A finales de septiembre de 2023 sesionó en México el IX encuentro del Grupo de Puebla, un foro político de la izquierda latinoamericana que reúne, además, a varias figuras políticas europeas. En esta ocasión participaron los expresidentes Ernesto Samper (Colombia), Evo Morales (Bolivia) y Rafael Correa (Ecuador), así como el mandatario electo de Guatemala, Bernardo Arévalo; la secretaria de Exteriores mexicana, Alicia Bárcena; el canciller cubano Bruno Rodríguez; la vicepresidenta de Venezuela, Delcy Rodríguez; la ministra de Igualdad de España, Irene Montero, y Claudia Sheinbaum, candidata del partido MORENA para las próximas elecciones presidenciales de México. Como en todas las ediciones anteriores, el Grupo de Puebla debatió sobre la necesidad de la integración política y económica de América Latina, algo que no extraña si tenemos en cuenta que varios de los presentes fueron protagonistas de la llamada «marea rosa». Sin embargo, en esta ocasión destacó un viejo tema, puesto sobre la mesa por Rafael Correa, que parece estar ganando renovado interés, sobre todo, entre los líderes «progresistas»: la creación de una moneda única que permita «avanzar en la desdolarización» de la región.
Un poco de historia
El sueño de una moneda común en América Latina no es reciente, y tampoco exclusivo de los gobiernos llamados «progresistas» ni de las potencias económicas del hemisferio. De hecho, el primer intento serio de lograrlo fue el «Acuerdo para el establecimiento de la unión monetaria centroamericana» , suscrito en 1964 por los Estados de Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua. En su afán por lograr lo que Europa conseguiría más de tres décadas después, estos países propusieron la integración de sus bancos centrales, que serían conducidos por un único organismo: el Consejo Monetario Centroamericano (CMCA). Sin embargo, el proyecto se detuvo debido a la cambiante y violenta situación política en la zona, marcada por la Revolución Sandinista en Nicaragua y la creación de movimientos guerrilleros en Honduras, Guatemala y El Salvador. Fue en la década de los noventa, con la firma de los acuerdos de paz entre esas guerrillas y los respectivos gobiernos de entonces, que retornaron las aspiraciones integracionistas en Centroamérica. Sin embargo, las secuelas políticas y económicas de décadas de conflictos armados se antojaban demasiadas para concretar la iniciativa. Finalmente, en 2002, República Dominicana se unió al CMCA, cuyas funciones quedaron relegadas a las de un escenario de diálogo entre las partes.
A inicios de la década del 2000, los gobiernos progresistas de la llamada «marea rosa» comenzaron a pensar en la posibilidad de desdolarizar América Latina. Incluso el propio Hugo Chávez llegó a hablar de una futura moneda común, el «petro», llamada así debido a la bonanza petrolera que entonces permitió a Venezuela invertir en programas sociales internos y apoyar económicamente a sus aliados políticos en Latinoamérica y el Caribe. Según Chávez, el petro sería adoptado por las principales potencias exportadoras de petróleo, con respaldo en barriles de crudo. Este proyecto jamás vería la luz, o no del modo en que lo concibió el líder bolivariano. El petro es hoy día una criptomoneda venezolana que, pese a los esfuerzos de Nicolás Maduro en su promoción, está muy cerca de desaparecer.
Mientras Chávez hablaba del petro por un lado, por otro impulsaba el «sucre», denominado así según las siglas de Sistema Unitario de Compensación Regional y en honor al prócer venezolano de las guerras independentistas Antonio José de Sucre. Técnicamente, no se trataba de una moneda, sino de un sistema de pago para las importaciones y exportaciones entre los países integrados en dicho sistema (Venezuela, Bolivia y Ecuador). El sucre, llamado a convertirse en moneda en algún momento, equivalía nominalmente a cierta cantidad de dólares, y de tal manera evitaba operaciones en la divisa estadounidense. Al igual que el petro, resultó un fracaso cargado de «irregularidades».
Uno de los mayores entusiastas del sucre fue el entonces presidente ecuatoriano, Rafael Correa. En 2021 —durante el gobierno de su némesis, Guillermo Lasso—, la Fiscalía General de esa nación publicó un informe sobre cómo ese sistema fue utilizado para lavar dinero de la corrupción en Venezuela mediante exportaciones ficticias. Según dicho documento, esto ocurría a través de un intermediario, el empresario Alex Saab, que resultó ser el principal testaferro de Nicolás Maduro. Saab, quien llegó a ser objetivo de la Interpol, fue capturado en Cabo Verde y llevado a Estados Unidos, donde permanece encarcelado. El hecho, por supuesto, afectó la reputación de Correa y se sumó a la serie de causas levantadas en su contra que lo obligaron a pedir asilo político a Bruselas.
En 2019, Paulo Guedes, entonces ministro de Economía de Brasil, propuso la creación del «peso real», una moneda común latinoamericana que sería utilizada, en principio, en las transacciones entre dos gigantes económicos del continente: Brasil y Argentina. La iniciativa de Guedes, que encontró ecos en su homólogo argentino, Nicolás Dujovne, estaba a punto de encaminarse y estrechar aún más los lazos económicos entre dos gobiernos de derecha, el de Jair Bolsonaro y el de Mauricio Macri. Sin embargo, nunca vio la luz debido al triunfo electoral de Alberto Fernández, quien, por supuesto, no mantenía tan buenas relaciones con Bolsonaro.
El «sur», una moneda común
Los aires ideológicos también cambiaron en Brasil cuando, en enero de 2023, asumió la Presidencia Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los miembros de la marea rosa que todavía se mantienen en pie dentro del ruedo político. Llama la atención que, incluso durante su campaña, el actual presidente brasileño echara mano al ya olvidado proyecto del peso real. Por supuesto, desde entonces ha hecho todo lo posible para desvincularlo del mandato anterior, incluida la decisión de rebautizar como «sur» esa todavía conjetural moneda común con Argentina.
Cuando Rafael Correa volvió a sacar el tema de una moneda latinoamericana durante el último encuentro del Grupo de Puebla, lo hizo, evidentemente, con la fe puesta en el éxito de la cruzada financiera de Lula y su proyecto económico integracionista.
El gobernante brasileño parece ir en serio con esta idea. No solo propuso que la moneda —que en principio se espera que funcione como el sucre— fuera dirigida por un Banco Central Sudamericano, sino que invitó a unírsele al resto de los Estados parte del Mercado Común del Sur (MERCOSUR): Argentina, Paraguay y Uruguay.
¿Qué tan probable es el éxito del «sur»?
La idea de una moneda única, a grandes rasgos, no resulta descabellada. América Latina es una de las regiones más homogéneas del mundo: casi todos sus países comparten un mismo idioma, una historia más o menos común, un sistema presidencialista heredero del caudillismo y con tendencia al populismo. Sin embargo, económicamente hablando, es una zona bastante heterogénea, sin contar que también es convulsa y está sometida a frecuentes y radicales cambios sociopolíticos.
De tal forma, la creación de un «euro latinoamericano» tendría probablemente que pasar por la conformación de una entidad regional equivalente a la Unión Europea. La última vez que se intentó algo parecido, durante la primera década y media del presente siglo, pronto se frustró con el agotamiento de los proyectos de izquierda y el correspondiente ascenso de fuerzas conservadoras en las principales economías del subcontinente, Argentina y Brasil; el regreso de políticas abiertamente neoliberales en un país como Ecuador, y las graves crisis sociopolíticas acontecidas en Bolivia, Nicaragua y Venezuela —incluida la agudización de las respectivas derivas autoritarias en los dos últimos casos.
Según el economista cubano Omar Everleny Pérez Villanueva, una moneda común en América Latina sería, sin lugar a dudas, muy beneficiosa para la región. Sin embargo, cree que las condiciones para que esto suceda están muy lejos de darse.
«En primer lugar, hay mucha heterogeneidad en las economías, desde países extremadamente grandes como Brasil, con un desarrollo industrial importante, hasta economías muy subdesarrolladas y pequeñas como la centroamericana. Solo a modo de ejemplo debo decir que el único proceso integracionista que ha funcionado es el europeo, y demoró decenas de años en concretarse. Empezó con la integración de un pequeño grupo de países y luego se fue ampliando, lo que incrementó las relaciones comerciales entre ellos», señala el experto.
Cuando Brasil y Argentina hablaron en 2023 del sur, es execonomista jefe del Fondo Monetario Internacional, Olivier Blanchard, calificó la idea como una locura, mientras que el prestigioso medio The Economist la catalogó de «proyecto estrambótico». Y ciertamente lo parece, más ahora que la disparidad económica entre ambos países es abismal debido a la grave crisis financiera que atraviesa Argentina.
Más allá de las diferencias en cuanto a estabilidad económica y financiera entre ambos países, otro aspecto importante a tener en cuenta es el desnivel que existe en las relaciones comerciales mutuas. Para Paul Krugman, premio Nobel de Economía en 2008, el sur es una «idea terrible», pues solo tendría sentido si, además de no presentar demasiadas asimetrías, Brasil y Argentina fueran principales socios comerciales entre sí. Al respecto, Krugman presentó datos que demuestran lo contrario: solo el 4.2 por ciento de las exportaciones brasileñas se destinan a Argentina, mientras que en la dirección opuesta representan solo el 15 por ciento. Si esta situación se replicara en el resto de la región, el integracionismo financiero latinoamericano parecería aún más difícil de conseguir.
«Es un hecho que México (otra de las grandes potencias económicas del continente) está más integrado con Estados Unidos por su vecindad y por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que con Chile o Perú, con los que comparte membresía en la Alianza del Pacífico. Y así ocurre con otros tantos países», advierte Pérez Villanueva.
En teoría, insiste el analista cubano, la materialización de un proyecto así sería «ideal», pues desaparecerían las distintas tasas de cambio en la zona; algo que resultaría en extremo beneficioso para economías tan pobres como la cubana, por ejemplo. En todo caso, esta perspectiva plantea otras dudas más específicas: ¿sería esa moneda común alguna ya existente o bien una nueva, como el euro?, y todavía más importante: ¿cuán fuerte debería ser esa divisa para que no solo circule entre aquellas naciones incluidas en el nuevo espacio financiero, sino que también la acepten otros grandes socios comerciales de la región latinoamericana como China?
«Las economías latinoamericanas están lejos de lograr una unión latinoamericana, a pesar de los distintos movimientos integracionistas existentes. Y aunque, al final, se trate de voluntad política, no veo que las condiciones económicas sean propicias para una moneda común, ni siquiera a largo plazo», subraya Pérez Villanueva.
Una columna bien investigada y redactada. Saludos.