No sé muy bien qué me impulsa a tomar fotografías de iglesias. Lo hago desde el año pasado. Quizás lo que más me atrae es el silencio, pues no soy dada a ir a misa ni a ninguna otra celebración religiosa. Salvo cuando murió mi madre, que hicieron una misa colectiva para los difuntos en el templo del Cementerio de Colón.
Recuerdo cuando Pepe y yo veníamos en los años ochenta a San Juan de Letrán, en El Vedado habanero. Ambos devastados. Raros eventos nos sustrajeron de lugares y nos pusieron en duda frente a personas que antes confiaron en nosotros.

Acudíamos a este templo porque era el más cercano. Disfrutábamos el silencio, arrobados ante la belleza de los santos, los arcos ojivales, las altas bóvedas y, sobre todo, el Via Crucis, que ya era parte de nosotros.


A mi amigo lo violó su padrastro, el nuevo esposo de su madre. Él nunca le confesó a ella lo sucedido (no iba a creerle); prefirió irse a vivir con su abuela. Nació homosexual, pero solo lo asumió cuando se marchó de la casa y se alejó de su madre.

Yo abandoné el Técnico Medio en Gastronomía por una falsa acusación. Se decía que era jinetera y que me acostaba con los clientes extranjeros después de mis prácticas en los restaurantes de hoteles. Fui sometida a un análisis para detectar si tenía el sida, lo que provocó rechazo por parte de mis compañeros.




Ese tiempo fue difícil. Persistían el dolor y la incomprensión. Pasábamos demasiadas horas fuera de nuestros hogares; vagabundeando por las calles, metidos en cualquier lado.
No aguantaba las recriminaciones de mis padres; me culpaban de algo que no hice. Mi amigo huía también, para no tener que lidiar con su padrastro.

Un día entramos en la iglesia, huyendo del calor, y nos atrapó el sosiego que flota en ese recinto. Nos dio por rezar. Aunque ambos estábamos bautizados nunca antes habíamos experimentado un acercamiento tan necesario a la religión, a la fe.




Se convirtió una costumbre asistir varias veces a la semana.
Es cierto que ya no la visito con frecuencia, porque me mudé a otro municipio. Y tampoco mantengo comunicación con Pepe. Solo sé que se fue a vivir a España, y que se casó. Pero en aquel momento la iglesia nos pareció un lugar seguro del que nadie podía echarnos. Aquí nos purificamos de alguna manera.

(Texto y fotografías por Irina Pino).