visto Jean-Paul Sartre. «Estos muertos», escribe en El secuestrado de Venecia, «están devorados por una fiebre de la que se ignora, al principio, si es un germen de vida o el comienzo de la podredumbre».

    VII

    Hay una librería llamada Acqua Alta, furia de instagrammers y agentes mundiales del selfie. Su pared más citada es una que está tapiada por libros que la humedad y las subidas de las aguas han transformado en objetos de otra textura, una pasta dura, decolorada, inservible. Es una escultura, una escritura, desde luego, pero se inspira en los efectos reales de un elemento que más vale mantener lejos de nuestros estantes. La humedad ha sido desde siempre enemiga tenaz de bibliotecas e imprentas. ¿Cuántas han quedado devoradas por furia de mareas y tormentas? 

    Por eso no deja de llamar la atención el rol tan importante que tuvo Venecia, con Aldo Manuzio, para la historia universal del libro. La historiografía aporta numerosos legajos que reafirman a esta ciudad como un punto de partida más que notorio en el nacimiento de la industria y el comercio mundiales de los impresos. Richard Sennett en su ensayo sobre el gueto judío de Venecia confirma que históricamente las autoridades del lugar elaboraban registros minuciosos que dejaban asentados por escrito en un grado mayor que en otras regiones de lo que más tarde sería la Italia conocida hoy. Era un Estado burocratizado que aspiraba a consolidar su propio marco legal y el papel vendría a ser para los gobernantes como la sal veneciana para la conservación de los alimentos y el azafrán para sus comerciantes.

    VIII

    Venecia / Foto: Martha María Montejo

    Unos amigos llegaron desde Padua para encontrarse con nosotros. Lo hicieron en su carro y de pronto caí en la cuenta de la imposibilidad del tránsito vehicular allí donde las calles y avenidas son de agua. Los amigos dejaron el carro cerca de la estación de Santa Lucía y a partir de allí debían abordar vaporettos y lanchas. 

    No hacía calor, pero todo el tiempo pensaba en tirarme al agua. Tiempo atrás era un acto común; algún estudioso comenta que Tintoretto estudió los cuerpos de los bañistas que en sus tiempos se lanzaban a los canales. Algún influencer lo hizo recientemente en el Gran Canal y fue un suceso en redes, pero sobre todo policial. Hay algo estúpido en ello, concedo, mas ¿cómo no desearlo? Toda laguna es una invitación. No habíamos llevado traje de baño ni teníamos tiempo para escaparnos a Lido. Ni siquiera supe si nuestro hotel tenía piscina. ¿Piscinas en Venecia? Solo pensarlo sería una contradicción.

    En la Iglesia de la Salute me fijé en una señora que recorría sola los interiores, se metía por pequeñas puertas y se nos adelantó por el pasadizo que esconde al final una sacristía con cuadros de Tiziano y Tintoretto, y también el traje papal de Juan Pablo I, aquel pontífice Luciani, muerto a los pocos días de su investidura. 

    Cruzamos la mirada un par de veces. Imaginé una vida para ella, unos pocos días de vacaciones lejos de hijos y nietos, ya viuda. Pasó el verano cuidando hijos de otros. Había viajado desde Estados Unidos, sus ancestros italianos siempre le hablaban del abuelo, que se había ido a Venecia y de allí a New Jersey en busca de fortuna.

    IX

    Venecia / Foto: Martha María Montejo

    En el Campo San Moise, donde cuenta Théophile Gautier que pasó sus noches venecianas en 1850, hay ahora boutiques de Prada, Versace y Michael Kors. Como es fácil ver, este ensayo, que es apenas nota de viaje y en realidad un bosquejo, ha estado salpicado de lecturas, Marca de agua en primer sitio. No todas han sido mencionadas, como sucede también con los lugares que no aparecen en el relato: el Palacio Ducal y la Catedral de San Marco, el Café Florian, el Campo San Giacomo, el Puente de los Suspiros, un restaurante: el Bistrot de Venise, las tiendas de máscaras… Algunos, lecturas y lugares, se pierden en la memoria, otros ni siquiera han llegado a ser explorados totalmente.

    En las impresiones del poeta viajero Gautier sobre Venecia han quedado páginas memorables sobre su visita al antiguo manicomio de San Servolo, hoy un museo. Su lectura me condujo poco después a la extraordinaria galería de fotos que Raymond Depardon realizara más de un siglo después. En ellas, Trieste y Venecia son apenas un trasfondo, un trasiego de cuerpos que, al decir de Gautier, van «sin brújula, la llama ha abandonado la lámpara, y la vida ya no tiene nada de ». 

    En una de esas imágenes, aparece un hombre enjaulado y la escena parece descrita por Gautier. El poeta francés recuerda haberse topado en los pasillos solo con aquellos que no ofrecían peligro para los demás, a la vez que menciona el caso de uno que enloqueció al descubrir los amoríos de su mujer con un gondolero y en sus arranques de furia se mordía los brazos hasta sangrar.

    En todos esos días, solo un hombre joven se acercó a mí pidiendo dinero. Una mujer también quiso vendernos unos boletos para los vaporettos. Sus aspectos no inducían a pensar que vivían en las calles. ¿Adónde han ido a dar los locos venecianos? El turismo postpandémico había menguado, eso era demasiado notable. Pero, ¿cuánto tenía que ver la pandemia con esa otra higiene de las ciudades, la que, a la vez que desplaza, obliga a los desplazados a mantenerse fuera del foco?

    X

    Mañana de lunes. Día del regreso. Nos levantamos temprano para una caminata interminable en busca del gueto judío. Pero en lugar de orientarnos hacia Santa Lucía, tomamos el camino largo en sentido contrario. 

    Hay lugares que no abren nunca, ni temprano en la mañana ni tarde en la noche. No son iglesias, pero respetan ciertas costumbres eclesiales. Por la puerta abierta de un hotel tugurial se veía a un hombre trabajando, haciendo cortes. Todo el mundo se había ido al Ponte de la Accademia a esperar la salida del sol. Un despliegue de cámaras sofisticadas, instagrammers, selfies, parejas besándose, youtubers, mochilas en el suelo. Y el reflejo de los rayos en el agua gris. La cúpula de la iglesia de la Salute se recortaba en el horizonte.

    Volvimos a pasar cerca de la Piazza San Marco, el único salón del mundo que merece tener el cielo por techo, según Napoleón, y en algún café ya abierto desayunamos mientras un barista tarareaba una balada de moda. 

    Regreso al hotel para hacer las maletas. Qué ha sucedido. Me pregunto si he llegado a comprender algo de lo que he visto. Venecia no es una ciudad para intentar ser, pienso. Su efecto sobre la mirada y la comprensión de lo que vemos puede resultar anulador y termina uno siendo lo que no quiere, un hombre que deambula intentando apresar, intentando comprender.

    Unos cuantos días después, todavía mirábamos cuadros de Arturo Tosi, donde una Venecia difuminada comenzaba a borrarse ante nuestros ojos.

    *Adelanto de un libro de próxima aparición por la Editorial Casa Vacía.

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