Hace un par de semanas que es Navidad en La Habana. Una Navidad de pacotillas inflables que brillan en los negocios privados y cabezas de Papá Noel que van desde la falsa belleza al terror inoculado. Tres días atrás, por ejemplo, vi un papá Noel tuerto, con los cachetes cuarteados, en medio de la calle. 

Hace este frío húmedo de invierno impostado, esta vecina que te desea felices fiestas, la gente que va cabizbaja, abrazada a su pan, cuidándose de tropezar, porque viendo cómo está todo, cómo nos lo han puesto todo, un hospital no debe ser algo fácil. 

Hace un año había precios inflados, hoy son los precios de un crucero de lujo. Lo hemos visto con el pan, que fue aumentando su valor hasta pasar de ser un alimento básico y asequible a costar la cuarta parte del salario mínimo en el país. 

Cuando era niña, por estas fechas, mi madre me llevaba al jardín para arrancar hierbas, me decía: «Escoge las más frescas, son para los camellos de los reyes magos». Me contaba, mientras iba arrancando una por una las hierbas más verdes, esos cuentos de Navidad y estrellas divinas que guían reyes con nombres de ensueño. Melchor, Gaspar y Baltasar. 

Me llenaba de esas palabras: mirra, incienso, pesebre, pastores… Después caminábamos hasta el algodonero, un árbol que quedaba lejos de casa, y me levantaba para arrancarle algodoncitos, me recortaba una estrella de papel dorado. 

En casa había un rosario fosforescente, que una monja española le había obsequiado a mi padre, y yo me iba con el rosario a un lugar muy oscuro y le pedía a las cuentas verdes, que centelleaban entre mis manos como mil ojos, le pedía en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, le rezaba por cosas que no entendía: la salud, la paz, la familia. Así me lo habían enseñado mi padre y la monja, y así debía ser. 

Por la Avenida 26, frente a la casa en que crecí, pasaba la gente del pueblo que eran muy presumidas, iban hacia las fiestas y cenas familiares, a las iglesias y templos adornados con guirnaldas y angelitos. Te auguraban un próspero año nuevo. Te sonreían.

Mi madre siempre me guardaba dos vestidos, uno para Noche Buena, y otro para el fin de año. Venían los primos del Norte, que habían emigrado en los noventa y nos compraban cerdos enormes, se hacían tres calderos de congrí y yuca con mojo, se abrían las cervezas. Y los niños, en el portal, nos mentíamos y empujábamos, correteando, viviendo la noche del otro niño, nacido tres mil años atrás, clavado luego en las manos y los pies, coronado con espinas…

Los diciembres en la universidad eran ríspidos, alocados. Una vez, esperé el Año Nuevo con un amigo en el parque central de Holguín, fumando Lucky Strike y pegada a una Spirit de limón, lejos de casa y sin pena alguna. Hacía frío, y ese amigo y yo, que ya poco sabemos del otro, nos abrazamos en nombre de la amistad eterna cuando las campanas de la iglesia doblaron doce veces. 

Siempre en diciembre conocía gente nueva, que me llevaba por unos caminos extrañísimos el resto del año, y que luego con el nuevo diciembre se desvanecían. Y a veces, en diciembre, escribía poemas sobre pastas italianas, sobre amores chatarra, sobre el mar y la ciudad como una boca que me tragaba. 

Hace dos días bajé las escaleras de mi edificio y me metí en una tienda rara, donde lo mismo venden bonsáis que pistolas de agua, miré buscando regalos de Navidad, pero me di cuenta de que todos mis amigos ya no vivían en Cuba. Así que le compré una postal a mi pareja, se la compré con una vieja ilusión navideña, para darle ese regalo a mi corazón, el regalo de la inocencia, de hacer creer a alguien que amas que sí viene una caravana de renos trayendo postales y obsequios desde el Polo Norte. 

Y la vieja ilusión navideña se pulverizó, cuando en la noche, antes de irme a la cama, me comencé a preguntar: 

¿Dónde estarán todas aquellas ovejas de plástico que poníamos debajo del arbolito?

¿Y aquel bebé rosado y minúsculo que hacía de Jesús en su pesebre de lata?

¿Los habremos vendido con la vieja casa?

¿Dónde estará la extensión con luces de colores: verdes, violetas, doradas…? 

Se encendían unas y se apagan otras, lentamente, como en los sueños. 

¿Dónde estará el rosario fosforescente?

Si lo tuviera aquí entre mis manos, le pediría en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por esas cosas que ahora ya entiendo: la salud, la paz, la familia. Y también le pediría por mi país. Le pediría, besando las cuentas, vivir en un país del que no se vayan mis amigos.

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