El silencio del desterrado

    Ha muerto Raúl Rivero en Miami. Tres días antes había muerto Pablo Armando Fernández en La Habana. Esas dos muertes vienen a explicar lo que ha sido Cuba en los últimos 60 años.

    Uno de ellos eligió la máscara del servilismo ante el poder. El otro acabó sus días sin apenas visibilidad, en el mutismo del exiliado total, sin que podamos volver a saber nada de sus libros.

    No conocí a Rivero, vaya esto por delante, pero volúmenes como Pruebas de contacto y Sin pan y sin palabras fueron de lectura casi diaria en los tiempos que precedieron a mi salida de Cuba en 2008, y quizá sea mejor que siempre hable el lector. Al otro, en algún momento de mi vida, lo veía todos los años. Era presencia constante en las jornadas literarias de la ciudad donde yo vivía. No guardo memoria de ninguna conversación ni creo que tuviéramos mucho que decirnos. Se trataba de esos escritores que formaban parte, con el triste orgullo de los homenajeados, del séquito de cualquier secretario del partido. Su naturaleza lo llevó a convertirse al final en una pieza imprescindible para el Estado totalitario, un escritor llamado a normalizar el status quo, que ve justicia donde hay juicio sumario y razón de Estado donde huele a pólvora.

    No sé muy bien de qué es síntoma que no guarde libros de ninguno de los dos en mi biblioteca. O quizá sí: el lector que soy podría intentar reencontrarse con el cronista Rivero, mientras se aburriría o se negaría con el otro porque desprecia al que elige una postración ante el tirano, una mutilación muy distinta a la del silencio del desterrado.

    O porque hay una prensa que colmará de elogios al escritor muerto mientras certifica el asesinato de la reputación de miles de cubanos, Rivero incluido. Ni retoques tendrán que hacerle a una biografía, en el caso de Fernández, de la que no hay mucho que decir. Memoria sí hay, pero ya decía Goethe que la memoria alcanza hasta donde alcanza el interés. Y el interés no es saber las cosas a medias, y dejarlo todo como está, sino saber y querer saber, tener claro a quién se le sirvió toda la vida y de qué oscuros modos ese poder consumó sus trasiegos.

    Cuando empecé a acumular lecturas, comenzando la década de los noventas, ya los libros de Rivero no eran fáciles de conseguir, aunque las antologías de poetas de su generación debían estar al alcance de cualquiera. No era yo un lector consumado de poesía con dieciséis años. Su nombre, junto a los de Nogueras, Rodríguez Rivera, Alomá, Casaus y otros, formaba parte de una constelación demasiado afirmada en una especie de retablo poético revolucionario que seguía teniendo más de lo segundo que de lo primero. La poesía puede ser un animal demasiado inasible, extraño a las revoluciones. A mí ni siquiera Nogueras, el mejor de ellos, me interesa demasiado.

    Es sabido que fue Rivero un poeta marcado, como todos, por el momento que le tocó vivir. No creo que sea debatible que aquella poesía suya no estuvo a la altura de la obra de los más grandes poetas de su tiempo. Es sabido que toda esa poesía de combate es pasto de merecido olvido. Pero también lo es que, llegado un momento de su biografía, la ética del poeta se erigió por sobre la doblez reinante, la mentira insumisa y aquella frase lapidaria del primer Jesús Díaz: «La Revolución no necesita un Homero». Algún grafitero, si hubieran existido en esa época, le habría dejado escrito: «Por eso mismo le nacieron Padillas».

    Era hombre de anecdotario profuso, que le llegaba a uno por vías diversas. Alguna vez supo que el premio Casa era suyo, pero a última hora se lo birlaron, y su reacción fue violenta y espectacular. Eran escritores que se creían orgánicos y más que eso, programáticos, coqueteaban con un poder que siempre los despreció. Parte de su tragedia reside en no haberse dado cuenta de eso. Sus mujeres eran actrices, gente del espectáculo, escritoras luego conocidas. Querían para ellos, si no la gloria de Edmund Wilson, quizás la posteridad de Mary McCarthy.

    A comienzos de los años dos mil, el nombre de Rivero volvió a sonarme familiar. Era ahora el gran cronista de los años del período especial, también de los años que siguieron al caso Elián González y de aquellos baños de multitudes que Fidel Castro siguió propiciando. Rivero afinó el oído. Encontraba las historias al margen de la página, las frases que resonaban detrás de una pared o hallaban poso en el fondo de una botella de cualquier ron casero.

    Sus crónicas, que iban saliendo en periódicos de España y Estados Unidos, hablaban de una Cuba que no aparecía, no ya en la prensa oficial, sino en la de los grandes grupos y agencias internacionales que andaban siempre a la busca de un mal entendido «balance informativo» (de otro modo no se explica bien cómo es que Mauricio Vicent ha sido corresponsal de El País por tanto tiempo) para que al lado de la víctima apareciera casi siempre el discurso legitimador del victimario.

    No encontrabas eso en las crónicas de Rivero, de ahí que las retenga conmigo. Cuando leemos, perdura en nosotros lo insospechado, lo que no puede ser recordado como pieza fundamental de un pensamiento literario. Recuerdo aquel relato de una vaca muerta en Camagüey porque le cayó del cielo un paquete de periódicos Granma lanzados desde una avioneta de fumigación. El verdugo, vendría a decir hoy el cronista si hubiera tenido unos días más de vida, fue absuelto por la historia, como ese policía que en julio pasado en La Güinera disparó a una multitud y mató a un joven que pedía algo tan grave como libertad y derechos. La impunidad no suele ser demasiado selectiva en estos casos, iguala a la res y al bípedo.

    Esas crónicas, escritas tantos años después de la Carta de los Diez, llevaron a Rivero a la cárcel. Hay que repetirlo hasta el cansancio: un escritor sufrió prisión por sus ideas y actividades intelectuales. Ocurrió durante la denominada Primavera Negra del 2003, cuando el régimen castrista, en una movida arbitraria y confusa, condenó a largas penas de cárcel a 75 opositores, activistas y periodistas independientes. ¿Llegaremos a saber alguna vez cómo se fraguó tan temeraria operación que, en plena invasión norteamericana en Iraq, le granjeó al castrismo el rechazo de la comunidad internacional? Fue una especie de remake de aquel «Me faltabas tú», un clásico de los ochenta, que ahora se ocupaba de un bibliotecario de Guantánamo mientras dejaba libre a quien era el opositor más conocido del momento, Oswaldo Payá, aunque ya sabemos qué coda le tenían reservada.
    Es cierto que las revoluciones provocan tantas reacciones como seres pensantes hay. Algunos evolucionaron hacia una especie de «guevarismo zen», no fue ese su caso. Luego de salir de la cárcel, se exilió en España y luego se radicó en Miami donde colaboró esporádicamente con periódicos de la península, pero sin desarrollar una actividad pública que le aportara mayor visibilidad.

    Durante demasiado tiempo nos interrogó ese mutismo de Rivero. Que no nos resulte extraño, es parte de todo lo que nos falta. Me gusta volver sobre un ensayo de Lezama en el que se queja de nuestras carencias. «Lo mismo se pierde el rasguño de los primeros años que lo más rotundo y visible de lo inmediato», dice. Nos sigue faltando esa versión de la totalidad. Pero sí me gustaría señalar que su silencio está muy lejos de ser inexplicable precisamente por su transparencia, su elocuencia. No tiene que ver con la «fidelidad a cierta ebriedad del anonimato» de la que habla Roberto Calasso en algún lugar. Esa clase de fidelidad desconoce el antecedente. Para el desterrado, el silencio es su real naturaleza porque es quien, al mirar a su alrededor, sopesa la verdadera magnitud de todo lo que ha perdido. Ya no puede acceder sino a las palabras, el grito forma parte de un más allá donde sólo reina lo estéril.

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