Estaba en un bus; una niña frente a mí lleva unas medias largas, rojas. Parece que viaja sola. Tiene seis años, trae uniforme: falda plisada de tirantes. Calza botas de cuero; las puntas están despellejadas por las patadas que le da a cualquier cosa en el camino. La niña no es delicada como se espera deben ser las niñas de su edad.
Viaja con una pierna alzada, sobre un tubo del área para los discapacitados en sillas de ruedas. Son las siete de la noche. La niña lleva un chaleco también rojo bajo el cual asoman las mangas de una camisa blanca, llena de pinzas, que abulta el área de los hombros. El pelo de la niña es lacio, negro, como suele ser el pelo de los indígenas; tiene los ojos rasgados.
Lo que escribo comienza en un viaje, o en medio de un traslado, o en una mudanza. Como si lo que quisiera es poder llegar, instalarme, descansar. Como si lo que realmente tuviera importancia es dar prueba de que estoy en el trayecto, o de que estoy por llegar.
La niña es todo lo que yo no fui en mi infancia: yo nunca hubiera viajado solo a la edad de seis años, y mucho menos a través de una gran capital.
Cuando voy en taxi se me despierta el morbo. El taxista a menudo es un joven de brazos peludos y fornidos. Viajo mirando la nuca del chófer; ese detalle dice mucho: habla del corte exacto de la navaja, la destreza del peluquero.
Cuando camino solo, que es como me gusta caminar, trato de escribir.
¿Dónde vivirá la niña de las medias rojas? Bajé del bus y ella siguió. ¿Por qué sus padres la dejan viajar sola?
La niña miraba con insolencia, pero ella no sabe qué es ser insolente. Dicen que el grado superior de sabiduría consiste en hacer sin saber que se hace. Mientras estaba en el bus la niña sostuvo una pierna en alto, mostrando sin preocupación alguna su ropa interior.
Nadie se atrevió a regañarla. A mi lado dos señoras «recatadas» hablaban de lo que todo el mundo habla en esta ciudad: los asesinatos, los secuestros, los asaltos. Hablaban del joven que fue apuñalado en un bus antenoche en la ecovía. Un hombre bien vestido se le acercó y le metió tres puñaladas. El joven cayó. El asesino bajó en la parada siguiente; nadie en el bus opuso ningún obstáculo.
Las mujeres hablaron entonces del estrangulamiento de una mujer en Guayaquil. Su novio la ahorcó con una cuerda de guitarra. Luego picó en varias partes el cuerpo de la joven. Reservó el sexo para hundirlo en un balde con cemento.
—A ese sí lo pudieron encontrar.
—Por suerte. Al menos uno.
—La familia no pudo velar a la muchacha. En un vertedero encontraron las partes del cuerpo. El asesino dijo a la policía que había echado el sexo de la muchacha en un cubo con cemento. «¡Busquen! Aquí está lo mejor de ella».
Escucho esta conversación sin aterrorizarme. Ya pasó la etapa del terror. Me he acostumbrado a esos sucesos. Acostumbrarse es adaptarse, y se adaptan las especies que quieren sobrevivir. Saramago dice: «el miedo ciega»; por eso no he querido tener miedo. Por eso la niña viaja sola, despreocupada.
Voy a almorzar a mediodía, hora en la que a veces hay sol intenso en Quito. Entra al restaurante; frente a mí un TV en donde se transmiten noticias. El camarero se acerca y dice el menú: carne apanada, chuleta en salsa, camarones al ajillo. Mientras en la pantalla de la TV se observan unos cuerpos tirados sobre el asfalto. Una mancha de sangre se extiende en el suelo. No llego a distinguir en qué parte de la ciudad ocurrió el hecho. Dibujo, rompo lo dibujado; mutilo la obra como hizo el asesino-novio con la chica. Voy pegando los pedazos del dibujo de modo que no se forme el diseño original. Así hago con lo observado. Escribo, enumero, pero esa secuencia no tiene un orden lógico.
1) El restaurante es oscuro, no tiene ventanas; los manteles son sintéticos, están rotos, tienen un estampado de florecitas rosas.
2) Las ranuras entre las baldosas del piso están llenas de mugre. El mozo del restaurante tiene aspecto desagradable; olor a grasa refrita.
3) El hombre no tiene cuello, es blanco; está quemado, rojo. La piel brilla; la grasa sale por los poros de la piel.
4) El mozo me recuerda al carnicero del barrio de mi niñez. Mis padres no tenían mucho dinero —aún no tienen.
Al caer la tarde acompañaba a mi madre a la carnicería. Para comprar por poco dinero algunos trozos de hígado, riñones, corazón, huesos. Comer carne era un lujo que nosotros no podíamos darnos. Nos alimentábamos de residuos, de sobras, de lo que a casi nadie le apetece.
Sigo alimentándome de esa manera. Sigo mirando allí donde la mayoría no quiere mirar.