Jorge Luis Arcos: El arte como rebelión

    «La servidumbre se cierne solo sobre una multitud de soledades», dijo Camus. La libertad debe romper todo látigo, la persistencia del látigo sobre el dolor, la imposibilidad de que la «belleza antigua» y la «justicia futura» puedan danzar en un mismo espacio. El arte como rebelión, como aceptación y repudio de todo lo que existe, encuentra extrañeza dentro y fuera de uno mismo y encuentra una plaza donde los gritos de tanta gente aturdida hacen improbable la sanación de la palabra.

    Que a Jorge Luis Arcos no le permitiesen entrar en su país, que escribiera «Sincronismos», que viera que «las luces caleidoscópicas derramadas sobre el agua del lago» no son más que las señales certeras sobre la comprensión poética del destino que suele ceñir con demasiado desprecio a los hombres y a la patria de los hombres; nada de eso es azaroso. Cuba insiste en el juego desleal, como un soldado que dispara contra sus propias filas y es incapaz de presentir la cercana caída de su imperio.

    Que Jorge Luis Arcos sea un emigrado, «a falta de una palabra mejor o de un nivel más alto de piedad»,[1] que decidiera marcharse del lugar donde, en esencia, se inicia la vida del espíritu, que su posicionamiento en contra de lo irracional provocara que el tormento —o acaso la locura— se instalara dentro de él, no son argumentos insignificantes. Son las pequeñas respuestas y los ejemplos que conforman las grandes historias paralelas del país: silenciadas o borradas desde lo institucional.

    «El contenido ideológico es importante en todas las artes», escribió Mirta Aguirre en 1963, «pero más que en cualquiera de ellas lo es en literatura (…) Por eso la formación ideológica de los artistas tiene que cuidarse, pero la gran preocupación ha de estar en la de los teatristas y los escritores (…) Y ya se sabe que las ideas que predominan son las de la clase que domina; y se sabe también que cuando una clase se sacude el yugo de otra, no puede aspirar a desensillarse, con similar desenvoltura, las viejas ideas que hasta ese instante habían tenido una influencia mayoritaria. Esto lo sufren y lo muestran durante un tiempo apreciable los escritores, porque no puede dejar de ser así (…) Reconocer lo anterior como algo a lo que no pueden escapar sino personalidades de excepcional madurez política y los hijos más desarrollados de la clase obrera, sería muy ventajoso al progreso ideológico de los intelectuales y artistas; y ayudaría a todos y, particularmente, a los escritores, a recibir con mente abierta las orientaciones capaces de ayudarlos a pensar y crear derechamente». [2] Ser despojado de la capacidad y legitimidad ciudadana para oponerse a posturas y deliberaciones como estas de Aguirre —que aún abundan— sin que ello signifique ser catalogado como contrarrevolucionario resulta un problema mayor en Cuba. Quien lo haga, sospecha, primero, y después asume un camino de resistencia que lo hunde en un interior demasiado oscuro o termina empujándolo fuera de la isla.

    Que Jorge Luis Arcos viera libros ahogándose en el agua del martirio, que de niño asistiera al escarnio de las bibliotecas privadas de intelectuales que se marchaban del archipiélago, que de adulto conociera la sala de títulos prohibidos en la Biblioteca Nacional; esas son las escenas que lo hicieron conocer la perversión. Pero luchar contra la perversión en un escenario de por sí perverso es una batalla demasiado difícil de enfrentar desde la soledad de una trinchera yerma.

    Robert Darnton ha advertido que, históricamente, la «intervención estatal en el ámbito literario [fue] mucho más allá de la simple corrección de textos y se extendió a la conformación de la misma literatura».[3] El historiador estadounidense propone que se entienda la censura estatal de la literatura como un proceso esencialmente político y complejo que va más allá de una competencia entre creación y opresión, pudiéndola considerar un ingrediente del sistema, pues, según Darnton, ningún Estado es capaz de operar solo mediante la coerción: necesita de creyentes que hagan posible sus doctrinas. La realidad de Cuba no escapa a esa descripción.

    Luego, está ese horizonte capaz de quebrar a los hombres, de quebrar la amistad, de convertir en personal la más mínima de las querellas o los poderes intelectuales. De escindir las fronteras entre lo público y lo privado. Por lo que hablamos también de una sincronía de la vida, de la imposibilidad de ser en un tiempo y en un espacio. La vida misma en juego, como ha dicho el propio Arcos. ¿Hasta cuándo asistiremos a ese espectáculo en la arena donde pierden en igual proporción, y cíclicamente, las bestias y los gladiadores? 

    ¿Cómo ocurrió su inserción en el panorama editorial cubano y cuál era su visibilidad en el ámbito literario?

    Trabajé durante cerca de diez años como investigador en el Instituto de Literatura y Lingüística. Escribí varios libros sobre Lezama, Fina García-Marruz, Orígenes, y ya publicaba con frecuencia en varias revistas. Allí tuve muchos, como se decía entonces, «problemas ideológicos». No todos los voy a referir. Cuando escribí el libro sobre Fina a finales de los ochenta, antes de que ganara el Premio Nacional de Ensayo por la UNEAC, en el Instituto me sometieron a una suerte de proceso de inquisición. No soportaban que criticara a Mirta Aguirre, esa vulgar, pero poderosa censora, partidaria del realismo socialista, y no soportaban que escribiera sobre una escritora católica… Cada militante del Partido tenía que reunirse conmigo para decirme sus impresiones. No solo no cambié ni una letra, sino que además amplié mi argumentación en contra de la Aguirre. Es un libro, el que escribí sobre Fina, que, si tuviera tiempo, redactaría de nuevo, con otras perspectivas. Porque ya soy otro, por supuesto. Pero aquella experiencia fue iniciática. Conservo cartas manuscritas de Fina sobre todo eso. Es una historia compleja que algún día podría contar en detalle, como otras allí. Me cuestionaron incluso mi moralidad, me dijeron que a mi casa iban personas de dudosa moralidad. Claro, porque eran homosexuales, a pesar de que sabían que eran prestigiosos colegas y profesionales. Les dije en una ocasión que la mentada moralidad de las personas que iban a mi casa, más allá del género, no estaba en discusión, que los inmorales eran ellos. No fue fácil mi tránsito por allí.

    Luego, vino el devastador Período Especial. Muerto José Antonio Portuondo (quien no se portó nada mal conmigo, por cierto, en el caso del libro sobre Fina) pusieron a una infame directora, bruta y policía, como la interpeló un día la doctora Beatriz Maggi personalmente en la entrada del Instituto. «Pero, ¿qué haces aquí Yolanda (Ricardo), tú no trabajas para la seguridad del Estado?» (Eran vecinas). Esto coincidió con el principio de la Fundación Pablo Milanés, y no dudé en abandonar la Academia e irme como editor para el proyecto de la revista Proposiciones de esa nueva institución. Presenté mi renuncia, que aceptó la tal Ricardo por teléfono en un segundo. Ahí comenzó mi relación directa con un proyecto editorial. En la Fundación creé junto a Víctor Fowler la Cátedra de Estudios Literarios Iberoamericanos «José Lezama Lima», que hizo el importante Congreso Cincuentenario de Orígenes en 1994. Esa es otra historia muy interesante y compleja, pero me atengo a tu pregunta.

    Cuando abandoné una mañana la Fundación (no soportaba la estulticia del director de la revista, Víctor Águila), fui a la UNEAC y me entrevisté en el acto con Abel Prieto, quien inmediatamente me ofreció el puesto de secretario de redacción de la revista Unión. A la sazón, me entrevisté en su casa con Pablo Armando Fernández, su director, porque ya sabía que la revista en realidad la hacía Efraín Rodríguez, quien había renunciado. Le dije que si trabajaba en la revista sería con él trabajando. Fue franco, me dijo que no le interesaba la revista. Tenía otros proyectos con Estados Unidos, que me comentó. Como saben, Pablo en realidad era un cortesano. Fue así que renunció a la revista, y fui nombrado director. Algo realmente inesperado para mí. Ahí comenzó una historia de diez profundos y complejos años, que creo que arrojó un saldo editorial bastante bueno, limitaciones aparte. En la UNEAC también formaba parte del consejo editorial de Ediciones Unión. Y por entonces también fui miembro del Consejo Editorial de la revista Temas. Bueno, mi visibilidad, aparte de esos trabajos, era también como escritor: publiqué muchísimo entonces.

    ¿Qué sucesos forman parte de la concientización que a lo largo de la década del ochenta le produjo un paulatino desencanto y escepticismo?

    Mi desencanto arquetípico sucedió cuando la crisis del Mariel de 1980. Yo hacía entonces en mi casa la tesis de licenciatura sobre la poesía de Andrés Bello, pero una noche llevé a mi hermano pequeño al stadium y vi un abominable mitin de repudio. Eso lo narra después casi literalmente Jorge Domingo en un cuento suyo. Escribía sobre la poesía del destierro de Andrés Bello y veía consternado lo que sucedía ante mis ojos. Fascismo corriente. Esa experiencia entre la vida y la literatura fue decisiva para mí. Un día me visitó en la casa un amigo de la infancia y me dijo que se iba del país; al no comprender por qué, me dijo: ¿Pero no has leído el Granma, el titular, que se vaya la escoria, que se vayan los homosexuales?

    Ahí comenzó mi proceso de desvío. Ya nunca fue igual mi percepción de la realidad cubana. Ya después, a fines de los ochenta, tuve las experiencias ya comentadas en el Instituto, y, en general, ya estaba absolutamente claro del totalitarismo (cuasi fascista) del régimen. Fue un proceso, claro, paulatino, pero sin retorno. También, durante la carrera (1975-1980), presencié el acoso a los católicos, a los homosexuales, y finalmente la humillación a la que sometieron a algunos estudiantes durante el llamado proceso de profundización de la conciencia comunista.

    En su paso por el Instituto de Literatura y Lingüística, la revista cultural Proposiciones o la Cátedra de Estudios Literarios Iberoamericanos «José Lezama Lima», ¿vivió algún tipo de conflicto con el poder debido a prohibiciones de temas o autores?

    En Literatura y Lingüística, ya comenté el caso del libro sobre Fina. Antes, en mi casa, mi entonces esposa tenía copia de los cuadernos originales del futuro diccionario de literatura cubana, por lo que me fue fácil comprobar todos los autores que después fueron censurados, excluidos del diccionario. Esa censura la hizo Mirta Aguirre, cuando Portuondo fue nombrado embajador ante el Vaticano. En aquellos cuadernos estaban las fichas de todos los autores que después fueron excluidos. Cuando murió Aguirre, Portuondo retornó al Instituto como director, y dijo en una reunión pública con los investigadores que en un futuro se corregirían esas ausencias. Pero ya el mal estaba hecho. En Proposiciones,el problema era su director, muy bruto y arrogante. Tuvo reticencias, miedo, con un texto que le pedimos a Antonio José Ponte sobre Gastón Baquero, pero fue publicado. Se hicieron creo que solo tres números. Feos, por el estilo imposible de tolerar de su director, no por el equipo de realización, que era muy bueno (Alberto Garrandés, Idalia Morejón, Manuel Piña, Raquel Mendieta, Oscar Kessel, entre otros). En torno a la cátedra que organizó el Congreso Cincuentenario de Orígenes, los problemas fueron otros. Había una pelea entre Armando Hart y Pablo Milanés, porque Hart sentía que la Fundación invadía sus terrenos. Pero la Fundación fue autorizada por el Líder Máximo (como le decía Lorenzo García Vega); aun así, la tensión era tremenda. La idea del congreso surgió en mi casa, en mi cuarto, un día que nos reunimos, en el aire acondicionado, Víctor Fowler, mi esposa Raquel Mendieta y yo. Presentamos el proyecto, y Pablo enseguida lo aprobó. Se lo enseñé a Cintio Vitier y a Fina en su casa, y albricias, por supuesto. Pero entonces, cuando se hizo público, vino el problema. Hart quería apropiarse del proyecto. Un día fui junto a Enrique Saínz, miembro de la cátedra, a una reunión en el Ministerio de Cultura. Allí estaban Hart, Abel Prieto, entonces presidente de la UNEAC, y Fernández Retamar. Hart fue claro en sus intenciones. No cedí; dije que ya era un hecho público lo de la convocatoria de la cátedra. El arreglo entonces fue que todas esas instituciones allí representadas y otras (cosa que me pareció bien, por cierto) coauspiciaran el evento. Por eso se efectuó en Casa de las Américas, que ya tenía una eficiente logística para eventos de esa naturaleza.

    En esa reunión, la discusión vino por los invitados (en definitiva, se invitó a todo el mundo; por ejemplo, yo invité personalmente en Madrid, una mañana, en su casa, a Gastón Baquero). Cuando se nombró a Roberto González Echevarría, Abel Prieto quiso vetarlo, lo que motivó una fuerte discusión con Enrique Saínz. Los problemas del congreso fueron otros, no relacionados directamente con la censura. Fíjate en que el texto de Ponte sobre Vitier y Lorenzo, tan polémico, fue leído en sesión plenaria del Congreso en mesa presidida por Fernández Retamar. La discusión, luego de la lectura, fue dilatada y casi inédita en la isla de entonces. La mesa redonda en la que participaron Rolando Sánchez Mejías («Olvidar a Orígenes»), Pedro Marqués de Armas, Roberto Méndez y Fowler, fue tremenda, casi un antes y un después, por lo que se dijo en algunos de esos textos, y sucedió sin contratiempos. Lo tremendo fueron dos frases que escuché luego. Después de la discusión en torno al texto de Ponte, donde no estaban presentes Vitier y Fina (pero quienes ya conocían el texto porque había sido presentado en un postgrado que organizó la cátedra en la Escuela de Letras con anterioridad al congreso, y ya Ponte ha contado su intercambio personal con Fina en otro texto), Cintio, en una sesión posterior del congreso, me llevó aparte y me dijo: «Fui juzgado y fui hallado culpable». Más tarde escribió, por eso, su poema sobre la fiesta, que publiqué en Unión, donde por cierto también publiqué el texto de Ponte. En un viaje en carro junto a Cintio y Fina, Cleva Solís comentó: «Le dicen a Orígenes lo que no se atreven a decirle a Fidel Castro».

    En el primer número que publiqué como director de la revista Unión hice un dossier con textos del Congreso, junto al texto de Ponte, el texto de Cintio, y recuerdo que Abel Prieto me comentó, con cierta reticencia, algo así como que una de cal y otra de arena… Bueno, la historia de censura mayor vino después del congreso, cuando se organizó el de Madrid. Abel Prieto no dejaba que fuéramos ninguno de los numerosos invitados que vivíamos en la isla. Es decir, éramos físicamente censurados todos. No nos tramitaban los pasaportes. Pero a mí me lo había tramitado la Fundación. Había una tensión tremenda. Recuerdo que nos reuníamos con frecuencia en casa de César López, con Alcides, Pepe Prats, Saínz, etc. Pero ante la inminencia del inicio del congreso, me reuní con Pablo Milanés y le expliqué lo que sucedía. Me dijo en el acto: Tú vas bajo mi responsabilidad. Fue tremendo eso. Salí de la Fundación, era por la tarde, y me dirigí a la UNEAC. Allí me recibió Abel Prieto. Le dije que yo iría al congreso, que ya tenía mi pasaporte habilitado, y le conté lo de Pablo. Entonces lo noté claramente nervioso. «¿Y quién apoya a Pablo?», me preguntó. No sé nada de eso —le dije—, creo que fue su decisión personal después de un congreso organizado por la cátedra de su Fundación. Entonces me contó que se acababa de marchar de su oficina Fernández Retamar y que este le había sugerido, luego de hablar con la parte española, que dejara asistir a los invitados cubanos. Fue todo vertiginoso. Increíblemente, enseguida me dijo que podrían asistir todos los escritores al congreso. Recuerdo que desde su teléfono dio la orden de habilitar los pasaportes a los demás. Había un homenaje a Agustín Pi, y salimos caminando juntos hacía allí y nos encontramos por el camino a Saínz, quien fue el primero en enterarse del cambio… Como diría, en otro contexto, Lorenzo García Vega a Saínz, teníamos alegrías de presidiarios… Después del congreso de Madrid (del que también, como con el de Casa de las Américas, habrá alguna vez que hacer su infrahistoria en profundidad y con prolijidad), escribí un texto breve, «Sobre la isla entera», con la crónica del evento, y se lo ofrecí a La Gaceta de Cuba; estos lo publicaron, pero parece que, como yo elogiaba la actitud ecuménica de Gastón Baquero, los de la Gaceta, aconsejados por Abel Prieto, agregaron sin mi consentimiento una nota al pie donde se decía escuetamente que Baquero había sido un batistiano… Sí, esas eran las groserías del Poder. Y los miedos del Poder.

    Sin embargo, con anterioridad fui testigo de dos curiosos hechos. Cuando fui alumno de la Escuela de Letras, estábamos insertados media jornada en algún centro laboral (era la utopía de trabajar y estudiar para forjar el Hombre Nuevo). A mí me tocó trabajar un tiempo de mañana en el almacén de libros de la Universidad en la Colina Universitaria. Una vez nos enviaron a mí y a otra colega a un cuartico del stadium de la Universidad a buscar unos libros. Qué sorpresa cuando llegamos allí y nos encontramos que en un cuarto inundado de agua estaba la biblioteca de Enrique Labrador Ruiz, que se había ido del país. Caminando por encima de libros y cuadros ya llenos de agua, había un tesoro. Claro que allí me hice de ejemplares maravillosos que todavía conservo, y otros los derivé a la Universidad. Pero el hecho de que hubieran echado en un cuarto lleno de agua una biblioteca legendaria era muy sintomático. El mismo destino me acompañó cuando recién graduado comencé a trabajar en el Instituto Superior de Arte. Nos enviaron a Raquel Mendieta, Raquel Carrió, Gloria María Martínez y a mí, todos profesores, al piso 15 de la Biblioteca Nacional para elegir los libros que decidiéramos para la recién inaugurada biblioteca del ISA [Instituto Superior de Arte]. Hicimos muy bien nuestro trabajo, pero ese piso era también el piso de los libros prohibidos, censurados. Allí estaban innumerables ejemplares de Fuera del juego, de Heberto Padilla, Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat. No tengo que decir que volví a nutrir mi biblioteca personal. Increíblemente, había allí libros de Jorge Luis Borges, de Mario Vargas Llosa. Pero había otros, como los maravillosos Las puertas del paraíso, de Andreyesvky, o Las criaturas saturnianas, de Sender, que todavía conservo, apartados seguramente por motivos religiosos. No puede haber duda de que la censura era una política de Estado. Muy niño, al inicio de la Revolución, mi abuela me llevaba a jugar al Bosque de La Habana del Parque Almendares. Recuerdo que un día vi enormes cantidades de libros tirados en el suelo, entre los árboles, y que mi abuela me comentó que eran de las bibliotecas personales de gentes que se iban del país. Recuerdo que me dijo que había valiosos libros de Medicina. Después me enteré de que la biblioteca de Jorge Mañach fue tirada a la basura, en la calle, literalmente. ¿Hechos fortuitos?

    ¿Cómo se convirtió Jorge Luis Arcos en el director de la revista Unión?

    Bueno, ya esa historia la hice antes. Sólo quiero agregar que fui yo el primer sorprendido. Ya tenía entonces una buena relación con Idalia Morejón, que puede dar fe de todo esto. Yo solo mantuve una actitud de ética profesional. Es verdad que en ese entonces Abel Prieto simpatizaba conmigo. Compartíamos la misma, aunque acaso por razones diferentes, devoción por Orígenes, a pesar de que en un texto expresé mi desacuerdo con algunas tesis suyas, y él conocía esos textos míos. Pero había, todavía, digamos, respeto intelectual. También conocía la anécdota, porque yo se lo conté, de que en una ocasión en que estábamos invitados muchos escritores, como era usual, a la fiesta del 12 de octubre en la residencia del Embajador de España, la entonces flamante directora del Instituto de Literatura y Lingüística, Yolanda Ricardo, me dijo que los invitados que éramos trabajadores del Instituto de Literatura y Lingüística no podíamos asistir, que iría ella en representación de nosotros (Saínz, Jorge Domingo y yo), y le dije que lo sentía mucho pero que yo era un escritor e iba a ir en calidad de tal, que yo podía no ser académico (como después le hice ver factualmente), pero que sí era un escritor, y ella me expresó que la UNEAC (ergo, Abel Prieto entonces) era un nido de gentes con problemas ideológicos. Por supuesto que fui, y bebí y comí mucho, que era después de todo, en pleno Período Especial, un interés no despreciable. Pero eso acentuó mi enfrentamiento con la directora, y acaso la simpatía de Abel. Nada, tensiones entre ellos, los detentadores del Poder. Otras cosas, por supuesto, se me escapan, porque se deciden en el Cielo. Yo creo que solo contaba con el relativo prestigio de los textos que escribía. Y con mi extraño destino, que me hizo transitar por tantas cosas.

    ¿Cómo fue el contraste entre descubrir el miedo por su país, regresar y comenzar a ver todo lo sombrío, y trabajar durante casi diez años en la revista Unión donde, supongo, también descubriría sombras?

    Veo que has leído la anécdota, que cuento en algún lugar, de cuando en 1994, luego de los dos congresos sobre Orígenes, en La Habana y en Madrid, fui a una beca para hispanistas en España, y un día, después de recorrer, de nuevo, los bosques y tabernas gallegos, cuando me bajé del carro de mi amigo gallego Noly, me paré frente a las rías de Pontedeume, y llorando («Aquí me tienes frente al mar llorando», dice un verso de Sonetos a Gelsomina, de Raúl Hernández Novás), sentí por primera vez miedo de regresar a mi país, adonde ciertamente regresé, pero eso fue parte también de una iniciación… Ya, a partir de entonces, la suerte estaba echada. Ya solo era cuestión de tiempo, irme o no de mi país (me demoré diez años más, por cuestiones estrictamente personales). Incluso el hecho de irme o quedarme no era lo decisivo. «hay que aprender a resistir, ni a irse ni a quedarse, a resistir», dicen unos versos de Gelman que decíamos en clave cómplice mis amigos y yo, obviando la continuación tangueada, «aunque es seguro que después habrá penas y olvido». Con el mismo sentido, escuchábamos una canción de Chico Buarque, que dice que «sin un trago no hay quien aguante la cuestión». En fin. Por cierto, esa misma anécdota de Galicia la conté en una jornada en la Escuela de Letras. Ahora pienso que tuve suerte, que mi destino es muy extraño, porque en cierta forma a veces yo provocaba al poder, con cierto instinto suicida. Era una ambivalencia atroz. Finalmente, cuando salí en 2004 por el aeropuerto de Boyeros, lo hice porque, entre cosas, ya mi mente estaba tan perturbada que muy a menudo cometía imprudencias públicas temerarias. Me llevaron a un sótano del aeropuerto y una oficial me revisó cada papel, cada teléfono, fue una humillación última. Creo que casi la agradezco, después de todo.

    Esos diez años (ya expliqué que fueron como un interregno personal, porque ya en 1994 yo había decidido quedarme en España, pero al desviarse del plan hacia otro país, Estados Unidos, la que entonces era mi esposa, Kaky, Raquel Mendieta, eso me costó diez años de posposición), esos diez años, repito, creo que fueron a la postre muy fructíferos: escribí mucho, e hice junto a Enrique Saínz la revista Unión (en la que también participaron durante un tiempo Idalia Morejón y Alex Fleites, y heredamos la dirección artística de Pedro de Oraá), que ya comienza a ser valorada por escritores más jóvenes, es decir, su saldo intelectual, aunque no me compete hacerlo a mí. Siempre tuve claro que esa revista no era en ningún modo mi revista. Era absolutamente consciente de los límites. Pero con límites precisamente se hacen muchas cosas, incluso a veces gracias a ellos. «Denme el conocimiento de un límite y la más simple frase melódica nos puede llevar de la mano a lo insondable», escribió mi amiga Fina. Y eso fue lo que nos propusimos. Recuerdo que en la revista Encuentro de la Cultura Cubana, en la sección «Al pie de la letra», donde se reseñaban publicaciones, se hacían siempre valoraciones muy buenas de la revista Unión, y no tan buenas de La Gaceta de Cuba, que era la preferida de Prieto. Una vez, medio en broma, medio en serio, Mirta Yáñez comentó que la revista Unión era como el «Encuentrón» insular. Claro que esas valoraciones eran totalmente ajenas al sentido que le dimos a nuestro trabajo Enrique y yo. Publicar textos de calidad, ante todo. No supeditar jamás la literatura a la política. Lo cual, concedo, ya implica una postura política. Lo que a la postre resultó también, al menos para mí, insuficiente. Pero como decía mi amigo Luis Lorente, uno hace lo que puede.

    Recuerdo que una vez hubo un panel en la UNEAC, y Rolando Sánchez Mejías y Carlos A. Aguilera expresaron algunas ideas, algunas críticas, y entonces se paró Fernando Rojas a decir que el panel era para hablar de literatura, y no de política. Fue increíble, los mismos que querían siempre supeditar la literatura a la política, y según un pretendido discurso marxista, ahora sentían el peligro. Fue sintomático eso para mí. Era hasta cómico eso. Como si preconizaran lo que antes denostaban, por ejemplo, la llamada poesía pura. Digo cómico, porque eso me recordó cuando Enrique Saínz estaba escribiendo un ensayo sobre la maravillosa poesía pura cubana, y Sergio Chaple, ese previsible comisario, se equivocó y le dijo: …porque la policía pura, etc., y Enrique le respondió sonriendo: Chaple, la poesía pura quizás no exista, Valery debate eso, en fin, pero lo que sí no existe ni existirá nunca es la policía pura.

    Durante el intercambio que sostuvo con Abel Prieto, entonces presidente de la UNEAC, en el cual le prohibió publicar en Unión el dossier sobre Diáspora(s) que había concebido junto a Idalia Morejón, ¿giró la argumentación solo en torno al hecho de que no se permitía el reconocimiento a un grupo independiente, per se, o en algún momento se habló de los contenidos o de la posición ideológica de los miembros?

    Lo que Abel Prieto no quería era que Diáspora(s) fuera reconocido como grupo literario, conferirle esa legitimidad. Era un gesto pueril, pero ellos son pueriles. En la práctica publicamos muchos textos valiosos de los integrantes de Diáspora(s) en el tiempo que estuvimos en Unión, como cualquiera podrá comprobar. También recuerdo otra discusión con Prieto, porque no quería que yo publicara un texto de Idalia en que criticaba las delirantes y francamente oportunistas opiniones de Víctor Rodríguez Núñez sobre la generación poética de los ochenta. En aquel texto el mencionado decía que sí, que los jóvenes escritores eran disidentes, pero del capitalismo, de la explotación del hombre por el hombre, etc. Aquello no se podía creer. Pero en general hice junto a Enrique la revista con bastante tranquilidad. También recuerdo que el compañero que nos atendía, en la UNEAC, me sugirió un día que le mostrara los textos que por alguna razón no publicábamos, y le dije que eso lo hablara con Abel Prieto, que yo era para con los colaboradores como un sacerdote, secreto de confesión, porque no podía saber qué podían hacer contra las personas, que eso no era parte de mi trabajo. No me molestó nunca más.

    Con posterioridad a ese episodio, ¿hubo otros de esa índole durante el tiempo en que estuvo al frente de la revista?

    No, no creo recordar ninguno de esa índole. Luego, vino Carlos Martí, con quien nunca conversaba antes sobre los textos que seleccionaba para la revista, a no ser después, como simple lector. Yo comentaba la revista con Graziella Pogolotti, que es mi amiga y con quien siempre mantuve una relación intelectual y personal de respeto y absoluta confianza. A ver, si uno conoce los límites, también se anticipa a ellos, ¿no? Ni Enrique ni yo éramos ingenuos, ni inocentes. En definitiva, los límites no vinieron por los materiales para publicar en la revista, sino por algo peor, por la expulsión de Ponte de la UNEAC, a la que me opuse directa y públicamente, y por colaborar en la revista Encuentro, algo a lo que no renuncié, y en una reunión que tuvimos Reina María Rodríguez, Arrufat y yo, a pedido de Abel Prieto, para convencernos de que variáramos nuestra postura contraria a cualquier expulsión, no solo mantuvimos nuestra posición sino que se hizo evidente mi colaboración en Encuentro (saqué adrede el tema: como diría Borges: «Si voy a entrar en el desierto, ya estoy en el desierto, si la sed va a abrazarme, que ya me abrace»), lo que motivó que Abel, dirigiéndose a Carlos Martí, dijera: Mira, Carlitos, Jorge Luis Arcos, director de la revista Unión, y colaborador de Encuentro… Bueno, ese era también uno de los límites que siempre supe que podía llegar. No me tomó por sorpresa. Solo era cuestión de tiempo. Sencillamente, decidí renunciar e irme del país. Fue paradójicamente Ponte, al conocer que me iba del país, quien me aconsejó que no renunciara invocando su expulsión, precisamente acaso para poder hacerlo. Fue muy sintomático ese gesto de Ponte, que es un gran amigo, por supuesto. La noche antes de mi partida, estuvimos juntos en mi casa Ponte, Alcides, Efraín Rodríguez y yo. Antes, por la tarde, ya había estado con Enrique y con Jorge Domingo. Durante ese tiempo previo a mi salida hubo otros problemas, dudas, suspicacias, algunas provocaciones, en fin, lo previsible.

    De izquierda a derecha: Sigfredo Ariel, Luis Lorente, Antonio José Ponte y Jorge Luis Arcos. En casa de Nancy González, La Habana, 2003. Cortesía del entrevistado.
    De izquierda a derecha: Sigfredo Ariel, Luis Lorente, Antonio José Ponte y Jorge Luis Arcos. En casa de Nancy González, La Habana, 2003. Cortesía del entrevistado.

    ¿En algún momento conoció de una política/agenda editorial (escrita o no) que prohibiera, por ejemplo, la publicación de autores exiliados que habían sido críticos de la Revolución del gobierno cubano?

    No creo que existiera, a no ser secreto, ese texto. Pero era obvio ¿no? Eso sucedía en la práctica, por supuesto.  Por ejemplo, Enrique Saínz publicó en Unión un ensayo sobre la poesía de Heberto Padilla. Publicamos textos de Lorenzo García Vega. Tuvimos una sección permanente, «Textos y Pretextos», que hizo Idalia durante mucho tiempo, solo para textos que se publicaban de o sobre literatura cubana fuera de Cuba. No había conflicto alguno, porque como mismo no hubiera publicado ningún texto político sin calidad literaria de autores cubanos no exiliados, tampoco lo hubiera hecho con los exiliados. En realidad, a mí lo que me rebasó fue la realidad misma, no unos textos u otros.

    Usted afirma que llegó un momento en que se dio cuenta de que no podía hacerse ilusiones con la revista Unión y en que su ingenuidad de querer solo publicar textos literarios de calidad, obviando lo político, no provocó sino que le hiciera el juego a la cultura oficial. ¿Cuándo, cómo y por qué ocurrió ese proceso?

    Ya me referí a lo que atañe a esa pregunta. Solo una salvedad: la revista Unión, la literatura, nunca fue ni es lo más importante para mí, con serlo mucho. Era la vida misma lo que estaba en juego. Todo era como una pesadilla. «Ya no basta la vida, hay que viajar», escribió mi amigo Raúl Hernández Novás. Una vez recuerdo que me dirigía hacia la UNEAC después de almorzar en casa de Alex Fleites, y me encontré con Enrique. Me dijo que me tenía que decir algo muy molesto. Que había llegado una directiva (qué lenguaje ese) del Comité Central, que todas las publicaciones cubanas tenían que publicar en portada o contraportada el logo del próximo congreso del Partido. Eso destruía la imagen de la revista, que publicaba siempre en ambas caras imágenes de pintores cubanos. Ante mi malestar, me dijo: «Espera un momento, Jorge Luis, ¿ves esa acera donde estás parado? ¿Y esa camisa que tienes puesta?», y así continuó… Yo no entendía. Al final me dijo enfáticamente: «Todo es de Él». Tenía razón.

    Cuando ha referido que antes de abandonar Cuba ya se encontraba en un contexto enajenado, que en ocasiones no podía reconocerse en su propia realidad y que incluso llegó a temer por su integridad mental o moral, supongo que quizá se debiera a enfrentamientos o conflictos concretos concernientes a su obra, su libertad, su papel dentro de la intelectualidad de la isla —más allá de, podría decirse, los conflictos generales que enfrenta el ciudadano cubano. ¿Fue así?

    No, no tuve esos grandes conflictos personales. Publicaba todo lo que quería. Era la realidad misma la que ya no toleraba más. Me iba tan bien que acaso otro se hubiera quedado, y haciendo, eso sí, un sinfín de concesiones, habría sido cada vez más reconocido, etc. Renuncié a ese previsible y para mí al menos intolerable destino. Quise pertenecer a la «clase muerta», como me dijo en una dedicatoria, todavía en Cuba, Carlos A. Aguilera. Cada vez cruzaba más el umbral. Cometía actos realmente temerarios. Como me conozco, sabía que eso era muy peligroso. Mis amigos me lo advertían. Era como una bomba de tiempo. No lo hacía porque fuera valiente, lo hacía porque no lo podía impedir. Era como una fatalidad, un oscuro deseo de auto-aniquilación, qué sé yo. Un vértigo, un abismo que me atraía, como expresaba en mi poesía. Acaso sí me di cuenta de que muchos de los poemas que ya escribía iban a ser impublicables en Cuba. Las ideas en un ensayo pueden ser controladas, pero, al menos en mi caso, lo que emerge en mi poesía, no.

    Pero la expulsión de Ponte, que coincidió con la Primavera Negra, ya fue demasiado para mí. Escribí un largo poema dedicado a Raúl Rivero, que después se publicó en Crítica, México, que, claro, no hubiera podido yo publicar en la isla. En fin, cada uno tiene su tiempo, y sus circunstancias psíquicas y contextuales. Yo tenía que irme con mi esposa, su madre, su hijo, mis dos perras, y muchos de mis libros, y eso no es tan fácil. La forma concreta en que lo hice, la pública y sobre todo la secreta, es, por razones obvias, todavía indecible. En parte me ayudó mucho, desde el otro mundo, mi admirada María Zambrano. Sí me afectó un hecho, aunque no fue decisivo, cuando Abel Prieto, esa grosera recurrencia, impidió que varios escritores cubanos asistiéramos al evento organizado por la Universidad de Yale por los cien años de la República. Me invitó a almorzar al Ministerio de Cultura como para tratar de apaciguarme. Me dijo que el culpable era Balaguer. Le dije que lo sentía mucho, pero que le iba a escribir a Roberto González Echevarría, como hice, contándole la verdad, y que le diría a todo el mundo, como hice, el hecho. Carlitos Martí, con quien siempre tuve una excelente relación, me llamó para decirme que había que ser disciplinado, le respondí que no era militar ni pertenecía al Partido único.

    ¿Qué lo condujo a la decisión definitiva de convertirse en un exiliado en 2004? ¿Sospechaba, aun cuando no se había marchado, que sería «casi imposible convertirse en un verdadero inmigrante después de casi 50 años de vivir en Cuba? ¿Sospechaba la fatalidad del exilio, la diáspora trágica?

    Ya creo haber respondido a esa pregunta. Sabía que, desde cierto punto de vista, me iba vencido, y eso no me gustaba. Pero sentí el exilio con alegría, como si cumpliera con mi verdadera vocación. Esa vocación está en toda mi poesía. Cualquier lector la encontrará allí. Excúseme por no citarme a mí mismo. No tuve ningún trauma de exiliado. Iba a mi país de promisión, como diría Zenea, pero al revés. Todo era júbilo y plenitud para mí allí. Eso, independientemente de que escribiera varias veces sobre el hecho mismo de exiliarme, como en varios ensayos que publiqué. Escribí mucho en Encuentro de la Cultura Cubana y en República de las Letras, donde además trabajaba.

    Cuando viajó a Cuba para presentar en Casa de las Américas la poesía inédita de Hernández Novás tuvo problemas migratorios que fueron resueltos por mediación de Fernández Retamar. En su otro intento de viaje, ¿a qué cree que se haya debido la prohibición de entrada en la isla? ¿Qué pudo propiciar el cambio? Pienso que, aunque el volumen de poesía de Hernández Novás era de su autoría, bien pudieron no invitarlo para esa ocasión, aunque entiendo que también habría significado una prueba notable de censura o aprovechamiento.

    Efectivamente, si no hubiera sido por la oportuna intervención de Fernández Retamar, no hubiera podido presentar el libro de Raúl ni entrar en mi país por primera vez después de 12 años de exilio, y luego de haber publicado varios textos muy duros en Madrid. En el Consulado de Buenos Aires me dijeron que no podían tramitar mi pasaporte porque el Consulado no podía tramitar ningún documento. Era como ciencia ficción. Ahorro las anécdotas, que le conté a Marcial Gala en Buenos Aires, que parecen de teatro bufo o del absurdo. Pero sí le hice saber a Fernández Retamar, quien me había invitado, lo que sucedía. Entonces, como por arte de magia, me llamaron del Consulado, y alfombra roja. Era asqueroso eso, pero, ¿por qué no ir a mi país? Presentar el libro que le debía a mi amigo muerto. Ver a mi madre, a mi padre, a mis amigos. Iba preparado para cualquier cosa, lo reconozco, sentía temor por mi reacción si me importunaban, pero no pasó absolutamente nada. Era obvio que eso ya estaba predeterminado.

    La segunda vez, como pude reconstruir después, ya Roberto estaba enfermo de muerte. Murió estando todavía yo y mi mujer en Osorno, Chile, varados allí en Santiago de Chile por el viaje frustrado por los solícitos empleados mexicanos de una compañía privada, y después supe que por la presión personal del propio embajador cubano en Chile. Lo entendí, hasta cierto punto. Era la previsible venganza pospuesta. Ese viaje era simplemente para ver a mi madre, a quien habían operado dos veces, y para enseñarle la isla a mi mujer. Pero unos días antes, Juan Manuel Tabío e Ibrahim Hernández se enteraron de mi viaje y me pidieron que estuviera presente junto a Enrique Saínz en la presentación del libro que habían hecho de Los años de Orígenes. Ese fue el hecho que, entre otros acaso, motivó que me impidieran entrar. Luego Tabío e Ibrahim me contaron los pormenores del desagradable asunto. Estando yo en Chile todavía, Néstor Díaz de Villegas publicó un conmovedor texto sobre el hecho. Entonces una madrugada me llegó un mensaje de mi madre en que me informaba de que Graziella Pogolotti había indagado, y ya podía entrar. Ya había pasado la presentación del libro de mi amigo Lorenzo, sobre quien había escrito otro libro recientemente. Pero, como es lógico, mi madre me reclamaba. Decidí no ir, para no traicionar la imagen previa del texto de Néstor, y para dejarlos en evidencia. Fue difícil y doloroso, pero creo que fue lo mejor. Se portaron como lo que siempre han sido, como le dije a un periodista, unos gánsteres. Patéticos.

    Además de la «confusión» en La Gaceta de Cuba, en 2015, sobre El libro de las conversiones imaginarias, donde concluyeron que esa visión desolada, sombría, se debía al exilio, a pesar de que el mayor porciento de los poemas fue escrito en la isla, ¿conoce algún otro episodio equivalente tras su salida de Cuba? ¿Vivió ese tipo de confusiones, contradicciones o censura a su obra mientras estaba en la isla?

    Veo que eres muy buena lectora, y me ahorras respuestas. Bueno, en dos ocasiones se les acercaron a Rogelio Blanco y a Andrés Soler personas desconocidas (sic) a advertirles que si me seguían ayudando en Madrid podrían tener problemas para ser invitados a Cuba. También, a raíz de los textos que publiqué durante «la guerrita de los emails», apareció en La Jiribilla un texto en que decían que yo era el Capitán Araña, y lo acompañaban de fotos donde aparecía yo junto a Prieto, Fernández Retamar, Fina, etc. Daba vergüenza ajena. Sí me dolió un solo hecho. A raíz de mi exilio en Madrid, se conmemoraba un aniversario de Roberto Fernández Retamar, y Cintio Vitier, mi gran amigo y maestro, dijo las palabras de homenaje, pero personales, porque cuando tenía que hacer la valoración literaria de su poesía dijo que ya lo mejor lo había escrito Jorge Luis Arcos en un texto inolvidable, y citó en extenso algunos de mis juicios. Pero, al final, se disculpó por citarme, dando a entender que lo hacía a pesar de las conocidas posiciones del autor mencionado y citado. Lo sentí entonces como un guiño a los presentes, toda la oficialidad, por supuesto (ahórreme volver a escribir el mismo nombre otra vez). Recordé los versos de Evaristo Carriego: «la costurerita que dio aquel mal paso, y lo peor de todo, sin necesidad». Salvo ese hecho, casi personal, nada más me afectó. No obstante, eso no varía mi grato recuerdo de años de amistad y mi admiración por su obra, diferencias aparte. Cuando estuve en Cuba por única vez, ya muerto Cintio, visité a Fina y estuve con ella dos largas horas, pero ya ella estaba en el otro mundo, donde no sabía que era poeta, y solo cantaba canciones de Édith Piaf, Bola de Nieve y Carlos Gardel. Fue desgarrador.

    La única censura puntual a un texto mío la hizo La Gaceta de Cuba, cuando al responder allí a Ponte, quien había publicado un texto contra Fina, ellos quitaron un párrafo mío muy duro. Claro, me dijeron que había sido, qué casualidad, un empastelamiento. Fui a la presentación de la revista, pero no me animaba a entrar. Ponte, que llegó tarde, me preguntó por qué no había entrado. Le expliqué. Entonces me invitó a tomar cerveza. Nos fuimos los dos sin entrar. Desde ese día somos entrañables amigos.

    Una vez exiliado era previsible —por la manera en que tradicionalmente ha actuado el poder gubernamental— que dejara de figurar o de ser visible como un escritor/ensayista/académico cubano. Usted no aparece en la EcuRed, por ejemplo, lo cual me parece el ejercicio más notable de castigo (no exactamente a usted quizá, me refiero a violación elemental de la historia intelectual de la isla) y de no reconocimiento. ¿Ha conocido, además del silencio y el borrado de memoria, alguna acción concreta por demeritarlo dentro de la isla? 

    No lo sé. No había verificado eso. No me interesa, además. Todo eso es perecedero. Nunca he consultado EcuRed. Ni lo haré.

    En su excelente texto «Notas (para una conversación) sobre la diáspora cubana» (en el que dice que se trata de una suerte de propuesta de autorretrato diaspórico) pareciera que busca, de alguna forma, encontrarle sentido a su propio exilio (que padece y/o disfruta), acompasarse —y hasta diluirse, quizá— en esa masa emigrante que como bien narra es constitutiva de Cuba (antes y después de 1959).

    Disculpe, pero ya lo que pensaba en ese momento, lo escribí allí, y le agradezco que lo recuerde. Creo que es en mi poesía donde puede buscarse mejor el sentido de esa vivencia. El sentido de la literatura, como pensaban Valery y Lorenzo [García Vega], ¿cuál es sino el autoconocimiento? Como diría Borges, citando al Obscuro, uno siempre «es el mismo, y es otro, como el río interminable». Ahora, por ejemplo, soy feliz.

    ¿Se ha convertido (o ha podido ser para usted), al fin, el exilio en un territorio de conocimiento?

    Obviamente, el exilio, que comienza con el nacimiento, la pérdida de la infancia, como sentía Rilke, y sucesivas pérdidas y expulsiones, y tantas ganancias cognitivas, es la vida misma. Iniciaciones. María Zambrano llegó a decir que acaso su verdadera patria era el exilio. Hasta que llegue el exilio de la vida. Después, ya veremos. Que yo sepa, según Bloom, solo Hamlet, que alguien dijo que era el embajador de la muerte, ha estado allí y ha regresado. Pero como dice un personaje del libro de James Matthew Barrie, la muerte puede ser una misteriosa aventura.

    Muchas gracias por el viaje.

    Coda

    Al revisar esta entrevista vinieron a mi mente muchos recuerdos. Obviamente, no todos están evocados en esta rememoración. Pero recordé uno que quiero referir. A raíz de haberme licenciado en Letras, cuando yo era un joven desconocido, nos reuníamos a menudo en mi casa varios amigos, José Luis Ferrer, Jorge Domingo, Manolo Rodríguez, entre otros. Oíamos jazz, sones cubanos, bebíamos, jugábamos mahjong, conversábamos de cualquier cosa, mucho de literatura, por supuesto. Un día me citaron a la Vicerrectoría del Instituto Superior de Arte, donde yo había comenzado a trabajar: era un oficial de la Seguridad del Estado. Me dijo que sabía que yo y unos amigos nos reuníamos en mi casa y hablábamos de literatura, al parecer de libros que le resultaban incómodos. Ante mi consternación me advirtió con la frasecita aprendida de memoria: dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada. Luego, supe que también habían citado al Comité Militar a Manolo y que indagaban sobre qué libros leíamos. Que a una Revolución le preocupara eso, es ya un síntoma tremendo. También me pregunté por qué tengo que abstenerme de referir con prolijidad algunas anécdotas. Es otro síntoma. La censura y la autocensura, chantaje incluido, funcionan sistemática y profundamente. Es parte del daño mental, antropológico. Por eso siempre decía que los cubanos tenemos la mente jodía. Una noche en Madrid, mientras bebía con Iván de la Nuez, él recordó que muy joven visitaba de vez en cuando mi casa en la década del ochenta cuando organizábamos alguna fiesta. Me dijo algo tremendo: que no porque habláramos de política, sino solo por la forma en que nos divertíamos, sintió que éramos profundamente gusanos. Tenía razón. En fin. Es preferible cerrar una puerta y abrir todas las ventanas. Acaso no podré ver más a mi madre. Como diría Lorenzo, aquello es el acabose. La devastación.

    Notas

    [1] Brodsky, J. «Esta condición llamada exilio o llevar bellotas». Ver en https://cutt.ly/7gJNC1x.

    [2] Aguirre, M. (1987). «Apuntes sobre la literatura y el arte». En Pensamiento y política cultural cubanos: Vol. II(pp. 108-121). Pueblo y Educación. [3] Darnton, R. (2014). Censores trabajando. De cómo los Estados dieron forma a la literatura. Fondo de Cultura Económica.

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    3 COMENTARIOS

    1. Resumen: Jorge Luis Arcos era un hombre feliz en Cuba, con amigos intelectuales en el gobierno. Nunca tuvo nada “malo” que decir y por eso no lo censuraron. Conocía sus «límites» de cordero. Era la vida, el terrible Periodo Especial, lo que le apretaba los huevos! Espero que pueda comer un buen asado en la Argentina..

    2. Deslizar hondamente una vida pública sobre lo privado y personal, roza el nivel de lo que Havel llamó, «la vida en la mentira y la vida en la verdad», y decimos roza, porque resistir es un ejercicio de otro en nosotros.
      Para cuando batan alas el tiempo y el espacio » normal» en nosotros, entonces veremos cuál de las dos vidas vivíamos en uno, u otro sitio.

    3. […] Unos días antes, Juan Manuel Tabío e Ibrahim Hernández se enteraron de mi viaje y me pidieron que estuviera presente junto a Enrique Saínz en la presentación del libro que habían hecho de Los años de Orígenes. Ese fue el hecho que, entre otros acaso, motivó que me impidieran entrar. Luego Tabío e Ibrahim me contaron los pormenores del desagradable asunto. Estando yo en Chile todavía, Néstor Díaz de Villegas publicó un conmovedor texto sobre el hecho. Entonces una madrugada me llegó un mensaje de mi madre en que me informaba de que Graziella Pogolotti había indagado, y ya podía entrar. Ya había pasado la presentación del libro de mi amigo Lorenzo, sobre quien había escrito otro libro recientemente. Pero, como es lógico, mi madre me reclamaba. Decidí no ir, para no traicionar la imagen previa del texto de Néstor, y para dejarlos en evidencia. Fue difícil y doloroso, pero creo que fue lo mejor. Se portaron como lo que siempre han sido, como le dije a un periodista, unos gánsteres. Patéticos. Para seguir leyendo… […]

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