Mi seguroso preferido

    Coger un A10 a las cinco de la tarde, en cualquier sentido del trayecto, siempre ha sido un dilema. Lo fue en 2016 y lo sigue siendo ahora.

    Esa es la única ruta habanera que comunica de principio a fin los municipios Cotorro, Arroyo Naranjo, Boyeros y Marianao. Alcanza paradas de ómnibus tan congestionadas como la del Puente de Calabazar, 100 y Vento, 100 y 51 y La Ceguera, y recoge , por ejemplo, a los estudiantes del Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona y también a los alumnos de su preuniversitario.

    Ahí, donde las costumbres son tanto apretar como que te aprieten, he presenciado robos de celulares, peleas histriónicas, tóxicas sudoraciones, predicadores teatrales y hasta un prometedor negocio de ventas de tamales.

    Se trata de una de las rutas más mezcladas de la capital. Los trigueños gritones que recoge el A10 en el preuniversitario nada tienen que ver con los despistados y desgreñados estudiantes del Varona. Hay fortachones militares de Altahabana y niños de brazos enyesados que suben en la parada del Hospital William Soler.

    Aquel día veraniego de 2016, mientras esperaba a alguien en la parada de La Ceguera, yo trataba como siempre de sobrevivir.

    ***

    Cuando comencé en la disidencia política, hacia marzo de 2021, pensaba que cualquier persona era un potencial agente de la Seguridad del Estado, un enviado del Ministerio del Interior que venía a sacarme información o hacerme tropezar. Y así era, en efecto. Mi orientación sexual, en ese entonces, no era un secreto para casi nadie. El payaso Desparpajo terminó de hornear toda mi mala fama con la policía política, y cuando comenzaron a investigarme, el tema de mi homosexualidad fue una de sus prioridades.

    Yo había escuchado del amplio abanico de sus métodos represivos y artimañas, así que ya me creía preparado para sus más insólitas modalidades de asedio. Mis amigos, los más ajenos al escenario al que ahora yo me enfrentaba, me tildaron una vez más de paranoico. «Este maricón ahora sí se va volver loco». Pero dos casos les hicieron cambiar de parecer.

    Un día recibí un cálido mensaje en Messenger de un desconocido. «Hola, guapo. Qué lindo eres. Me gustaría conocerte», leí. «Hola. Gracias. No sé quién eres». El tipo empezó entonces a elogiarme en cada una de mis fotos publicadas en Facebook y no mencionó o preguntó nada sobre mi involucramiento directo en las actividades del Movimiento San Isidro, que era justamente lo que definía mi vida en ese momento. «¿A qué te dedicas?», pregunté. Más elogios. «Niño, dime a qué te dedicas si es que quieres conocerme en verdad». Cero respuesta y más ningún mensaje.

    Al rato investigué su perfil y me encontré nada menos que un cuadro de la juventud con su marco dorado y todo. Sus hashtags eran los eslóganes orientados por la máxima dirección del Partido y la Revolución, y sus post se limitaban a reportear sobre actividades políticas de la UJC. Ahí agarró fuerza mi tesis del espía.

    El tipo, ¡por dios, qué feo!, me escribió al día siguiente: 

    «Si no quieres conocerme, no importa. No te puedo decir a qué me dedico. Solo quiero una foto tuya. Una foto caliente».

    Me le eché a reír.

    «Jajaj ¿Para qué la quieres? ¿Para dársela al Primer Secretario? Dile que se lo trabajen mejor, papi.»

    Me bloqueó. Sin dilación ninguna. 

    Ni aunque ese troll hubiera sido el más feroz de los opositores políticos cubanos, me lo habría follado en mi vida. ¿Cuánto menos me iba a regalar tan fácilmente con un desaliñado pionerito de Fidel?

    ***

    Mis jornadas del 2016 eran bastante agotadoras. Dedicaba más de seis horas diarias a ensayar con la Compañía de Teatro Musical «Verdarte». En la parada de la Ceguera, cuando el A10 enfilaba por todo 51, me quitaba uno de los audífonos y por el otro escuchaba a la majestuosa Sía. Yo creo que solo ella podía darme fuerzas para la hazaña de un viaje de cincuenta y tantos minutos de regreso a casa. Aquella tarde entré por la puerta trasera de la guagua. No importa cuán hacinados viajemos, un chofer habanero siempre te va a decir: «Ese pasillo está vacío».

    En 100 y 51, la siguiente parada, todavía subió a la ruta otro grupo de pasajeros, aunque realmente no sé cómo. Entre ellos había un calvo que jamás olvidaré. Piel quemada, rostro irascible, barba garrasposa, manos gigantes y torso voluptuoso. Veintitantos, mono deportivo, ojos oscurísimos. Nos sostuvimos la mirada, una media sonrisa cómplice y el gesto gastado pero efectivo de morderse los labios. A la altura del puente del Cotorro, toda su pinga empantalonada en mi mano, que quiso convertirse en boca, una imagen premium para mi paja nocturna. Ahí el calvo se bajó junto a otro grupo de gente. Hubo una seña, el resto no supo nada.

    ***

    Tres días después de que desapareciese el compañero de la UJC, apareció entre mis solicitudes un mulato imponente al que acepté sin pensar. Yo pensaba tomar la iniciativa, pero el mulato se adelantó. «Que bolá». «Qué bolá». El aguaje de Changó. Su cara me despistó, debatiéndome en ese punto si lo conocía o no, o si su rostro solo me recordaba a alguien más. Ni siquiera había stalkeado su perfil cuando la conversación avanzó descaradamente.

    Tenía mujer y era heterosexual, es decir, bisexual de clóset, lo que lo volvía aún más apetitoso. Yo estaba hambriento y caliente, y todavía no contaba con foto alguna de su rabo, un rabo mulato inmenso, grueso, difícil de deglutir, como me lo figuraba. Me preguntó la edad, mi ocupación. No se salía del chat. Sus emojis enviados indicaban fiebre de sexo. «Espérate», me dije. «¿Por qué un mulato así te escribe de la nada?» Yo mismo bateé la pregunta, tan caliente como estaba para razonar. Huimos del ralentizado Messenger y nos escondimos en Whatsapp. «Viste, maricón, te dio su número, deja ya la desconfianza».

    «Tu cara me suena», le comenté. «Yo también te he visto una pila de veces y te he vacilado cantidad, lo que tú no me haces caso», respondió. ¡Imposible! ¿A un pedazo de carne como él? ¡Imposible! Empezó a decirme que tenía la pinga parada, y yo que a ver, que ¡a ver!, con la mía a punto del priapismo, pero no. Que si estaba de iyawó y los iyawó no se hacen fotos. «No te sale la cara, mijo». Que no. «Dale, papi, mira la mía». «No, no, así no, Manuel, yo quiero verte haciéndote una paja, yo quiero hacerte una videollamada». «Vamos a hacerla, ok». «Pero tú namá, Manuel, yo estoy en mi trabajo». «Mijo, pero ve al baño un momentico». «No, no, yo voy a poner la cámara y te veo yo a ti haciéndote una paja». «No no, así no; o los dos o ninguno». «Bueno, ok, hazte un video haciéndote una paja». «No, mándame una foto de la pinga tuya primero, no importa que estés de iyawó, tíratela por arriba del pantalón». Pum, fotaza. Premio Pulitzer. Rabo peligroso a la vista, a la izquierda de la vista. Objetivo conseguido. «Dale, Manuel, hazte el video…»

    Me desconecté, no me gustaba aquello del video. No sé explicar motivos, pero no me resultaba verdadera la calentura del mulato, a pesar de la pinga saraza en el pantalón blanco. Algo no encajaba. Al otro día no me escribió y yo, semi asustado, decidí olvidar aquello. Al tercer día apareció. Que me entendía, dijo, que el sabía lo rápido que fue todo y que me daría tiempo. Yo, estúpido, fui sincero: «Mijo, el problema es que como yo ahora estoy en el foco público por mis actividades con la gente de San Isidro, la Seguridad del Estado me está enviando tipos por las redes para cogerme algo, que sé yo, una foto, una declaración de algo turbio. Tú sabe´, para tener cómo incriminarme…»

    Él entendió amablemente. «Iremos más despacio», dijo. Sin embargo, minutos después ya me propuso follar. En la noche finalmente stalkée su perfil. Era falso, con solo dos fotos o algo así. No me asombré, muchos bugarroncitos usan un perfil falso para conquistar a los pájaros. Además, yo hablaba con él por whatsapp y ahí cabe mucho menos el engaño. «Este debe tener otro perfil», pensé. Ya conocía su nombre real y de su nombre en el perfil falso pude deducir su primer apellido.

    Jugué con varios posibilidades hasta que di con él. Osmani en todo su esplendor. Decenas de fotos, incluso más de dos diarias. «Qué clase de mulato más rico», pensé. «Que Changó me lo bendiga y le de dinero, porque salud ya le dio. Coño». Su cara me sonaba mucho, pero no caía. Entonces volvió a escribirme. «Buenos días, Manuel». ¡Qué respetuoso a estas alturas!. «Estuve pensando en lo que me dijiste ayer y, por todas esas cosas, si vamos a vernos para follar, sería bueno que no fuera en mi casa. Tengo un clave, pero no te va a gustar».

    Yo seguía mirando las fotos, hurgando en posts de fechas más lejanas. «Lo conozco, chico, lo que no sé de donde». «¿Cuál es el clave?», le dije. «El clave es un montecito que hay por 100 y Aldabó» «¿Ehhh? ¿No hay montes más cercanos? ¡¿A pocos metros de la policía?! No me gusta esto, ni un poquito», pensé. Acerqué las fotos, la cara. El calvo me sonaba demasiado. Pocas veces tuve algo tanto tiempo en la punta de la lengua como el recuerdo de Osmani. ¡Eureka, pinga! «¡Qué casualidad. Tenías razón. No me iba a gustar, jajaj. Pero, a ver, si yo fuera a ir, cómo haríamos?», le seguí el juego.

    Ahí yo empezaba a soltar la risa que mis amigos cercanos tantos temen, la risa de mi gitana Soledad, la risa de mi frívola Oshún. «Si quieres, vamos mañana. Luego te digo la hora, pero va a ser al mediodía. Te digo dónde es y tú llegas primero. Cuando estés ahí, me timbras y al ratico llego yo». ¡Qué fácil de desarticular aquel plan! A pocos metros de allí, estaba la mismísma estación policial de 100 y Aldabó. Él esperaría mi llamada, avisaría a la policía y me detendrían bajo los cargos de actos impúdicos y exhibicionismo. Una vez en la prisión, liberada del calabozo mi carnada, me imputarían Dios sabe cuántos delitos más.

    Lo más interesante es que, llegado a este punto, Osmani pensaba firmemente que aún yo no sabía quién era él, pero lo cierto es que era Osmani quien no se acordaba de mí. «Ok, papi, voy a ir. Pero acuérdate que tengo la paranoia con todo esto que te conté de la Seguridad, y como quiera que sea me causa mucho ruido que casualmente hayas escogido ese lugar, tan pero tan cerca de la policía». «Tranquilo, yo soy de confianza. Lo único que quiero es que vayas mañana pa allá pa singar rico. Pa meterte toda la pingona esta». «Qué rico. Yo sé, papi, pero entiéndeme, lo único que quiero es que me des una prueba más. Discúlpame la desconfianza. Al final yo no he visto la pinga rica esa tuya. Mándame una foto tuya, con tu pinga parada, y yo te prometo que voy a ir mañana».

    Se demoró en responder, pero la envió. De hecho, fueron dos fotos. Una primera, un «solo» de pinga, donde no se le veía el rostro, y otra de cuerpo entero con todo aquello como ningún estudiante del ISDI jamás podrá diseñar. ¡Qué prueba! ¡Que clase de mulato y qué clase de lanza! Dudé de mi rechazo a la invitación al monte. Lo único que me mantuvo firme fue el miedo a la prisión y mi desprecio ante los intentos estúpidos de manipulación. Querían hacerme tropezar, en el significado antiguo del término en griego: hacer de mí un escándalo.

    Entonces escribí: «Osmani. Tú no te acuerdas de mí. Ya veo. Pero yo sí me acuerdo muy bien de ti. Hace muchos años de eso, de hecho, hace cinco años. Tú venías en un A10 igual que yo, con un mono deportivo azul oscuro y un pulóver azul clarito. Eran como las cinco de la tarde. La guagua estaba apretadísima. Tú te montaste en 100 y 51, y te paraste al lado mío…»

    Me puso un signo de interrogación.

    «Osmani, papi, yo soy el muchachito con el pelo medio rojo con un moño. Tenía puesta una licra negra, un pulóver verde y andaba con un bolso grande. Papi, tú me fleteaste todo lo que te dio la gana. Te paraste la pingona rica esa y me la pegaste toda, luego yo puse la mano y me la pusiste ahí, y yo te empecé a pajear por arriba del pantalón. Te bajaste en el puente del Cotorro y desde abajo me miraste y me hiciste una seña. Yo estaba dudoso pero al final me bajé y me fui atrás de ti. Lo otro ya es historia».

    El mensaje dio el visto y, unos segundos después, desapareció su foto de perfil y su información de contacto. Me había bloqueado. No pude decirle más: «Ahora sí vamos a singar, dale, no te preocupes. Yo sé que tú trabajas pa esta gente, pero igual te gusta mi historia». Se aterró al enterarse de que conocía su secreto, aquello oculto a su mujer, hijo, vecinos y sociedad. Además, tenía en mi poder dos fotos suyas: su cuerpo de descendiente de Changó y su sagrada pinga, que amasé cual barro bendito de Nigeria en un lejano 2016. Seguramente le informó a sus superiores que tenían que trabajárselo mejor.

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    1 COMENTARIO

    1. Se oye, se siente, el otaolismo está presente… No en balde otro artículo del autor, y vaticino que también este, estan entre los mas leídos del haschizz . Por supuesto, los precursores estilísticos, Cotilola es solo el epítome, vienen desde la generación 0… lo literario sin sustento, desparpajado, histriónico, lazopardico, legnaziamo y ahora, e-pingon-al-mente, crux-i-ano.

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