Hay un verso de Vicente Huidobro que a Nicanor Parra lo dejaba mudo y que le parecía, casi con razón, la frase más sobrecogedora del reino de las Bellas Letras: «Una mujer descuartizada/ viene cayendo desde hace 140 años».
En septiembre u octubre de 2015 yo estaba en el balcón del piso nueve de un edificio del Vedado juntos a dos amigos. Al frente se desplegaban esas cosas: el mar, el Malecón, el peso de la luz del Caribe aplastando en la tarde el cuerpo famélico de La Habana, y la trinidad magnífica de la rabia, el desconcierto y la juventud.
Esos amigos eran Abraham Jiménez y Maykel González. Cuando quisimos entrar de nuevo a la sala de redacción de aquel piso nueve, el viento cerró la puerta del balcón y nos quedamos del otro lado del cristal. En la redacción había gente, pero creo que el cristal era oscuro y no se veía mucho entre un lado y otro.
Ahí estuvimos un tiempo y la puerta no abría. Hasta que decidimos tirarnos por el balcón. Desde entonces venimos cayendo. Yo dije que debíamos fundar una revista que fuera solo nuestra, apenas para confirmar que estábamos de acuerdo en el tipo de paracaídas que íbamos a usar. Uno piensa que los paracaídas están hechos para abrirse, pero hay paracaídas cuya única función consiste en mantenerse cerrados durante todo el trayecto, y es eso lo mejor que podrían hacer por nosotros.
Desde marzo de 2016, El Estornudo ha logrado publicar, y volver parte de su staff en algunos casos, a varios de los intelectuales, fotógrafos y escritores cubanos contemporáneos más importantes. Ha obtenido prestigiosos premios internacionales que, junto al trabajo de otros medios independientes de muy distinto corte y temática, ayudaron en los últimos años a situar al periodismo cubano en un nuevo escalón de reconocimiento, rigor y calidad. Ha sufrido censura y ha intentado practicar el ejercicio del criterio rindiéndole tributo únicamente al dios promiscuo del lenguaje.
En cualquier caso, la importancia de esta revista, si la tiene, es algo que no habría que decirles a los lectores, puesto que ya ellos lo sabrían de antemano. Lo que yo quiero mencionar es otra cosa, una suerte de gratitud íntima y emoción profunda, como un regalo que uno se hace a sí mismo pero que viene de los otros.
La revista ha mantenido juntos, afectiva e intelectualmente, a un viejo grupo de amigos cercanos, y lo ha hecho por bastante más tiempo del que se supone que estas cosas puedan suceder en Cuba, donde la fuerza de los vínculos personales raramente llega alguna vez a dibujar su propio retrato social; una cierta marca generacional en la piel de un país entregado a la desintegración, la supervivencia y el éxodo.
El territorio, luego, se mantuvo abierto, el relato no concluye, y en tres años nada ha sido tan determinante, rotundo y necesario, y nada tiene la carga de belleza de los periodistas jóvenes que, con veintidós o veintitrés, empezaron a escribir en la revista los reportajes sobre Cuba que a mí me hubiera gustado que me enseñaran los maestros que no tuve. Pero no se puede enseñar lo que no estaba escrito, lo que tampoco podía escribirse en ningún lugar.
Es decir, de aquel balcón de la tarde habanera se ha seguido lanzando mucha gente. Atravesando el sopor, atravesando el asco, atravesando la falsa narrativa de un país traicionado. Larga vida a nosotros mientras dure. La revista es el grito político de un cuerpo descuartizado y vivo que suelta chispas y no termina de caer.