Otra historia de migrantes

    El chofer ordenó que tomaran sus cosas y se metieran al auto.

    —Nos están esperando ahorita. Rápido —dijo, mientras se aseguraba de que ellos tres eran quienes decían ser: Marta, Karen y Javier, cubanos, entre 25 y 30 años todos, migrantes, clientes. 

    Subieron al auto, pequeño, no muy moderno, y dejaron atrás el hotelito que les habían reservado sus familias desde Estados Unidos para guardar las apariencias y simular que eran solo turistas interesados en hacer compras y conocer Managua. A Marta le hubiese gustado al menos ver las habitaciones ya dispuestas para ellos y descansar, pero la orden del coyote estaba dada: debían moverse rápido, antes de que llegara la Navidad y los días festivos complicasen el viaje. 

    Durante horas, transitaron en silencio por carreteras. Desde la ventanilla vieron la ciudad, y después pueblos y luego puro yerbazal y monte y selva tupida. El auto, finalmente, se detuvo en un páramo solitario.

    —Hay que caminar, un poco nomás. Bajen —ordenó el chofer, y juntos atravesaron un tramo de maleza. Muy cerca los esperaban una decena de personas que Marta reconoció como cubanos, excepto a uno —¿nicaragüense?—, que debía ser el coyote. 

    No hubo tiempo para presentaciones formales. El coyote dijo que el río estaba cerca y que lo cruzarían ese mismo día. «Hoy descansan en Honduras», aseguró.

    —¿Tan rápido? —le susurró Marta a sus amigos. 

    —Es lo mejor. Vamos a estar bien —dijo Karen, que parecía muy segura y apenas hablaba, como si guardara fuerzas para el camino. 

    Marta agradeció en silencio tener a su mejor amiga al lado. No concebía mejor compañía para lo que se avecinaba, sobre todo porque Karen poseía un don especial para leer las circunstancias y decir y hacer justo lo necesario en cada momento. Ella y Javier sabían que cuando Karen hablaba así, con frases cortas y tajantes, los regañaba en cierta forma. Estos regaños, sin embargo, les insuflaban confianza. 

    Llegaron a río Guasaule, frontera con Honduras al noreste de Nicaragua. Allí subieron a unas barcas pequeñas y precarias, algunas como canoas, y otras, tablones atados sobre cámaras de neumáticos de camión. Las aguas eran terrosas, arrastraban lodo, pero poco profundas, llegaban casi a las caderas de los hombres que empujaban las embarcaciones hasta el otro lado. Más allá los esperaba un trozo de selva abierto por senderos estrechos, que corresponde al Departamento de Choluteca. La zona estaba casi vacía, a pesar de que el Guasaule suele llenarse de barcas que cruzan de un lado a otro y hacen parecer el cauce del río una autopista con atascos. Hasta hace unos meses era así. Los nicaragüenses lo transitaban de a miles para vacunarse contra la COVID-19 en Honduras, que gracias al programa Covax se hizo de Pfizer y Moderna, inmunizantes fuertes y, sobre todo, reconocidos por la Organización Mundial de la Salud y útiles para viajar. Mientras, Daniel Ortega y Rosario Murillo aplicaban vacunas cubanas a los menores de edad y la Sputnik V, de Rusia, a los adultos. 

    El coyote los llevó a través del sendero que iniciaba en la orilla. Marta sintió por un momento que la selva era un ser viviente, un monstruo verde y chillón, y que la entrada del camino era una boca abierta que se cerraría una vez ellos pasaran. Iba pensándose un bocadillo, una suerte de sacrificio humano para esta fuerza de la naturaleza, cuando escuchó a lo lejos una voz que les ordenaba detenerse. 

    El coyote fue el primero en gritar que dieran media vuelta y corrieran. Comenzaron entonces a tropezar unos con otros o contra los arbustos, que los empujaban de vuelta a la estampida. Caían, avanzaban a gatas y luego se levantaban para seguir corriendo hacia la entrada del sendero, fuera de las fauces del monstruo verde y chillón. 

    Marta creyó ser la última cuando tropezó y se hundió de bruces en la orilla fangosa del río. El resto del grupo, junto al coyote, ya avanzaba a trompicones por el Guasaule, rumbo a Nicaragua. Mientras se levantaba, vio a Karen salir del sendero y también par de brazos que le agarraron la mochila. Su amiga cayó al suelo de un tirón, justo a los pies del hombre uniformado que se le acercaba. Gritó su nombre. «Karen, Karen». Se dispuso a correr hacia ella. Quiso salvarla. El hombre levantó con brusquedad a su amiga. La tenía sujeta por los brazos y le gritaba cosas que Marta no entendía. Karen volteó entonces la cabeza hacia ella. Abría mucho los ojos y mostraba sus dientes, como una bestia furiosa. «Vete», creyó leer en sus labios. «Vete», volvió a decir Karen sin emitir sonido, aunque esta vez Marta hubiese jurado que fue un grito que se volvía eco en la selva. 

    ***

    El 22 de noviembre de 2021, el Gobierno nicaragüense eliminó el requisito de visado para los visitantes cubanos.  Desde entonces, Nicaragua se ha convertido en el principal punto de partida para los cubanos que se lanzan a realizar la ruta migratoria hasta Estados Unidos. La decisión tomada por el régimen de Daniel Ortega acerca a los cubanos a Estados Unidos y cierra los tiempos en que la ruta iniciaba mucho más abajo, en Guyana, y obligaba a atravesar sitios tan peligrosos como el Tapón del Darién, espacio selvático que sirve de frontera entre Colombia y Panamá. 

    Las precariedades económicas y el aumento de la represión política han forzado a los cubanos a protagonizar lo que ya es una crisis migratoria igual o mayor a otras vividas en el país durante los últimos 60 años. Los números no mienten. De octubre de 2020 a octubre de 2021, poco más de 38 mil cubanos llegaron a Estados Unidos por la frontera sur, mientras que, de octubre de 2021 a finales de febrero de 2022, es decir, en casi cinco meses, lo hicieron más de 48 mil. En el mismo período, la Guardia Costera estadounidense interceptó a unos mil 67 cubanos en el Estrecho de Florida. 

    Las cifras actuales dejan muy por detrás a las de la «Crisis de los Balseros» (de 32 mil a 35 mil) y a las del éxodo de 2015 (44 mil), cuando muchos cubanos migraron hacia Estados Unidos temiendo el fin de la política de «pies secos/pies mojados», que llegaría, finalmente, en 2017.

    De mantenerse estable el ritmo de crecimiento de estas cifras, de octubre de 2021 a octubre de 2022 al menos 132 mil cubanos habrán llegado a la frontera sur estadounidense. Eso también dejaría atrás los números del «Éxodo del Mariel» (más de 125 mil). 

    ***

    Técnicamente, era una ciudad, pero a Karen siempre le pareció que aquel sitio donde nació y creció era en verdad un pueblo. Lo que diferencia a una ciudad de un pueblo, pensaba, no son los kilómetros cuadrados, ni la tasa poblacional ni el tamaño de los edificios, sino el tipo de vínculos que existe entre el individuo y su trozo de tierra, sus vecinos y su casa: la pertenencia. En las urbes, incluso en las cubanas, puede pasar un día sin que alguien conocido se te cruce en la calle y te fuerce a recordar, y también puedes mudarte una, dos, tres veces sin problema. Sin embargo, en los pueblos todos tienen recuerdos comunes, y la absoluta certeza de que tu casa será también la de tus hijos y tus nietos como lo fue de tus abuelos y luego de tus padres, y que quien se va lo hace para siempre.  

    De niña le decían que había nacido sobre un saco de harina, como le dijeron también a su madre alguna vez. Su abuelo no nació sobre uno, pero sí creció entre muchos, hasta volverse un maestro panadero de prestigio en la comunidad. Poco antes de que Karen naciera, los jóvenes ya no querían ser panaderos ni carpinteros ni artesanos, sino estudiar ingeniería, medicina y derecho. Luego llegó la escasez de los noventa y el hambre se coló especialmente en los hogares donde los títulos universitarios adornaban las paredes. Fue entonces que el padre de Karen, que hasta el momento se ganaba la vida salvando otras en un centro médico, abandonó los vendajes y los catéteres para empolvarse las manos de harina y pregonar el que, sin duda alguna, era el mejor pan del pueblo. 

    Los malos tiempos forzaron a irse a unos cuantos, casi todos a Estados Unidos. Durante las siguientes dos décadas se irían otros muchos, algunos de la familia de Karen. Quienes se marcharon terminaban casi siempre por sacar a alguien más, lo mismo mediante la «reunificación familiar» que a través de inspiradoras historias de refrigeradores llenos de verduras y carne, autos propios y libertad. La migración se expandía y vaciaba el pueblo, credenciales suficientes para considerarse una epidemia descontrolada.

    Karen se contagió a los 13 años, cuando tuvo la certeza de que no quería vivir ahí. No les iba mal a los suyos, o no tanto como a la mayoría. El viejo oficio de panadero le garantizaba a ella y a sus hermanos un buen plato de comida diario, y en el pueblo ese era más o menos el significado de prosperidad. Para algunos, sin embargo, se trataba de opulencia. Las autoridades locales y la Policía fijaron los ojos en su padre, a quien detuvieron más de una docena de veces por vender pan y galletas. Durante una de las detenciones sufrió un accidente cerebro vascular que mantuvo en vilo a la familia, pero por suerte sobrevivió con escasas secuelas. Ante la posibilidad de una condena penal, el padre abandonó los sacos de harina y volvió a ejercer su profesión. 

    Karen estudió para ser profesora y ejerció como tal solo el tiempo que demoró en encontrar trabajo como guía turística. Los dólares que dejaban los extranjeros le permitieron una vida relativamente cómoda, pero ni siquiera eso sacó de su cabeza la idea de largarse del país. Se postuló a becas en cuantas universidades extranjeras pudo. El Seneca College, en Toronto, Canadá, la aceptó en una de sus maestrías. Karen logró pagar la matrícula con ayuda de familiares que desde hacía unos años vivían en Norte América, pero el consulado canadiense le negó el visado. Luego trató de irse en una lancha rápida, que la recogería a escondidas, junto a unos conocidos, y la llevaría directa a algún cayo de Florida. Sin embargo, el plan nunca se concretó. También pidió la visa a Panamá, en los tiempos en que el consulado panameño otorgaba permisos a los cubanos para que compraran ropa, motocicletas y electrodomésticos en la Zona Libre de Colón, muy cerca del canal transoceánico. Karen llegó tarde. Para cuando le negaron el visado, los cubanos habían dejado de comprar y usaban el permiso de entrada al país centroamericano para iniciar su ruta migratoria hacia Estados Unidos. 

    A finales de noviembre de 2021 decidió que iría a Nicaragua. Preparó el viaje con ayuda de familiares emigrados, quienes se encargaron de comprar el pasaje y encontrar quién la llevara hacia la frontera sur de Estados Unidos. Marta y Javier la acompañarían, también con el apoyo de sus respectivas familias. El vuelo rumbo a Managua saldría el 19 de diciembre.

    Karen lloró todas las noches de su última semana en Cuba. Su hermano menor, apenas un niño, se negó a hablarle cuando supo que se iba. «Si te hablo me pongo triste», le dijo, al fin, un día. Karen, junto a su padre, pudieron convencerlo de desistir, explicándole que no despedirse correctamente sería peor, que después se sentiría más triste y arrepentido.

    —No te asustes. No quiero que estés todo el tiempo asustado, pensando que me puede pasar algo malo —le dijo Karen a su padre antes de salir de casa con una mochila inmensa a su espalda. 

    —Tú, cuídate. Cuídate mucho. Eso es lo único que te pido —dijo él, que no paraba de llorar y besarla.

    Fue la última vez que se vieron. 

    ***

    La creciente entrada de migrantes ilegales a territorio estadounidense crea revuelos en el Capitolio de Washington. Senadores demócratas y republicanos se han puesto de acuerdo esta vez para frenar el flujo constante de latinoamericanos y africanos que les llega por la frontera sur. 

    Buscan extender el llamado Título 42, una norma sanitaria revivida por Donald Trump cuando el coronavirus llegó a Estados Unidos, la cual permite la expulsión expedita de migrantes, en especial los que entran por la frontera sur. El Título 42, en realidad, es parte de la Ley de Salud Pública de 1944: una normativa hecha al calor de la Segunda Guerra Mundial que otorga al Gobierno autoridad temporal para expulsar extranjeros de forma inmediata durante situaciones de emergencia, excepto a los menores de edad no acompañados.

    Joe Biden anunció la derogación del Título 42 para el próximo 23 de mayo y la noticia no fue bien recibida en el Capitolio. Hasta esa fecha, el Senado intentará evitarlo y extender la aplicación de la norma. El senador republicano por el estado de Florida, Marco Rubio, es uno de los cabecillas de esta iniciativa. En sus planes está la expulsión masiva e inmediata de migrantes hasta, al menos, 2025. 

    Mientras, el gobernador de Texas, Gregg Abbott, impulsa la colocación de alambradas a lo largo de su frontera con México para dificultar la entrada ilegal a Estados Unidos, a la vez que envía caravanas de migrantes ilegales capturados a Washington para llamar la atención del presidente Biden respecto a la crisis migratoria que vive el estado. 

    La contención en la frontera sur ha sido hasta el momento la estrategia más recurrente de los gobiernos estadounidenses, pero en el contexto actual eso solo provocaría una crisis humanitaria sin precedentes a las puertas del país. Joe Biden, al parecer, busca una solución fuera del canon de las deportaciones y el reforzamiento de sus fronteras. Para ello piensa involucrar a los gobiernos de países emisores de migrantes. «Tejer un pacto regional», dijo como adelanto de su plan, que está llamado a tomar forma en la próxima Cumbre de las Américas (Los Ángeles, junio de 2022). 

    La estrategia de Biden, sin embargo, no es nada novedosa. Los pactos regionales en materia de migración entre Estados Unidos, México y los países centroamericanos han sido siempre una voz de mando que obliga a aumentar la vigilancia fronteriza, los retenes y las deportaciones a sus «inferiores» mediante acuerdos de tipo económicos o, simplemente, presiones y chantajes. ¿Qué cambiaría entonces? Pues la intensidad de dichas presiones, lo cual traería un mayor comprometimiento de parte de los presionados. En otras palabras, la única salida de Estados Unidos para sacarse de encima una crisis migratoria y humanitaria de grandes magnitudes es repartirla entre México, Honduras y Guatemala. 

    ***

    Era la primera vez que tomaba un avión y salía del país. Desde la ventanilla vio a Cuba hacerse chica. Observó el contorno de sus costas, kilómetros de tierra perfectamente definidos, como en un mapa, que luego desparecieron bajo las nubes. «Ya. Al fin. No hay vuelta atrás», pensó, y acomodó su cabeza en el asiento.

    Algunos intentaron convencerla de no emprender el viaje. Incluso sus familiares en Estados Unidos le habían advertido que cruzar Centroamérica y México era mucho más peligroso de lo que podía imaginar, que las historias felices de quienes lo lograron con éxito a veces esconden tragedias y experiencias traumáticas indecibles…

    —¿Tú crees que todos lo logran, eh? Dime, ¿has escuchado la historia del que no llegó, del que se ahogó, del que mataron? Si lo vas a hacer, tienes que entender a qué te enfrentas. Los muertos no cuentan historias, Karen —dijo uno de ellos.

    —Tú sácame el pasaje, que si me muero en el camino, me voy a morir feliz. Además, si me quedo aquí voy a ir presa, porque la próxima vez que salga gente para la calle yo también voy a salir. ¿Lo oíste? Voy a salir. Y no quiero matar a mi papá de tristeza —contestó, intentando parecer segura. Su familia accedió después de aquel sutil chantaje. 

    En el avión Karen pensaba si de verdad se hubiese atrevido a salir a las calles de suceder otra protesta contra el gobierno como hubo el 11 de julio. Ese día no se  unió a los manifestantes del pueblo —apenas unas decenas, quizás un centenar—, quienes fueron neutralizados por las autoridades locales sin problema. En su comunidad no fueron muchos los apresados y las pocas condenas que se impusieron tampoco fueron severas, pero en otras regiones del país cientos de manifestantes eran sancionados a diez, 15 y 20 años de prisión. Eso lo sabían muy bien sus familiares en Estados Unidos, así que lo usó en su favor. 

    —¿De verdad lo harías? —le dijeron entonces Marta y Javier, quienes viajaba a su lado. 

    —Claro que sí —respondió ella, como si fuese algo obvio. En verdad, estaba convencida de que lo haría, aunque ya no tendría oportunidad de demostrarlo.

    Karen calculó poco más de 200 pasajeros. Todos iban bastante callados,  nerviosos. «Quizás también salen del país por primera vez», pensó. El avión hizo escala en el aeropuerto de La Romana, al sureste de República Dominicana.

    —Los que lleguen hasta aquí, pueden bajar. La escala será muy corta, así que les pedimos que lo hagan inmediatamente y en orden —dijo uno de los aeromozos, un chico extranjero. Sin embargo, nadie se levantó de su asiento. 

    —Ah, ¿pero todos ustedes van para «allá», no? —continuó.

    Fingía asombro y señalaba el «allá» hacia el norte, con la pose de un experimentado actor de stand up comedy. Los pasajeros comenzaron a reír y, desde entonces, a presentarse y hablar entre ellos. 

    —No lo puedo creer. Todo el mundo está aquí para lo mismo. Es muy fuerte.

    —Ay, Javier, Cuba se queda vacía. ¿Cómo es que dicen? El último que apague El Morro ¿no? —bromeó Marta. 

    —Menos mal que nos lo tomamos con humor, porque, si te pones a pensarlo mucho… ¿no les parece triste que tanta gente no quiera vivir en su país? —dijo Karen.

    ***

    México y los países de Centroamérica conforman «la región más homicida del mundo». Los muertos y los desaparecidos son tantos que resulta imposible encontrar cifras exactas para ilustrar el horror en estas tierras. La impunidad de la que gozan la inmensa mayoría de los crímenes tampoco ayuda a esclarecer los datos. 

    Las pandillas, los narcos, el machismo y la corrupción de las fuerzas estatales llamadas a mantener el orden hacen de esta zona un territorio con cifras de muertos tan altas como las de países en guerra. 

    Según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal A.C, en 2021 las ocho ciudades con mayor tasa de homicidios del mundo se encuentran en México. El primer lugar corresponde a Zamora (en el estado de Michoacán), con un aproximado de 196 asesinados por cada 100 mil habitantes, un número que supera a los de países en extremo violentos como Venezuela (40.9 por cada 100 mil), Honduras (38.6 por cada 100 mil) y El Salvador (17.6 por cada 100 mil). Dos ciudades que hacen de frontera con Estados Unidos, Tijuana y Ciudad Juárez, obtuvieron el cuarto y sexto lugar respectivamente. Otras diez urbes mexicanas se encuentran en el macabro «top 50» de las ciudades más homicidas del mundo. También aparecen dos hondureñas: San Pedro Sula (41.96 por cada 100 mil) y Distrito Central (37.18 por cada 100 mil). 

    Es decir, los migrantes cubanos que realizan la ruta migratoria hacia Estados Unidos deben atravesar dos países que concentran a 20 de las ciudades con mayores índices de muertes violentas de todo el planeta. 

    ***

    —Coño, Karen, qué susto, mija. Tú no sabes todo lo que me pasó por la mente —dijo Marta, secándose las lágrimas.

    Karen había cruzado el río hacia ellos con cara de solo haber pasado un pequeño susto.

    —Ya. Ya —consoló a su amiga.

    —Yo pensé que te iban a meter presa o que te iban…

    —Shhhh, ya, Marta. Deja que hable. A ver, Karen, cuéntanos, que por poco nos matas del susto —ordenó Javier. 

    Todos estaban sentados en la hierba, con la ropa mojada y los zapatos quitados, esperando que el sol los secara antes de volver al camino. El resto del grupo también quería saber qué había pasado al otro lado del Guasaule. 

    —Nada. Ese hombre me agarró y me preguntó que de dónde era. Me dijo que iba detenida, que quién me traía. Y me dije: «ah, no, yo sigo». Empecé a hablar con él a ver si lo sobornaba, pero no tengo un peso encima. Entonces me acordé de los aretes de oro que llevaba. Oro de verdad. Y le dije: «Mire, usted no va a ganar nada arrestándome para que me deporten, y yo menos. Yo puedo ayudarlo». Le puse en la mano mis aretes y lo convencí. Entonces me dejó regresar. 

    Todos parecían maravillados con su historia. Incluso el coyote, que la escuchaba de brazos cruzados, asintió con la cabeza, como diciéndole «bien hecho». Karen, sin embargo, omitió algunos detalles en su narración, como el temblor de sus piernas y las ganas de llorar y el tartamudeo de sus primeras palabras ante el oficial de migración, que fueron de súplicas. La idea del soborno le llegó como una epifanía cuando se detuvo en el rostro del oficial. Había visto esa expresión muchas veces en su pueblo, sobre todo en los policías que tantas veces detuvieron a su padre. 

    —No hay uniforme que pueda esconder la pobreza. Los pobres, los que deben mantener una familia y no tienen con qué, como que lo traen escrito en los ojos. Eso lo vi en él. Supuse que seguro tenía hijos y una mujer y una madre que alimentar, eso es todo —le dijo poco después a Marta, mientras le explicaba con algo más de detalle el encuentro. 

    Al siguiente día lograron cruzar el río y salir al otro lado del estrecho sendero que se abría en su orilla. La caminata fue larga y obstinante, sobre todo por las historias que mientras tanto contaba el coyote, todas de violaciones, asaltos y asesinatos sufridos por migrantes en la zona sur de Honduras. Karen no sabía si dudar de esos relatos. «Tal vez solo lo hace para hacernos creer que tenemos suerte de estar con él, para que confiemos y nos sintamos seguros en su compañía», pensaba. Recordó entonces sus tiempos de guía turística, cuando echaba mano a alguna que otra anécdota personal o a una leyenda local y les hacía creer disimuladamente a los turistas que acababan de conocer una historia única y que eran afortunados de tenerla a ella, última guardiana de un secreto exclusivo. Lo único que le hizo sospechar que los horrores narrados por el coyote podían ser ciertos fueron las palabras de aquel familiar que intentó disuadirla de su empeño de cruzar selvas y ríos: «Los muertos no cuentan historias, Karen».

    Se detuvieron en un páramo cercano a un pueblucho de gente muy pobre, del que Karen y sus amigos jamás conocerán el nombre porque es el tipo de datos que los coyotes se guardan bien, quizás por cuestiones de seguridad. 

    —Yo que ustedes tiro las cosas. Las que menos necesiten, claro está. Ahorita van a tener que viajar ligeros, lo más posible —advirtió el coyote.

    Karen abrió entonces su mochila y sacó su equipaje: toallas húmedas, chancletas de baño, blusas, abrigos, comida, una botella de agua y una bolsa de maquillaje que se había traído pensando que una mujer con polvos y pintalabios y delineador nunca pasaría ante las autoridades migratorias como recién salida de una selva. 

    _¿Y qué hacemos con lo que dejamos? —preguntó alguien. 

    —Pueden regalarlo —le respondió el coyote sonriendo, mientras señalaba a una bandada de curiosos pueblerinos que se les acercaban. 

    Karen entregó todo, excepto la botella de agua, la comida, una muda de ropa, su pasaporte y el celular. Los del pueblo aceptaron los regalos con entusiasmo, aunque Karen adivinó en su actitud, incluso en la de la joven que recibió la bolsa de maquillaje, que aquella no era la primera vez que unos extraños aparecían por esos parajes a dejarles sus cosas. 

    El coyote recomendó que comieran algo antes de seguir y dijo también algo sobre que hasta ahí llegaba él, que el siguiente tramo lo harían con otros. Karen obedeció, pero comió muy poco. Tenía hambre, pero se había prometido ingerir pequeñas cantidades de alimentos en cada parada del viaje; la suficiente para no sufrir fatigas por desnutrición ni malas digestiones por los nervios.

    Una hora después llegó una ruidosa caravana de motocicletas, todas conducidas por muchachos muy jóvenes. 

    —Aquí los dejo —se despidió el coyote, mientras un primer grupo salía con los migrantes montados en la parte trasera de las motocicletas, abrazados a los conductores. 

    Cuando les llegó el turno a Karen, Marta y otra joven, cinco guardias fronterizos salieron de la maleza y de un salto se pararon en el trillo, bloqueándoles el camino. Karen y su conductor fueron detenidos en el acto. Marta y la joven lograron bajar de las motocicletas y esconderse en un yerbazal, en lo que sus conductores y el coyote se daban a la fuga en sentido contrario. 

    —Salgan —gritó uno de los guardias fronterizos, parado a unos pocos metros del escondite de Marta, quien se levantó con las manos en alto junto a la otra cubana. 

    —Todo va a salir bien. Tú vas a ver. 

    —No, Karen, no. Nos jodimos. Esta vez sí nos jodimos —le dijo Marta mientras eran subidas a una camioneta. 

    ***

    Karen, por supuesto, no se llama así. Los nombres del resto de los personajes de esta historia también han sido cambiados. Ese es su deseo. Solo desde el anonimato la protagonista se siente segura y también cree a salvo a su familia, la que dejó en Cuba, de posibles represalias por parte de las autoridades estatales. 

    La perpetuidad del miedo es uno de los síntomas más visibles y comunes entre quienes han vivido bajo un sistema totalitario. La distancia y la libertad no garantizan necesariamente que el miedo desaparezca. La violencia sobre otros cercanos y la consecuente idea de saberse una potencial víctima es suficiente para perpetuar el temor, la desconfianza y hasta los delirios de persecución por muchos años. La intimidación constante, el escarmiento mediante agresiones ejemplarizantes a otros, es también un tipo de violencia: una violencia «indirecta», si así quiere llamársele. 

    «Estos padecimientos podrían considerarse como paranoia. Es común en personas que han sufrido un estrés alto y/o durante un largo tiempo, y que pueden sufrir estrés postraumático. Se trata de personas que han vivido y/o crecido con miedo y les ha marcado mucho. Ocurre cuando una experiencia deja una huella en sus mentes y no tienen mecanismos para manejarlo o racionalizarlo», explicó la psicóloga española Adriana Canal para este trabajo. 

    Sobre los traumas que deja la «violencia indirecta» añadió:

    «Estos también pueden provocar paranoia. Si han visto este tipo de violencia alrededor suyo, especialmente desde pequeños y durante años, pueden sufrir daños sutiles. A una persona le puede impactar lo que ve y escucha a su alrededor. Hay personas, por ejemplo, que no soportan sentarse frente a un ordenador sin tapar la cámara, y es justo por una paranoia, por el temor a que alguien los vea, lo cual es causado por todas las noticias que consumen sobre las redes sociales y los peligros de la cibervigilancia y el robo de imágenes, etc.»

    La experiencia del totalitarismo no es el único resorte psicológico capaz de activar paranoias y otros padecimientos similares en los cubanos que migran. El mismo hecho de ser migrantes conlleva el peligro de sufrir lo que los psiquiatras llaman Síndrome de Ulises, el cual se presenta bajo la forma de síntomas como fatigas, cefaleas y/o delirios de persecución. 

    No se trata de un trastorno mental en sí, sino de un estado psicológico provocado por los traumas causados por la migración. Fue descrito por primera vez en 2002, lo cual habla de cómo el fenómeno de la migración masiva se ha hecho cada vez más presente en todo el planeta desde inicios de este siglo. 

    El equipo de psiquiatras del Servicio de Atención Psicopatológica y Psicosocial a Inmigrantes y Refugiados (SAPPIR) de Barcelona, uno de los primeros en diagnosticar el Síndrome de Ulises, advierte que no todos los migrantes lo padecen y que hay quienes tampoco lo experimentan de la misma forma o con la misma intensidad. Esas diferencias, advierten, suelen estar condicionadas por la cultura de cada persona. El Síndrome de Ulises tiene su origen en una serie de «duelos» derivados de la migración, que no son más que un proceso psicológico de reorganización de la personalidad al  que se somete un individuo cuando pierde algo importante. Los duelos más comunes entre los migrantes están ligados a la pérdida de la familia, los amigos, la lengua materna, la cultura, la tierra, el estatus social y la seguridad física. En otras palabras, es el resultado de la obligatoriedad de romper una suerte de estado de inercia psicológica, de adaptar la psiquis a un contexto totalmente novedoso y difícil. 

    ***

    La sentaron en una silla, frente al buró de un oficial de migración que le pareció uno de los hombres más altos y robustos que había visto en su vida. Otros tres guardias se pararon a su alrededor, en distintos puntos de la oficina. Karen sería la primera interrogada. Sus compañeras esperaban afuera, vigiladas. El motociclista, dedujo, estaría en la oficina de al lado o, tal vez, en un  calabozo. 

    —¿De dónde vienen ustedes? —preguntó el oficial.

    —Si yo no sé ni dónde estoy, cómo usted quiere que le diga de dónde vengo. Solo sé que antes estaba en Nicaragua —contestó, disimulando su miedo. 

    —Pero es de Cuba, ¿no?

    —Ah, sí. Soy cubana. 

    —¿Y cómo llegaron aquí?

    —Caminando.

    —¿Y quién los trajo?

    —Nadie. Vinimos solas. 

    —Claro, claro. Y solas cruzaron el río —dijo, sarcástico. 

    —Mire, oficial, yo solo crucé un charquito. No sé si eso cuenta como río.

    El hombre parecía apurado. Su paciencia llegaba al límite. 

    —Hagamos algo: le sembramos 100 dólares en la cartera al chico que andaba con ustedes y usted dice, no sé, que eso fue lo que usted le pagó por cruzar a Honduras. Yo le garantizo que a usted no le pasará nada. Le daremos un salvoconducto y podrá irse a Guatemala sin problemas. 

    La oferta era tentadora. No tenía idea de cuál era el procedimiento de la policía fronteriza con los migrantes en esos casos. Quizás las detuvieran o las deportaran a Cuba, o ambas, quién sabe. Por otro lado, ni ella ni Marta, y probablemente tampoco la otra chica, sabían dónde estaban y menos cómo llegar solas a Guatemala. En caso de aceptar la oferta y volver con la red de coyotes… ¿qué dirían?: «Traicionamos a uno de los suyos para no volver a Cuba». Esa no era una opción. 

    —Hacemos eso y todos salimos ganando.

    Karen no contestó. Su silencio incomodó aún más al oficial, que se levantó de la silla y le acercó el rostro, cubierto con una mascarilla. 

    —A ver, señorita, yo la quiero ayudar. Pero usted tiene que ayudarnos a nosotros también. ¿No cree?

    —Oficial, cuando uno quiere ayudar lo hace desinteresadamente. Si usted quiere algo a cambio, entonces no es ayuda. 

    Los demás guardias comenzaron a reír. Al oficial también pareció hacerle gracia la respuesta de Karen. La tensión del interrogatorio se disipó. Karen ya no necesitaba disimular su miedo porque había desaparecido. Se sentía ahora un poco más segura, incluso envalentonada.

    —A él alguien le pagó para traerla.

    —Puede ser, pero no fui yo. ¿Qué usted quiere que le diga, eh, que él es un coyote, que yo pagué de mi bolsillo para que nos llevara a Estados Unidos?

    —Eso mismo —dijo el oficial. 

    Karen entonces advirtió que uno de los guardias sacaba un teléfono móvil del bolsillo y apuntaba hacia ella. 

    —Mire, baje el teléfono —le dijo al guardia—. Usted me puede estar filmando para presentar el video como mi declaración y yo no he dado declaración alguna.

    El guardia obedeció. Los demás parecían algo sorprendidos. Tal vez, en todos sus años en la guardia fronteriza, ninguno de aquellos cuatro hombres habían visto a un migrante ilegal expresarse así. 

    —Dígame algo: ¿qué usted estudió?

    —Soy profesora de inglés.

    —Ok. Vete y espera afuera —ordenó el oficial, y volviéndose a uno de los guardias, dijo: —Tráeme a otra.

    Karen fue trasladada fuera de la oficina, donde esperaban Marta y la otra chica. 

    —¿Qué te dijeron? —preguntó Marta.

    —Nada. Tú no digas nada ni reconozcas nada. Ninguna de las dos. ¿Está claro?

    Horas más tarde, les devolvieron sus pertenencias y las montaron en una camioneta que las dejó a la orilla del Guasaule. Era ya de noche y les ordenaron cruzar de vuelta a Nicaragua. A esas horas el agua les llegaba solo unos centímetros por encima de los tobillos. Una vez al otro lado, caminaron hasta encontrar un pequeño hostal, desde donde llamaron a sus familiares para contarles lo sucedido y coordinar una nueva recogida a la mañana siguiente. 

    Antes del mediodía del 21 de diciembre, Karen llegó al mismo sitio donde la habían detenido el día anterior. Después de cruzar el río, las tres cubanas recorrieron unos pocos kilómetros a caballo. Tres motociclistas las esperaban y juntos viajaron durante tres horas por largos senderos de tierra a gran velocidad. Karen pensó entonces en el chico que habían apresado. Ni él ni estos nuevos motociclistas, muy callados todos, centrados en no perder el control en un terreno tan difícil, llegaban a los 30 años. 

    ***

    El gobierno cubano ha convertido otra vez el creciente número de personas que abandonan la isla para migrar a Estados Unidos en un arma discursiva que resulta uno de los ejes de su propaganda política. Los medios oficiales obvian el hecho de que fue la eliminación del requisito de visado por parte del régimen de Daniel Ortega lo que disparó la última oleada migratoria, y que es el clima de represión política y la escasez de medicinas, alimentos y servicios básicos lo que impulsa a muchos a cruzar ilegalmente Centroamérica y México.

    La retórica castrista vuelve a culpar a Estados Unidos por no cumplir los acuerdos migratorios con Cuba, entre los que se encuentra el compromiso de otorgar 20 mil visas anuales. Esto último, sin embargo, no ayudaría a frenar el flujo de migrantes ilegales, pues la cantidad de visas pactadas anualmente no representan ni la mitad de la cantidad de cubanos que entraron de manera ilegal a Estados Unidos en solo cinco meses. 

    El Gobierno cubano, además, ha armado un berrinche por haber sido apartado de los preparativos de la próxima Cumbre de las Américas, que tendrá entre sus temas centrales la migración. Las protestas del Ministerio de Relaciones Exteriores (MINREX), sin embargo, no tienen ningún fundamento, más cuando el Gobierno se ha rehusado siempre a aceptar sus responsabilidades ante los organismos interamericanos y sus dependencias, excepto con la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), que básicamente surgió como una iniciativa de Hugo Chávez.  

    La supuesta irritación del gobierno cubano por su aparente exclusión de la Cumbre de las Américas tal vez se deba, en parte, al hecho de haber perdido una oportunidad de establecer comunicaciones con el gobierno estadounidense. El 21 de abril, ambas administraciones retomaron en Washington el diálogo bilateral sobre asuntos migratorios, el primero desde que Biden asumió el cargo de presidente de Estados Unidos. Poco después, tras el anuncio de los resultados de las conversaciones (Estados Unidos se comprometió a restablecer paulatinamente parte de sus servicios consulares en La Habana a cambio de que Cuba volviera a aceptar deportaciones de migrantes ilegales desde territorio estadounidense), el viceministro del MINREX, Carlos Fernández de Cossío, se mostró insatisfecho porque la parte estadounidense se negó a tratar otros temas fuera del migratorio. 

    No sería descabellado pensar que el castrismo hizo el mismo cálculo político de siempre: aprovechar una crisis migratoria para abrir canales de diálogo con la Casa Blanca. Cualquier concesión de parte de Estados Unidos podría exigir algo a cambio, algo que no sería del agrado del gobierno cubano. Sin embargo, desde el pasado 11 de julio el régimen cuenta con cerca de un millar de presos políticos, una «moneda de cambio» que le libraría de ofrecer garantías de mayores libertades económicas o políticas. Biden, sin embargo, tiene otros asuntos muchos más urgentes que resolver, como el expansionismo ruso en las puertas de Europa. Además, conoce muy de cerca lo que significa realizar aperturas y concesiones a La Habana, pues fue  uno de los altos funcionarios (era vicepresidente) artífices del «deshielo» promovido por Barack Obama durante su último mandato.

    ***

    —Son traficantes de personas, negociantes —le dijo Marta cuando llegaron a la ciudad de Choluteca y confirmaron sus identidades en la entrada del hotel. Ahí estarían los siguientes cinco días, hasta que pasaran las festividades por el inicio de la Navidad. Luego un coyote los llevaría con el resto del grupo, junto a Javier, que a esas horas estaba en Guatemala. 

    —Yo no los juzgo porque no sé los motivos que tienen para hacer lo que hacen. Quizás sea la única manera que tienen para mantener a sus familias. ¿Quién sabe? Son muchachitos y se la juegan creo que todos los días. Al final, ellos no son culpables de nada. Lo son los gobernantes, todos los gobernantes. Los de Cuba son culpables de que nos tengamos que ir y los de Honduras de que esos muchachos hagan estas cosas para ganarse la vida. Eso es lo que creo.

    Con ayuda de un coyote, las tres cubanas se hicieron con salvoconductos, documentos otorgados por las autoridades migratorias para poder viajar por el resto de Centroamérica sin problema.

    —Pueden conocer la ciudad, pero no se alejen mucho del hotel y tengan cuidado —les advirtió antes de dejarlas.

    Fueron de compras a las tiendas cercanas. Karen alcanzó dos mudas de ropa y artículos de aseo a muy buen precio gracias a un giro enviado por sus familiares. Luego dieron un pequeño paseo por la ciudad antes de encerrarse por los siguientes días en el hotel. Choluteca se preparaba para recibir la Navidad, y quizás por eso todo estaba tan iluminado. Vieron los puestos de comida, donde cocinan el arroz a ojo, sin medir previamente el agua, y las ensaladas frías son mucho más coloridas que en Cuba y más variadas, con vegetales y frutas mezcladas con la pasta.

    —Coño, en Cuba, por más que buscara, nunca encontraba dulces para mis hermanos. Y aquí mira la cantidad de chucherías que hay en una gasolinera. ¡En una gasolinera!

    —Y mira los carros modernos que hay. Qué roña que tengamos que salir de Cuba para darnos cuenta de lo pobre que somos —dijo Marta, mientras compraban golosinas para comer en el hotel. 

    Tardaron dos días en cruzar Honduras y Guatemala. Fue un viaje en auto por carretera, prácticamente sin escala. En la orilla del Suchiate, al noroeste de Guatemala, esperaban Javier y una decena de cubanos, entre los que Karen reconoció a algunos que abordaron su vuelo a Managua. Montaron en patanas y cruzaron a territorio mexicano, donde una pequeña caravana de autos los llevó al centro de un pueblo de unas pocas calles llamado Hidalgo. 

    Apenas pudieron descansar antes de subir un ómnibus e ir a Tapachula, donde debían hospedarse en un hotelucho y no salir bajo ninguna circunstancia. Allí contaron los últimos segundos del 2021. Se abrazaron cuando comenzaron a sonar los cohetes en plaza, que anunciaban el inicio del nuevo año, y hablaron con sus familiares por Whatsapp para decirles que ya estaban en México y pronto estarían del otro lado del Río Bravo. 

    El viaje a Ciudad de México duró aproximadamente dos días. El grupo de migrantes cubanos se dividió en subgrupos de a tres, que fueron movidos en autos hasta una suerte de lago, el cual cruzaron en lanchas, y luego en autobuses rumbo a la capital. Para entonces, los coyotes habían conseguido pasajes de avión hacia la frontera norte a sus clientes. Viajar en avión es una vía rápida y segura dentro de México, dado que las autoridades no exigen documentos que demuestren la estancia legal en el país a quienes abordan vuelos nacionales. 

    El 19 de enero, cuando cumplía exactamente un mes fuera de Cuba, Karen llamó a su padre para decirle, entre lágrimas, que ya pisaba suelo estadounidense y que el cruce por Mexicali, al norte de México, había sido en extremo fácil. Durante ese mes había recorrido más de ocho mil kilómetros a veces a pie, otras en avión y otras en auto o en balsas.

    —Lo logramos, papá.

    —¿Todos? —preguntó su padre. 

    —Sí, todos. Estamos bien. Solo nos queda entregarnos. Dicen que hay un papeleo y que debemos estar unos días detenidas, pero que es poca cosa. Lo importante es que llegamos, papá, que somos libres. 

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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    3 COMENTARIOS

    1. Me alegra enormemente que luego de tanta agonia, la historia tuviese un final feliz y lograran entrar a los Estados Unidos. Les deseo exitos.

    2. Benditos los que logran poner sus pies en el primer mundo. Desterrar de sus vidas el fatalismo geográfico y comenzar a vivir como seres humanos. Pobres aquellos que quedaron en el camino con sus sueños rotos. El dicho «El que no se arriesga ni gana ni pierde» no aplica en estos casos, Pierde mucho quien no se arriesga y se queda malviviendo en estos submundos de mala desazón crónica.

    3. No es ocioso repetir quede todo el sufrimiento y todal la angustia Qué pasó esa muchacha con sus acompañantes y el resto del grupo, no es ocioso recordar que de todas las muertes, violaciones y abusos de que han sido objeto los cubanos en esa ruta desesperada a la frontera sur de Estados Unidos, el único culpable es el régimen dictatorial que impera en la isla desde hace más de 60 años. La desesperación del cubano ante la precaria situación en que vive y la falta de esperanzas que tienen en que esa situación pueda cambiar para mejor en el futuro es lo que lo lleva a tomar esa decisión tan arriesgada. El único país de América Latina del cual emigran en masa técnicos y profesionales es Cuba. La composición de la migración del resto de ellos está constituida por personas de origen muy humilde, sin preparación, que están dispuestas a realizar cualquier trabajo en Estados Unidos con tal de ganarse el sustento y el de sus familias en la tierra que dejaron atrás. Eso demuestra Hasta qué punto el régimen de los Castro ha igualado hacia abajo a la inmensa mayoría de la población cubana.. Demuestra Además de que a esa cúpula no le importa cuánta gente tenga que morir con tal de ellos desembarazarse de los más contestatarios y garantizarse así una población emigrada que por mantener a su familia en Cuba les envíen remesas que al final Van a parar a las manos del mismo régimen que los obligó a marcharse. De todo esto tendrán que responder algún día sino ellos Quiénes les sucedan.

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