Hamlet, Villa Marista y yo

    Me había prefigurado nuestro encuentro. Él llegaría en un carro y yo tendría vigilancia. En ese momento, le podría decir al agente de la Seguridad, clavado junto a dos Marianas y una patrulla en la puerta de mi edificio, «haga el favor y cuide esta maleta». Entonces subiríamos las escaleras, y al cabo de 40 horas, cuando ya se nos pasara el nerviosismo ridículo, porque los dos padecemos de la misma ridiculez y del mismo nerviosismo, nos besaríamos. Seguro nos chocaríamos los dientes; eso Camila me lo metió en la cabeza desde la noche anterior.

    Después de casi dos años entre España, Polonia y Alemania, Hamlet regresaba a Cuba. En un inicio para no perder su residencia cubana, previendo que no lo dejaran entrar como ya le había pasado una vez. Luego estaba la consumación de nuestro noviazgo y los planes de vida y el futuro. Ya cerca del final, durante los últimos meses en Berlín, esto era quizás lo único que lo impulsaba a regresar. La idea de nuestro encuentro avivaba el pulso de una existencia en el tedio: yo en asedio constante dentro de una doble prisión, policial y pandémica; él en la compulsión del trabajo y en la soledad.

    Hamlet quería regresar a Cuba, no por falta de opciones, sino porque en este destino era donde único encontraba un propósito que lo haría feliz, un propósito para el que se necesita voluntad y se necesita valentía. El propósito de amar.

    Una vez, hace unos tres años, me dijo que amar era un lujo. Yo pensaba que, en efecto, era un lujo. En ese mismo tiempo le dije que se fuera, que él no pertenecía a este país, que este país no lo merecía. Tal vez era esa la forma de expulsarlo de mí, pero lo cierto es que hay personas que simplemente no encajan dentro de cierta tesitura porque los afea, los degrada, los desafina. Y no me refiero a los resistentes, los sobrevivientes, los inadaptados, los incomprendidos. Me refiero a los equivocados, los malnacidos. Hamlet es un ser de otra tierra, un alma rusa.

    Entonces llegó el día 26. Yo estaba sitiada por la Seguridad del Estado y pensé: bueno, al menos mi sueño se hará realidad. Como si esa realidad que vivo todos los días no fuese casi salida de una ensoñación. Pero nada de eso sucedió. A las nueve y media de la mañana de ese día Hamlet me llamó para avisarme de la presencia de un agente de la Seguridad en el centro de aislamiento donde se encontraba hacía seis días, desde su llegada de Berlín. Ese era su último día, y esa era la hora en que le tocaba salir de aquel edificio de prefabricados Girón.

    De pronto él entró en la habitación. Le dijeron de igual manera cómo comportarse y le dijeron que se sentara en un butacón que quedaba a mi derecha. Estábamos a una distancia de un metro. Sin poder tocarnos. Lo que me pasó dentro del cuerpo apenas lo puedo describir, era una mezcla de ardor con tristeza. Algo me halaba desde adentro como una úlcera viva. No sé si era el ayuno, que siempre me provoca ansiedad, pero yo apenas podía mirarlo. ¿Qué podía decirle?

    Pasamos toda la tarde a la espera de una segunda llamada. Camila no habría estado en la casa de no ser por el cerco policial, porque ella había decidido semanas antes salir por la misma puerta que entrase Hamlet. Esa mañana yo me burlaba de su pobre destino. Había quedado atrapada y pronto estaría bajo su mayor tormento: escuchar a Hamlet durante horas. Pensábamos que no iba a pasar de un simple interrogatorio, de una lectura de cartilla, de la habitual intimidación, de un pase de revista. Pero pasaban las horas y no teníamos noticias. 

    Sobre las diez de la noche recibí una llamada de la madre de Hamlet: «Me acaban de llamar, lo tienen en Villa Marista, bajo un proceso de investigación, me dijeron que mañana podía ir a saber sobre su caso». Hamlet había sido trasladado a la Unidad de Instrucción de la Seguridad del Estado Villa Marista. Y yo me preguntaba, espantada, como si esa realidad y ese lugar no fuesen tan cercanos a mí desde hace algunos años, ¿cómo que en Villa Marista?, ¿qué investigación?, ¿qué está sucediendo? 

    Estaba convencida de que vería a Hamlet esa misma noche, que no lo pararían en el aeropuerto. Que no hubiera sido interrogado allí mismo era ya un gran alivio. Esto que estaba ocurriendo ahora era algo mucho más grave, algo calculado, algo sin dudas premeditado desde hacía tiempo.

    Al día siguiente la madre regresó de Villa Marista sin noticias. La instructora penal había salido de guardia y nadie la pudo atender. A nosotras no nos quedaba otra opción que salir para la calle. Teníamos que conseguir a toda costa alguna información. Ese día caía 27, y como ya era costumbre, ese número de la fortuna, buena o mala, marcador de nuestro destino cada mes del año, significaba una patrulla en la puerta de la casa, con o sin acción colectiva. Ese día tuvimos las dos cosas. Muchos integrantes del 27N habíamos decidido salir hacia Villa Marista. Tania, Camila y yo fuimos detenidas y conducidas hacia estaciones de policía. Mientras Camila y yo dábamos vueltas en círculo dentro una patrulla, buscando la estación perdida de Regla con Laura Pausini de fondo, cinco integrantes del 27N llegaban al centro de Instrucción de la Seguridad del Estado Villa Marista para saber de Hamlet Lavastida.

    Mis ojos delataban horas de llanto y de desesperación, y eso no ayudaba. Había entrado un cuerpo extraño, un cuerpo que no veía hacía más de dos años, sin embargo, todo él lo tenía yo en mi mente, cada frase y cada gesto. El Hamlet que yo conocía estaba encerrado en mi teléfono y en ese cuerpo que no podía tocar. Le miraba los pies, miraba a los oficiales, miraba las cortinas, miraba mis rodillas, volvía la vista hacia él y le miraba los brazos. Mis ojos giraban y mis manos se apretaban. Él no apartaba la vista de mí. Sus ojos eran dos cuchillos negros y su voz era diferente. Me había acostumbrado a escuchar una voz distorsionada y metálica que salía de nuestros audios y llamadas. Esta voz era limpia, una voz real.

    Al llegar a la estación de Regla, nos recogieron los datos y las pertenencias. Al inicio nos mostramos reacias a la detención, porque siempre es bueno dejarles saber que están violando los derechos de una. Pero pasado un tiempo una misma empieza a acoplarse dentro del absurdo y comienza a formar parte de ese juego del desenfado. La policía solo sabe que nosotros, los activistas detenidos por la Seguridad del Estado, somos casos CR (contrarrevolución), y por ello mismo se desentienden. Exigirles algo es un total despropósito.

    Nos mandaron a quitarnos los cordones de los zapatos. Camila se viró hacia mí y me miró sorprendida. Yo había adelantado ese trámite y ya tenía uno zafado. «Para que no te ahorques», le dije. Camila soltó una carcajada y murmuró entre dientes: «Ya me están llevando a eso». Mientras el oficial de guardia registraba los números serie de los de billetes de 10 y 20 pesos que llevaba Camila, yo aprovechaba para esconderme una caja de cigarros en el bolsillo del pantalón y, de paso, pesarme y medirme en la pesa del cubículo, una obsesión que tengo siempre que llego a algún consultorio o policlínico. No podía dejar pasar la oportunidad de hacerlo en una estación de policía. 

    Ya se habían llevado a Camila para una celda y registraban mis pertenencias, que eran bien pocas. Ese día tuvimos suerte porque nos metieron en el mismo calabozo. Al entrar le enseñé la caja de cigarros que llevaba escondida, como si fuese una gran hazaña. Sabía que la alegraría mucho y nos ayudaría a matar las horas de encierro. Para rematar nuestra buena suerte, esa noche el instructor penal llegó temprano. A Camila la interrogaron primero, y mientras tanto yo leía unas páginas del periódico Granma que me había facilitado el carcelero para envolver las íntimas que llevaba arriba, porque andaba con la menstruación. En esa hora y media solo tuve paciencia para leer los titulares de los deportes, un bodrio de Víctor Fowler sobre las vacunas y el «bloqueo», y una apología de «Palabras a los intelectuales» con motivo de su próximo aniversario. A cada rato pensaba en Hamlet. Quería creer que él también tendría algo para leer en su celda. Ya Maykel nos había calmado en una llamada, diciéndonos que Villa Marista tenía calabozos de lujo, con agua caliente y agua fría, y eso nos servía para hacer chistes cuando nos caía la angustia dentro de nuestra pequeña mazmorra. 

    «Estoy bien», me dijo Hamlet sin apenas preguntarle. «Esto es algo insólito para mí y para ellos también, ellos lo saben, desde Angelito no pasaba algo así». Supuse que me hablaba de Ángel Delgado. «¿Has podido dormir?», le pregunté, sabiendo de antemano que una de las formas de tortura que usan en estos casos es dejarles a los presos las luces encendidas las 24 horas. «La primera noche no dormí, pero ya he dormido algo, estoy en el cuarto con tres presos más», y me hablaba de esos otros tres presos como una bendición, una especie de alivio. Él había tomado el control de aquella conversación para que yo no me derrumbara del todo, hablaba conmigo como si fuese yo la prisionera.

    Camila volvió del interrogatorio. «El instructor es un chamaco», me dijo, «lo volví loco». Cuando llegó mi turno ya el instructor estaba bastante sedado y le hablé de algunas nociones morales y humanistas, sobre la injusticia con los presos de Obispo, sobre Maykel, Luis Robles, Denis Solís, y él se hacía el que entendía y el que no entendía al mismo tiempo, porque de vez en cuando se enclochaba en acusaciones ocultas, imprecisas e innombrables sobre estas personas. Un mecanismo usual: la ciencia de la intriga en la estrategia de los interrogatorios y los instructores penales con X-Files.

    Terminé rápido la charla. El gran detective quería saber si yo quería ir a Villa Marista —intención que yo había hecho pública en la directa de la detención—, y en un ataque de sinceridad le dije que sí, que por supuesto, que por eso estaba ahí, y que le podía ir diciendo a sus superiores que mañana y pasado mañana insistiría en ir a Villa Marista para saber de Hamlet. Él dio por terminado mi interrogatorio y nos liberaron. Eran cerca de las nueve de la noche. 

    De regreso a la casa, el patrullero recibió una llamada para que parara en un sitio. Casi a la entrada de La Habana Vieja la patrulla se detuvo justo detrás de un carro de la Seguridad del Estado. El agente Darío, el mismo que había detenido a Hamlet, quería hablar conmigo. Me montaron en el asiento trasero del otro carro y Darío se sentó delante. «Katherine, sabemos que tu relación con Hamlet es otra, nosotros podemos dejarte ver a Hamlet, pero eso que hicieron hoy de ir hacia Villa Marista no va a ayudar a Hamlet en su caso. Si tú quieres ver a Hamlet no salgas más, dile a la gente que se quede tranquila». Darío me hizo saber que Hamlet estaba siendo investigado por haber propuesto en un chat del 27N la idea de marcar billetes con los acrónimos 27N y MSI, idea que Humberto López había hecho pública en el NTV pocos días después. Yo le repliqué hablándole del absurdo que era aquello en sí mismo, pues no solo se trataba de una idea que no se había materializado nunca, sino que, además, no había trascendido el espacio privado en el que se había generado. O no lo hubiese trascendido a no ser por la propaganda gratuita de Humberto López. «Ustedes saben perfectamente que Hamlet vino para encontrarse conmigo, ¿qué pretenden?». Entonces, Darío repetía lo perjudicial que sería nuestra rebeldía para el proceso de Hamlet. «Katherine, ¿tú no quieres ver a Hamlet?, pues no salgas más». A través de esa desesperación de la Seguridad, yo entendí que aquel día habíamos ganado una fracción de poder, solo había que dejarles creer a ellos que nosotras nos habíamos dejado vencer. «Ok, mañana no saldré, y todo el mundo estará quieto». Y así fue. Habíamos logrado parte de nuestro propósito, que era tener acceso a Hamlet.

    No podía parar de llorar, de mis ojos salían lágrimas compulsivamente, y yo miraba hacia otro lado para disimular mi vergüenza. «Ayer te vinieron a ver», le dije en un arranque para hacerle saber algo de lo que estaba sucediendo afuera, pero aquel mensaje era torpemente críptico, y lejos de despistar a los oficiales lo despisté a él también, y me volvió a preguntar. Rápidamente, los oficiales intervinieron, y solo pudimos intercambiar dos o tres palabras más.

    A las nueve de la mañana me llamó la Seguridad para decirme que ya me estaban esperando. Cuando bajé del edificio el agente al frente del sitio policial contestaba una llamada. Esa vez me monté en la patrulla bajo mi propia voluntad. Me acomodé en el asiento trasero y una Mariana se sentó a mi lado. El carro estaba herméticamente cerrado porque habían encendido el aire acondicionado, y mi cabeza iba apoyada sobre la ventanilla. Durante el viaje miré todo el tiempo hacia la calle, la música de salsa que sonaba en la radio iba acompañando el paisaje. Parecía realmente la banda sonora de La Habana, un eterno carnaval de colas, de calor y de zanjas rebosadas de aguas albañales. Iba a gusto, dentro de mi abstracción, como si se tratase realmente de un taxi particular. Miraba a la gente caminar por la calle Monte y alguien de vez en cuando me devolvía la mirada con cierta extrañeza, y recordaba de golpe que me encontraba dentro de un carro de policía, y que la gente me veía como una detenida. Una delincuente. 

    El patrullero recibió la orden de dejarme en la entrada principal. A mi llegada ya el agente de la Seguridad me estaba esperando. Había unas palmas, un césped cuidado, una casona. A quién le habrán tumbado esta propiedad, pensé. Me recogieron el carnet y el teléfono en la recepción y me dejaron esperando en una sala de espera. El ambiente de la sala no estaba muy lejano a la frialdad de una sala de hospital. Las mismas matas ornamentales, algunas de verdad, otras plásticas, cenicero de Ditú, asientos metálicos de terminal de ómnibus, y al fondo, póster de Hugo Chávez y Fidel Castro tocándose las puntas de los dedos índices como en La creación de Miguel Ángel. Lo primero que me vino a la cabeza fue el juego infantil de «corta aquí» y pensé que si Hamlet hubiese visto eso le habría causado mucha gracia. Pensar en eso, lejos de provocarme una sonrisa, me dejó una desolación espantosa. No podía creer que mi primer encuentro con Hamlet fuese en Villa Marista.

    Al fin me fueron a buscar, me condujeron por unos pasillos hacia unos edificios detrás de la casona de la entrada. En el camino el agente de la Seguridad me hacía ver que lo que ellos estaban haciendo conmigo era una gran excepción, de la que yo debía estar muy agradecida, y por la que les debía devolver algo a cambio. Me pedía tranquilidad y me pedía confianza. Me pedía que esperase los términos procesales. Entonces supe que ese día Hamlet no saldría de allí.

    En el camino al otro edificio me acompañó un primer teniente de Villa Marista. Me guió hasta una habitación y se disculpó porque el aire acondicionado no funcionaba. Luego me dejó allí un rato a solas. La habitación tenía unos tres muebles y dos adornos anacrónicos, puestos allí para llenar las paredes, para hacerla más cálida, supongo. Eran las mismas flores plásticas colgantes de la sala de espera y un tapiz de soga sospechosamente horripilante. Podía aceptar las flores plásticas en la estética kitsch militar, pero aquel tapiz de soga que imitaba un objeto folklórico hecho en La Cuevita rebasaba cualquier lógica. Miré hacia todos lados en busca de cámaras o micrófonos. Detrás del tapiz, por supuesto, y debajo de los asientos, pero no encontré nada. Estará dentro del aire acondicionado roto, pensé luego. 

    Llegó el mismo primer teniente junto con la instructora penal que llevaba el caso y el agente de la Seguridad que me había hecho el grandísimo favor de dejarme ver a Hamlet. Pero mi eterna deuda no solo quedaba abierta con el agente de la Seguridad, pues los propios instructores de Villa Marista me hicieron ver una y otra vez que aquello era una cosa excepcional y benévola, un milagro en medio de la enorme crisis pandémica por la que estaba atravesando el país. 

    Yo me limitaba a asentir con la cabeza y pensaba, mientras seguía el juego de aquella acción benéfica, sobre las cosas que una tiene que aguantar para no reventar de ira con una frase tan insignificante para ellos como es la de derecho a tener derechos. Me pasaron para otra sala más grande, me dieron unas lecciones de comportamiento conceptual y físico: debía abordar solo temas familiares e íntimos, no debía moverme de mi lugar, debía tener el nasobuco bien puesto, no debía ser impulsiva, debía hacer todas las cosas que no quería hacer. Y yo acepté.

    Ellos empezaron a dirigir la conversación hacia el buen trato que él estaba recibiendo, el respeto que se tenían mutuamente, la importancia de la cooperación para terminar la investigación mucho más rápido. Hamlet siguió ese discurso de síndrome de Estocolmo y habló de que, en efecto, lo estaban tratando bien. De pronto me atacó la risa, disimulada por mi nasobuco, provocada por el nerviosismo o por aquella situación esperpéntica y macabra que rozaba el ridículo. Las palabras impostadas salían de todos los lados: las de nosotros, para tener unos segundos más juntos; las de ellos, para no perder su contorno humano. Al salir del cuarto, Hamlet alcanzó a soltarme una última frase que retumbó en mi memoria como un déjà vu: «Recuerda que mañana se cumplen 60 años de “Palabras a los intelectuales”. Te amo».

    No sé qué tiempo duró esa conversación vigilada. Quería irme de allí con él. Quería retenerlo en la mente y salir con su cuerpo e irme adaptando a tenerlo cerca. Tenía en mi ánimo una sensación infantil de arrebato por algo que te quitan, por algo que sabes que te pertenece y solo debe ser tuyo. Tenía el hueco de la insatisfacción y tenía el peso de la desdicha. ¿Por qué nos estaba pasando esto? ¿Quién se atrevía a jugar así con nuestro amor? ¿Acaso no sabían ellos que eso es lo más fuerte que impulsa al hombre a hacer las cosas más terribles y las cosas más hermosas? ¿Acaso no sabían ellos de lo que soy capaz de hacer, de dar, de perder? Lloraba a mares en la misma sala de espera donde había estado al principio. Mis sollozos se escuchaban en toda la recepción. Ese día supe de la tortura. Sobre mi cabeza caía la gota constante del control absoluto de otros sobre mi propio destino.

    En la patrulla, de regreso a mi casa, volvía a apoyar la cabeza en la ventanilla. Esta vez sonaba Checo Acosta, la misma música que ponen mis vecinos de Centro Habana todas las tardes, y me parecía que todo se repetía. El agente de la Seguridad a mi lado hizo una llamada y habló con su hijo. Trató de convencerlo de que regresaría a la casa, tarde, pero regresaría, pero que ahora estaba trabajando. Y yo creí que sí, que regresaría esa noche a su casa, luego de una jornada ardua, de tanto llanto mío, regresaría con su hijo, y su hijo tendría a su padre, eso nadie se lo impediría.

    Llegué a la casa con el punzón de la tristeza atravesado en el cuello. Encendí un cigarro y abrí nuestro chat de WhatsApp. Movía el dedo de arriba hacia abajo, leía fragmentos de conversaciones, releía, movía el dedo en la otra dirección, no sabía bien qué buscaba. Sabía, eso sí, que, si alguna evidencia podía salvarnos, esa evidencia estaba allí. ¿Pero qué evidencia? ¿La evidencia no era acaso siempre la prueba de la culpa? Mi dedo ardía ya contra el calor del cristal cuando me encontré de golpe con la carta que Hamlet me había mandado un día en que la comunicación se había cortado por unas horas.

    Mi amor, son las 2:17 a.m., acabo de llegar y me he dado cuenta de que no hay Internet en el estudio. ¿Qué voy a hacer? Vine apresurado, para leerte, para oír tu voz, todo ha sido en vano. ¿Cómo pueden conspirar estas cosas contra mí, contra mi devoción, mi secreta y ya pública devoción de quererte?

    Mi Kathy, te escribo como antes, como cuando los amantes analógicos se querían, se pensaban. Espero que veas que estas letras tienen algún sentido. El sentido de saberse que cada vez estoy más entrado en esto, en tu amor, en el mío hacia ti.

    Me siento desesperado por esto, pero a la vez con cierta increíble voluntad de superarlo todo, porque sé que tú estás ahí, para mí, que siempre lo estuviste.

    Te amo y te amaré siempre. 

    Tuyo siempre. Hamlet Lavastida

    * Este texto se publicó simultáneamente en Rialta Magazine.

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    3 COMENTARIOS

    1. Siempre pasará el 26 y llegará el 27. Además 2+7: 9. Esfuerzo y éxito, pleno de amor.
      La crónica es atemporal, en cualquier dictadura. Impresionante descripción del viaje de ida a Villa Marista.
      El Amor lo puede todo y lo transforma. A veces se cuece a fuego lento.

      » No fue un sueño,
      lo ví:

      La nieve ardía»

      Ángel González.

      • Bien por ti Katherine, bien por Hamlet debemos llenar nuestro país de amor en cualquiera de sus formas. No más odio, no más reprensión EL AMOR SUDA LIBERTAD.

    2. Felicidades Hamlet. Me he enterado por Yoani que es tu cumpleaños.
      Toda mi familia reza por tu Libertad y la de todos los presos injustamente privados de Libertad.
      Bendiciones.
      El Amor todo lo puede.
      Bendiciones.

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