Apago la lámpara de mi habitación, me dispongo a dormir. La luz de los adornos navideños de los vecinos entra por las ventanas de vidrio; el titilar de las guirnaldas es reiterativo, insoportable para cualquier sistema nervioso, pero la gran mayoría se ha acostumbrado a esa presión. De lejos los balcones se ven alegres, pero en la medida en que te acercas las luces titilantes se hacen intolerables. Es la época en que todos se presentan alegres, efusivos. Pienso en las personas conocidas, en las constantes muestras de esa efusividad; pienso en ellos tirado en la cama y observo el reflejo de las luces en la pared. La alegría del vecino penetra en mi cuarto, la luz nerviosa no me deja descansar; ahora quiero que las penumbras se apoderen de mi entorno, que me cobije una oscuridad reconfortante. La gente pone música, se compra ropas, dan regalos. En caso de asistir a una de esas fiestas me veré obligado a mostrarme feliz, tendré que fingir. 

No me gustan los pesebres. A las 12 de la noche del 24 de diciembre colocan a ese niño, muñeco de plástico de ojos abiertos, cachetes rosados y rostro sonriente. He tenido que soportar la escena del nacimiento del niño Jesús. He tenido que soportar el patético acto de colocar el muñeco en un montón de paja. He estado en más de una ocasión en esas calles junto a mujeres que reclaman la legalización del aborto. En caso de asistir a algunas de esas fiestas en casa de algún cubano, tendré que oír la típica música cubana, los comentarios sobre el país, tendré que escuchar los mismos criterios de siempre: aquello sí que ahora se ha puesto malo; hasta cuándo va a durar ese cuento de la Revolución; parece que Díaz Canel no se da cuenta, nadie lo quiere… Ante semejante criterios tan elevados tendré que mostrarme de acuerdo, tendré que repetir el mismo argumento, pero con otras palabras, para no desentonar. Por otra parte, los ecuatorianos asistentes a la fiesta hablarán de la inseguridad de este país, que los niveles de miseria se han elevado; hablarán del narco, del vandalismo que reina lo mismo en la región de la costa que en el sistema carcelario. 

Foto: Yanier H. Palao

Yo me quedaré en una esquina, escuchándolos hablar, viendo cómo celebran su Noche Buena, cómo son felices con los comentarios nostálgicos sobre la isla abandonada. La esperanza de que algún día el gobierno se caiga en Cuba. Por supuesto, sin la intervención de los Estados Unidos, sin enfrentamiento entre civiles, con el menor derramamiento de sangre posible. Estos comentarios alternarán con notas informativas sobre el contexto nacional ecuatoriano, que por desde luego serán las más patéticas. 

La música marcará la secuencia de esos diálogos: la salsa, el merengue, Los Van Van y de vez en cuando algún ritmo andino; tampoco faltará quien le rinda homenaje a Pablo Milanés. Habrá lágrimas por tantos años que no se reúne la familia. Estaré triste por mi madre sola, aún más sola desde que mi hermana desertó de una misión médica. La gran mayoría de los cubanos radicados en el Ecuador cuentan con sus papeles al día, tienen visa, o residencia permanente. Ellos me miraran como lo que soy: un no ciudadano, un no individuo sin derechos, un indocumentado orgulloso de su condición, alguien que vive en un no lugar. Me miran desde el privilegio de sus estatus legales. Yo permanezco en la cuneta, en la zanja. Sin percatarse, ellos estarán posicionados al borde de esa abertura, quejándose justamente ante el individuo a quien le toca vivir en un plano más bajo, a ras de tierra. 

La comida abundante no podría faltar. Presidirá la mesa el pavo asado; se ve bien, pero tiene un sabor soso, en su interior la carne es gris. Las salsas y los aderezos me salvarán la cena; no me serviré de esa carne, pero insistirán en que coma, que está bueno. Alguien cortará un buen trozo de pavo y lo colocará en mi plato; yo intentaré comerme un pedazo, pero se me hará un mascón en la boca. No puedo tragar; estoy en la mesa, no puedo sacarme el bocado delante de todos. Si me trago esa carne lo más seguro es que me caiga mal. Podría vomitar delante de todos y arruinarles la noche, ensuciarles las camisas, las blusas de la ocasión. Veo que hay servilletas de papel; tomo una doble, me la llevo a la boca, hago como si tosiera y deposito el mascón de carne en las finas láminas de papel. Retiro la servilleta, doblada, y la meto en el bolsillo de mi pantalón. En la mesa estarán, por supuesto, los motivos de Papá Noel: el camino de mesa es verde con muñecos de nieve; predominan el rojo, el verde y el blanco. Solo he comido el congrí con las salsas, la ensalada y la yuca con mojo. Todos se percatan de que el trozo de carne sigue casi intacto. Pregunta entonces la anfitriona si no me gusto el pavo; sé que ella fue la encargada de asarlo. «No, lo que pasa es que me he vuelto vegano». Nadie cree lo que acabo de decir, pero no importa. En estos días muchos fingen creer que se quieren, y al final llegan a creérselo de veras. 

Las reuniones en una sala alrededor de la mesa de centro me recuerdan los velorios; es la misma dramaturgia, con esa dosis de tristeza que en muchos casos es fingida, como la alegría navideña. En la mesa de centro estarán dispuestos los cuencos con frutos secos, con galletitas, y las cremas para untar. Conversamos. Comemos de lo que está servido encima de la mesa. Justo como los velorios en la casa de mi infancia, en el campo: nos alimentábamos en la sala, alrededor del muerto; las conversaciones sobre lo bueno y generoso que era el fallecido. 

Por esa razón me repugnan esas reuniones alrededor de una mesa de centro. Prefiero conversar de pie, recostado a una barra, como en los bares, o las charlas en chonchones o sofás amplios, sin la repugnante mesita de centro. Me recuerdo de niño llevando bandejas de café a los dolientes; el piso de aquella sala era de cemento, moteado con grandes manchas de color. Recuerdo cómo contaba las grietas en aquel piso. 

Después de muchos años, y trabajando en restauración, supe que a esos pisos de cemento uniforme se les llama estuco, y que están muy de moda en cafeterías y restaurantes de lujo. Me sorprendió que una técnica que asociaba a mi infancia, a aquellas primeras casas muy modestas en las que viví, sea hoy un índice de sofisticación. Vi hacer estos pisos en muchas ocasiones; presencié la felicidad de algunas familias cuando sus casas pasaron del piso de tierra al piso de cemento.                           

El féretro era sostenido sobre unas delgadas patas de madera. Algunas mesitas de centro tienen idénticas patas a las de aquellos féretros en los velorios de mi infancia. Ahora, cuando asisto a alguna de esas reuniones de amigos, al menor descuido empiezo a contar las quebraduras en el suelo, o las ranuras entre las baldosas, o, si es el caso, las hebras de las alfombras.      

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