Soy emigrante de nacimiento y descendiente de una larga estirpe de emigrantes. He vagado por unos cuantos sitios. Puedo asegurar que no he conocido una identidad más arraigada que la cubana. Aún cuando en la Isla se empeñen en hablar de «ex cubanos», aun cuando le arrebaten su condición legal a aquellos que se van, aun cuando un largo etcétera.
En mi primer viaje a Nueva York, conocí a una querida amiga que partió de Cuba adolescente y cada conversación con ella era una oda a la cubanía. Después de tanto tiempo, era tan cubana. Y como ella, todos los cubanos que he conocido fuera de Cuba: emigrados en los años 60, en los 70, en los 80 y más hacia acá. Hijos de cubanos, nietos de cubanos. Hay cierto orgullo de pertenecer.
Cuando el cubano fuera de Cuba habla del país, lo hace con una alegría melancólica, en sus rostros se asoma la añoranza y en muchos casos la frustración. En Nueva York encontré muchos.
Para entender Cuba hay que mirar más allá del espacio geográfico. Pensar Cuba más allá de los límites. Contar con el cubano más distante.