Viaje al corazón de mi familia

    Me encuentro ahora en la sala de mi casa en Playa Baracoa, revisitando una vez más las fotos de familia que mi padre y yo hemos guardado como el único tesoro que en realidad tenemos. Dice mi padre que parece que nunca me he ido. Hace dos años y medio no regresaba a casa, primero porque tramitaba mi residencia en Estados Unidos, y luego por la pandemia de coronavirus que puso en pausa los vuelos y aeropuertos de todo el mundo. Aun así, y aunque me extraña cada día de su vida, incluso cuando me tiene sentada en la sala de la casa, mi padre piensa que nunca me he ido, porque suelo hacer las mismas cosas de siempre, por ejemplo, llegar al barrio y sentarme a hablar en el portal de mi vecina Mamita, y luego saltar a la casa de Mariela, llamar a Maritza y preguntarle cómo está. Averiguar por Neysa, de la familia de apellido Cardenache, que siempre tuvo el pelo muy negro y a quien en esta ocasión no pude ver, pero sí vi a su prima Rita, quien siempre tuvo el pelo muy rubio y pintaba uñas, y a su tía Pepilla, que ha puesto en venta la casa, y a los hijos de su hermana Pirule, que han crecido demasiado en muy poco tiempo.

    Quizá mi padre siente que no me he ido porque almuerzo en casa de mi tía Mary, y después paso por la casa de mi tía Dinorah y pido algo de comer, y luego ya en mi casa vuelvo a cenar. Si no hubiese muerto mi tía Nilda cuando estuve ilegal en Nueva York, yo habría pasado a comer la ensalada fría de siempre. Mi tía Nilda se aseguraba cada fin de semana de que no me faltara el aseo personal cada vez que me iba a mi beca estudiantil. Seguramente mi padre imagina que nunca me he ido porque aún peleo por una máquina para ir a La Habana cuando la parada está repleta de gente, y luego, de regreso, corro para que no se me vaya el autobús 420, el único que conecta la ciudad con mi pueblo. Aunque mi padre siente que nunca me he ido, yo por primera vez siento que me fui, no de mi casa, pero sí de mi país, a pesar de que ya no estoy hace unos siete años.

    He pagado mil 400 dólares por un boleto para un viaje de una hora desde el aeropuerto de Fort Lauderdale hasta el aeropuerto de La Habana. Mi padre, mi hermano y su mamá me esperan ansiosos en la Terminal 3. Temen que la Seguridad del Estado me haga algo, me interrogue, me detenga, me encarcele. Pero no sucede. Hay una insospechada normalidad en el aeropuerto de La Habana, pocos viajeros, orden, rapidez, una señora que ha llegado en mi vuelo felicita al personal por la limpieza y cuidado de las instalaciones, algo de lo que solo ella parece darse cuenta. Enseño mi tarjeta de vacunación y salgo con las dos maletas repletas de medicinas, aseo personal, ropa, comida y paquetes de leche en polvo que me ha pedido mi padre porque quiere hacerme un flan cada uno de los días en que permanezca en casa, y no tiene otra manera de conseguirla, se ha resistido a tener una de las nuevas tarjetas en MLC con las que algunos cubanos compran en las tiendas en divisa, las únicas abastecidas ahora mismo en el país. El resto de mi familia no sabe que estoy de regreso. A mis amigos les dije, pero no queda ninguno en Cuba, se han ido a Madrid, Miami, Venecia, Nueva York o Ciudad de México.

    Llego a la casa de mi familia, la misma donde crecieron mi padre y sus once hermanos. El patio trasero de la casa me lleva al arrecife y al mar. La propiedad fue entregada a mis abuelos durante los primeros años de la revolución, y por mucho tiempo todos y cada uno de los niños de la familia creyó que dentro de las paredes podía haber dinero y joyas escondidas, pertenecientes a los antiguos dueños de la casa que vendrían a rescatarlas cuando se cayera el nuevo régimen.

    Sorprendo a tíos y primos. Que qué hago acá, que cómo estoy, que si no me hicieron nada o molestaron en el aeropuerto, que no estoy tan gorda como parecía, que qué blanca, que esto está malísimo, pero que qué rico verme. Luego voy a ponerle flores a mi tía Nilda a la costa, donde mismo ella pidió que esparcieran sus cenizas una vez muriera. Mi padre, en broma, siempre le decía que si regaban sus cenizas en el mar todos los peces se iban a largar y luego no tendríamos qué comer. Mi tía lo mandaba callar. Para mi visita, mi padre les ha pedido a varios pescadores del pueblo que le guarden todas las ciguas y los pulpos que recojan, pero nadie se explica por qué no aparecen, por qué no hay. En el pueblo bromean con que hasta los peces se han largado del país.

    Playa Baracoa / Foto: Cortesía de la autora

    Playa Baracoa parece un sitio de la postguerra, en el que todo el mundo o murió, o recogió y se fue para siempre. Raydel, mi vecino de la infancia, a quien cariñosamente llamamos Tocopán, siguió las indicaciones de Google Maps y llegó hace un mes a Cayo Hueso en una lancha de pescadores, exactamente a la boya que marca las 90 millas de distancia con Cuba. Durmió todo el trayecto, y vomitó buena parte también. Ya en suelo firme, lo primero que hizo fue arrodillarse, besar la tierra y agradecer. En otra lancha ilegal se largó Yamilita, mi amiga de la primaria, junto a su hijo menor de edad. Llegaron bien. Se fue toda la familia Cervantes, eran como diez. Se fue el novio de Daimaris, que era gago. Se fue Nancy, la de la paladar. Se fue la familia de La Rubia, mi amiga del barrio y de la secundaria. Ella no. En el mar, a 12 millas de su destino, su familia grabó un video que luego compartieron en Facebook, donde mencionan y maldicen a cada uno de los chivatones de Playa Baracoa. «Grabando para los chivatones, grabando. A Manina, por echarme pa´ alante en plena mañana, la iba a traer, pero la dejé por chivatona», se oye a uno decir, y detrás el ruido de las olas.

    Se fue, por Nicaragua, el barbero que vivía frente al malecón, para luego atravesar Centroamérica y pedir asilo en la frontera sur con México. Algunos se han ido a Rusia. Pero mi primo, que está esperando su pasaporte de ciudadano español, cuenta que, al menos por mar, se han largado unas 95 personas de un pueblo donde casi todo el mundo se conoce. Incluso se iba a ir Yaimil con sus tres hijos, me dicen, pero viraron porque las autoridades han activado los servicios de guardafronteras y ahora se divisa una lancha permanente tan lejos como el primer canto, para evitar las salidas ilegales del país. A solo dos millas, la lancha en que iba Yunier Gutiérrez fue interceptada, y a este le dispararon con una bala de goma en la frente. Hay otro video circulando donde, desde el malecón del pueblo, los vecinos les gritan a los guardafronteras: «Abusadores, abusadores, dejen que se vayan de aquí».

    Así aconteció durante todo diciembre en Playa Baracoa, noticias que acapararon los titulares de la prensa de Miami. Hubo apenas fiestas para recibir el año, casi todo el mundo estaba buscando la manera de comprar una lancha, vigilar que no hiciera mal tiempo, e irse. El resto permanecía pendiente de quién se iba. Ahora que es enero hay un gran silencio, no se oye música, ni un ruido extraño, ni siquiera hay desesperación. Yo pensé que este silencio aplastante era solo en mi pueblo porque todos se habían ido o se estaban yendo, pero después comprobaría que La Habana se encontraba tan limpia, tan vacía, tan silenciosa, que estremecía. Yo sé dónde están todos los que se fueron, o los que están en camino, pero no sé dónde permanece la gente que queda dentro. ¿Dónde permanece la gente que está dentro? No sé dónde se esconde, o si es que prefieren no ver.

    Es triste volver a un país donde todos se van. Por años quise que mi padre nunca se fuera de Cuba, me consolaba tener un lugar al que volver, reconocer en mi casa el agujero por donde se cuelan las hormigas, la pintura caída del techo, la losa de piso mal puesta, la puerta que casi no cierra, esas imperfecciones del espacio íntimo que conforman la memoria. Por años quise tener adónde volver, pero qué le vas a pedir tú a los demás, si te marchaste hace ya tanto.

    Yo crecí en una familia en la que todo el mundo se estaba yendo todo el tiempo. Se notaba poco, porque éramos muchos, 12 hijos de mis abuelos, sus parejas, casi 30 nietos, bisnietos. Recuerdo a mi familia de la infancia como una familia feliz, donde se hacían muchas fiestas, se asaban cerdos, y donde siempre esperábamos a alguien que llegaba de Miami.

    El primero en irse de Cuba fui mi tío Titi, hermano mayor de mi padre, casi seis años después de que triunfara la revolución. Estaba en edad de servicio militar, unos 17 años, y se fue en una balsa rústica junto a otros amigos desde algún punto de la costa del pueblo. No le dijo nada a nadie. Mi papá, que tenía entonces unos cuatro años, y el resto de sus hermanos, todos niños o jovencitos, crecieron con la ausencia del hermano que nunca regresó. Dicen que mi abuela, después de almorzar, iba día por día a sentarse frente al mar, en la parte trasera de la casa, y lloraba por su hijo que se fue. Mi padre conserva una foto en blanco y negro donde están todos sus hermanos muy niños, en un tiempo en que Titi quería reclamar a la familia y comenzaron a tramitar los pasaportes, pero a mi tío Carlos lo agarró el servicio militar y mi abuela no quiso irse y dejar un hijo atrás.

    Siempre escuché que mi tío Titi regresaría solamente el día en que se cayeran la revolución y Fidel Castro. Yo me preguntaba de niña qué quería decir que se cayeran la revolución y Fidel Castro. En los ochenta, Titi invitó a mi abuela Gloria, su madre, a una visita de unos meses a Miami. En mi casa hay un álbum de fotos de esa visita, donde mi abuela aparece con un sombrero de mariachi, recostada en la cama, otras junto a su hijo y sus nietas que nacieron en Estados Unidos, primas a las que yo nunca he conocido, una de las cuales se llama Gloria, como mi abuela y como yo. Margarita, la esposa de Titi, me diría luego que si un miedo tuvo mi abuela durante su estancia, era el de morir en Miami y no en Cuba.

    Mi tío Titi nunca más volvió. Mi abuela murió en el 89, un año antes de mi nacimiento, y mi abuelo unos años después. Nunca más se vieron. A Titi solo lo han vuelto a ver los hermanos y sobrinos que luego emigraron a los Estados Unidos. Recuerdo que cuando alguien de mi familia llegaba a Miami, lo primero que se le preguntaba desde Cuba era: «¿Y ya conociste a Titi?» Mi padre, por ejemplo, nunca más lo ha visto en persona. Yo sí, la primera vez que estuve de paso por Miami para un evento académico. Me fue a ver, me abrazó con mucho cariño, apenas se sabía mi nombre y no tenía claro si yo era hija de Mayito o de Raulito, dos de sus hermanos, pero el caso es que era su sobrina, me regaló sesenta dólares en billetes de veinte y un abrigo de invierno. Le pregunté si siempre quiso irse de Cuba, o si en la casa se hablaba mucho de irse del país, y me dijo que no. Recuerda que, cuando se fue, solo se llevó una brújula del cuarto de herramientas de mi abuelo.

    Es extraño, Titi es tan hermano de mis tíos como el resto de sus hermanos, pero a ratos parece que no lo fuera, o que no lo fuera igual. Siempre es invitado a cada comida, a cada fin de año y fiesta familiar. No sé si es que solo lo noto yo, pero me parece verlo como aislado, aunque está cerca. Como apenado, aunque sonríe. Fueron demasiados años de ausencia, se hizo un hombre lejos. Me contó una vez que, al llegar a Miami, comenzó a trabajar en la construcción, tomó mucho alcohol y otras cosas, y que no fue fácil. Le pregunté si pensaba volver a Cuba, y tanto tiempo después, él con casi 80 años, sigue diciendo que cuando se caiga la revolución. Ya Fidel Castro murió, pero queda eso que él llama revolución y tiene miedo de que nunca más lo dejen salir del país. Le pregunto por qué no lo dejarían salir del país, pero no tiene una respuesta precisa. Por si acaso. Titi sigue siendo gago, es el único recuerdo que tiene mi padre de él, y le he confirmado que es cierto, sigue siendo gago.

    Fotos de familia / Cortesía de la autora

    El segundo en emigrar de la familia fue mi tío Jorge, quien con 22 años representó a Cuba como kayakista en las Olimpiadas de Moscú. Se fue a vivir a Canadá con su novia Cindy. En mi casa hay fotos de Jorge y Cindy juntos en Canadá. También hay una carta enviada a mi padre donde su hermano le cuenta que está bien, que extraña mucho y que viven cómodamente. «A nosotros no nos falta nada, vivimos muy confortables y si necesitamos algo lo podemos comprar, nos alimentamos muy bien», dice. Luego Jorge se mudó a Estados Unidos, y desde que tengo memoria, Jorge manda dinero a cada uno de sus hermanos en Cuba, por el Día de las Madres, para las festividades de diciembre, por el Día de los Padres.

    Cada dos o tres años, a veces menos, Jorge regresa a visitar a la familia. En cada uno de esos viajes critica el país, su decadencia, cómo ha envejecido la gente y la casa, pero no ha dejado de ir nunca. Ha conocido en esos viajes a sus nuevos sobrinos, que han nacido en todos estos años, entre ellos yo. Recuerdo que la noche del 24 de diciembre del 2000 se apareció de sorpresa con su nueva pareja, Marilyn. Nadie lo esperaba y fue una alegría. También recuerdo cuando le comenté que quería ser periodista y me dijo que mejor fuera médico. No le hice caso. Jorge nos llevaba zapatos y ropa, sin tallas ni nombres, si nos quedaban grandes mejor, para que duraran más. Era la ropa con la que nos vestíamos hasta que volviera él o algún otro familiar con bultos de pacotilla envueltos en nylon azul transparente. Siempre he pensado, y aún hoy, que Jorge pudo haberse alejado fácilmente de sus hermanos. Tiene un carácter complicado, pero nunca ha faltado cuando a alguno le ha hecho falta algo. En medio de la pandemia de coronavirus, ha mandado a comprar dos puercos y ha llenado de carne los refrigeradores de las casas de sus hermanos y sobrinos.

    En el verano de 1994 se fueron por el mar, detrás de la casa, mi tío El Chino y mis primos Papo y Pepino. Había tenido lugar en Cuba el llamado «Maleconazo», una protesta multitudinaria en La Habana debido a la gran crisis económica que atravesaba la isla. Castro abrió las fronteras para que se largara todo el que no quisiera permanecer. Mi tío y mis primos se agenciaron una balsa hecha con tablas y gomas de camión, mi familia les dijo adiós mientras remaban. Fueron interceptados en el mar y conducidos a la Base Naval de Guantánamo, donde esperaron el tiempo necesario hasta que los trasladaron a Estados Unidos. Luego me contarían que uno de esos primos comió mucho picante para provocarse una crisis de hemorroides y así acelerar su proceso y llegar a Miami lo antes posible. Se calcula que, en el verano de 1994, unos 32 mil 362 cubanos salieron del país en embarcaciones caseras. La cantidad de balseros muertos en la historia de la revolución, sin embargo, es incontable hasta hoy.

    Otros de mis primos ganaron la lotería de visas, conocida en Cuba como el bombo, y emigraron en los dos mil. Otros primos se fueron a través de Guatemala. A mi primo Yunior lo reclamó su padre, que ya vivía en Miami. A cada una de estas despedidas íbamos casi todos al aeropuerto. Recuerdo perfectamente el día que Yunior se fue. Alquilamos una guagua, llorábamos mucho, y más lloramos aún cuando en el aeropuerto de La Habana entregó sus papeles y lo despedimos hasta que despareció. Con algunos de esos familiares no hablábamos más hasta que luego de años regresaban a Cuba de visita. Otros llamaban a la casa de Lourdes, la única vecina que tenía un teléfono en el barrio y que, si entraba una llamada de Jorge, por ejemplo, nos gritaba. Todos nosotros salíamos corriendo y nos poníamos en fila para decirle, Jorge, estoy bien, te queremos. Luego pasaba otro sobrino o hermano, Jorge, estoy bien, te queremos. Luego lo mismo. No muchas más palabras, hasta que se caía la llamada.

    En mi casa siempre se habló de Miami. Los Estados Unidos era Miami, y Miami era una especie de país donde se había asentado gran parte de mi familia, donde cada vez había más de nosotros que en la propia Cuba. La salida de un familiar dejaba un hueco, una casa vacía, uno menos en las fiestas, a veces ni siquiera ya fiestas, solamente cuando alguno estaba de regreso. Yo crecí con los cuentos de los tíos y primos de Miami, iban siempre a los parques de Disney, a pescar en lanchas propias, hacían barbecue. Se hablaba mucho de la casa de Jorge, cuán cuidado tenía su jardín y sus muebles, o los carros que compraban y que ganaban no sé cuánto la hora. Miami era el paraíso, o al menos así nos lo hacían creer ellos. Si nos decían que una prima estaba trabajando en un hotel, decíamos: «Wao, en un hotel». Si nos contaban que un tío estaba vendiendo carros, decíamos: «Wao, vendiendo carros». Si nos decían que tal prima se había ido en un crucero, no lo podíamos ni creer. Para mí, todo el mundo en Miami tenía casa con piscina, carros, viajaba en cruceros todo el tiempo y ganaban mucho dinero por hora. ¿Te imaginas ganar por hora? ¿Te imaginas no descansar nunca y hacerte millonario? ¿Eso se puede? En Miami había, además, mucha comida, mucha carne de res. Dicen que una prima, al llegar, fue a un restaurante y pidió carne de res en voz baja, como culpable, la secuela de esa tragedia que significa comer carne de res ilegal en Cuba.

    En mi primer viaje a Miami, en 2015, tenía yo 24 años, allí cumplí los 25. Hacía un tiempo me había graduado de periodista en la Universidad de La Habana. Muy pocos en mi familia habían ido a la universidad, y yo era uno de ellos. Todos estaban orgullosos de mí, me tenían un cariño muy especial. Había perdido a mi madre con solo un año, por lo que era muy mimada por mis tías y tíos y primos. Yo los adoraba. Con ese primer viaje mi familia estaba feliz, me lo había ganado yo, no había tenido que irme en balsa, ni cruzando la selva, sino que me habían dado una visa para un congreso académico, cuando la embajada de Estados Unidos en La Habana rechazaba a diario la solicitud de tanta gente.

    Mi tío Jorge y mi primo Yunior me pagaron el pasaje, me recibieron en sus casas. Ciertamente, la casa de Jorge tenía jardín y muebles muy cuidados, tal como me habían contado siempre. Tenía piscina. Mi prima Pusi me llevó a los parques de Disney. Me llenaron maletines de ropa y zapatos, me llevaron a comer sushi por primera vez. Me sacaron de paseo al Dadeland Mall. Querían ver mi reacción siempre que entraba a un supermercado. ¿Has visto qué cantidad de manzanas? Mi reacción siempre que pasaba por una calle. ¿Te has fijado qué limpieza? Mi reacción siempre que ponían la televisión. ¿Viste lo que es un país libre? Yo a todo le decía que sí. Una mañana, cuando faltaban 15 días para que venciera mi pasaje de regreso, le pedí a mi tío Jorge que me llevara a una agencia de viajes para adelantar mi vuelo a Cuba. Por un lado, había algo triste en mí y quería volver, por otro, me había ganado una beca de estudiante de maestría en México, y pensaba irme cuanto antes al Distrito Federal. La noticia de mi vuelta los descolocó. ¿Cómo que me iba? Mi familia había pasado trabajo para llegar a Estados Unidos, y a mi se me da fácil, ¿cómo voy a decir ahora que me voy? Nunca hablé de quedarme, de hecho, no valoré la posibilidad de acogerme en el aeropuerto a la política de Pies secos/Pies mojados aún vigente en ese entonces.

    Mis tíos me ofrecieron alojarme el tiempo necesario, comprarme un carro, en algún momento ayudarme con la renta de un departamento hasta que tuviera trabajo y pudiera tomar las riendas de mi vida. Realmente me ofrecieron todo lo que pudieron, pero yo les dije que necesitaba irme. Algo en mí no estaba listo para quedarse. Regresé a La Habana, solicité mi visa de estudiante a México, y en diez días me despedí de mi padre y partí en el primer avión de Cubana de Aviación. Llegué al aeropuerto Benito Juárez a las siete de la mañana de un día a fines de julio. Le dije a mi padre que un amigo me esperaría en el aeropuerto para que estuviera tranquilo. Nadie me esperaba. No tenía amigos allí. Un señor del vuelo me ayudó a cargar mis maletas. Yo era probablemente la única pasajera del avión que salía de Cuba con las maletas cargadas, porque de Cuba solo se sale con las maletas vacías. El señor me indicó dónde cambiar dinero, dónde comprarme una línea de celular, y no me dejó sola hasta que me montó en un taxi, bajo el clima seco y el esmog de la monstruosa Ciudad de México. Por el camino me dio por llorar, y el chofer del taxi me dijo que por favor no llorara. Paré de hacerlo.

    Con la dirección en un papel, llegué a la casa de un amigo de Boston, escritor, periodista, al que otro amigo en común le había hablado de mí. Hasta el día de hoy él y su queridísima esposa me ofrecen su casa. Mis tíos, adaptados a la idea de que me había ido, pero que una vez terminada la maestría regresaría a vivir a Miami, me dijeron que me apoyarían con la renta de un cuarto hasta que me comenzaran a pagar mi mensualidad de estudiante. Yo no les pedí que lo hicieran, tenía en cuenta que debía hacerme cargo de mis decisiones y no implicar a los demás. Aún así, mi tío Jorge insistió en que podían apoyarme. Un día, sin embargo, leyeron un artículo que publiqué en la revista OnCuba, donde trabajaba por aquel entonces, y decidieron retirar su intención de ayuda e, incluso, su palabra. ¿Cómo yo había tenido el valor de escribir tal cosa? ¿Quién me creía yo que era? En dicho artículo, que escribí y publiqué cuando todavía estaba en Miami, hablaba de mis impresiones de la ciudad, muy inmaduras quizás en ese entonces. Escribí cuánto mi tía trabajaba y cuánto se le hinchaban los dedos.

    Yo me acababa de despertar en la casa en México, y recibí la primera llamada de una prima que recién había leído el artículo. ¿Cómo yo me había atrevido a hablar mal de su mamá, a decir que tenía los dedos hinchados? Luego aparecieron otros, furiosos todos. ¿Cómo yo era capaz de traicionar así, de hablar así de mi familia, que me lo dio todo en ese viaje, que me pagó el pasaje, que me compró ropa? ¿Cómo yo podía ser tan malagradecida? ¿Cómo yo me atrevía a hablar mal de los Estados Unidos, de este gran y maravilloso país? ¿Cómo yo era capaz de hablar así, si los cubanos se habían ido huyendo para buscar una mejor vida? ¿Dinos si puedes escribir toda la verdad de lo que pasa en Cuba? Aquí se viene a trabajar, aquí somos libres y felices, mira a tu papá lo duro que trabaja en Cuba para que te comas un pedazo de carne. Sentimos que nos engañaste.

    Mi familia se pasó el texto de mano en mano, y la rabia, de mano en mano, y ahí dejaron de invitarme a cada una de las fiestas de diciembre, cumpleaños o reuniones familiares que con frecuencia hacían en los patios de sus cómodas casas de Kendall o Homestead.

    Lloré durante muchos días, expliqué qué quería decir, tuve fuertes dolores de cabeza, a mi padre en Cuba le dieron las quejas y, obviamente, siempre estuvo de mi lado. Los llamé decenas de veces y nunca contestaron. Les envié varios mails. Me bloquearon de Facebook. Yo era una comunista por regresar a Cuba, con tanta gente queriendo llegar a este país. Yo era una comunista, cómo no me iba a gustar Miami. Yo era una comunista, y por eso me merecía pasar trabajo.

    En una ocasión participé en un congreso en Nueva York, y de regreso estuve unos días en Miami. No me parecía bien llegar a la ciudad y no decirles, y no enfrentarles, al final era mi familia, y yo cargaba con el peso de la tristeza que significaba esa ruptura. Les escribí. Nunca contestaron. Pasaron cuatro años en los que viajé muchas veces de vacaciones a Miami, donde viven gran parte de mis amigos más queridos. Todos aquellos viajes fueron muy extraños para mí, sabiendo que estaba en la misma ciudad donde vivían mis tíos, los hermanos de mi papá, sus sobrinos, no una familia cualquiera, no una familia lejana, mis tíos y primos de Playa Baracoa. Ese incidente marcó para siempre mi relación con Miami. Es quizá el lugar donde más gente querida tengo, y donde menos tiempo puedo permanecer. Siempre quiero ir a Miami, y siempre me quiero ir. Es el lugar donde comenzó mi depresión, en 2017, y donde me enfermé de coronavirus. Siempre quiero ir por tamal en cazuelas, pero pasados cinco días siempre tengo que largarme, porque Miami es como un familiar incómodo. Nos queremos, pero no nos relajamos el uno con el otro.

    Después de cuatro años, la llegada de mi tía Mary a Miami hizo que yo volviera a visitar la casa de mis primos, que me trataron como si nada hubiese sucedido. Fui invitada a cenar el 31 de diciembre de 2019 junto a toda la familia. Dije que sí, claro. Estaba feliz por eso. Mi tío Jorge llegó y me saludó, y me dijo que estaba muy linda, que parecía una princesa. Antes de la cena, mi primo Tony agradeció por todas las cosas buenas, y por tenerme una vez más junto a la familia. Sonreí, tuve pena. Hacía unos meses me había ido definitivamente de México, tras romper con mi novio de muchos años. Me quedaría en Estados Unidos para aplicar a la Ley de Ajuste cubano. Terminamos de cenar y Jorge se acercó. Que cómo me va. Bien, le digo. ¿Estás trabajando en algo? Sí, todavía ilegal pero con trabajo. ¿Y dónde estás viviendo? En Nueva York. ¿Y te gusta? Le digo que sí. ¿Y el frío? Me adapto. ¿Entonces te vas a quedar a vivir acá en Estados Unidos? Por ahora sí. ¿Trump o Biden? Trump no. ¿Pero cómo que Trump no? ¿Yo estaba loca? ¿Por qué, si eres comunista, no te vas con Díaz-Canel, tu presidente? ¿Por qué no vives en Miami, a ver, por qué vives en Nueva York? Si vives en Nueva York es porque odias a los cubanos, ¿eh? ¿Por qué no agarras y viras para Cuba, si tanto defiendes ese país?

    Con una fuerza que no logro explicar lo metí a un baño y nos encerramos dentro. Lloré, y le grité, por la intolerancia y el odio. Luego no acepté ni el vino ni las uvas que me ofrecieron a la medianoche, con la llegada del nuevo año. Le dije a Yunior que me iba. ¿Me llevas o pido un Uber? Me llevó.

    De Jorge sé que está tremendamente orgulloso de un premio de periodismo que he ganado. De la familia veo esporádicamente a otros primos y a Yunior, quien me recoge siempre que voy y me llama cada semana para saber cómo ando. Un día iba con él en su carro por algún express way, y contestó en altavoz la llamada que le hacía otro de nuestros muchos primos. «¿Qué haces?», le dice el primo. «Aquí, que voy en el carro con Carla», responde Yunior. «¿Con la comunista?», pregunta el primo, sin tiempo para mucho más, porque Yunior apagó rápidamente la llamada.

    Ahora, en la sala de mi casa de Playa Baracoa, reviso las fotos que guardamos mi padre y yo. Yunior era muy flaco y de ojos muy azules, idéntico a su hijo Lucas. En otra está Cindy en el zoológico de La Habana, ¿Qué fue de Cindy? Aparece en otra mi primo Billy, que murió en Miami. Aparecen muy jóvenes mis primos Tony y Yeny, que están en Miami. La mayoría de la familia de las fotos vive allí. En Cuba tengo a mi hermano y a varios primos. Permanece mi tía Dinorah, que se recupera de una operación en la cadera, podrá comenzar a caminar en dos meses. Mi tío Carlos también, que se ha puesto tan flaco que parece que ha crecido más. Se ve muy alto y luce viejo. Carlos, que siempre fue robusto y muy elegante. Está mi tío Rauli, que quiere dejar de beber alcohol y hace el mejor picadillo de cigua. Está también mi tía Cheva, que ha perdido la memoria, pero no la belleza de sus manos. Lleva las uñas largas, pintadas de rosa, se las acaricio y le digo que está muy linda y me responde que yo más. ¿Y cómo está tu mamá?, me pregunta, y le digo que muy bien. Quiere saber mi nombre. Le digo. Lo vuelve a preguntar. Está en Cuba mi tía Mary, a quien siempre he llamado mamá, y que se queja por sus nervios y porque se le hinchan los pies. Queda mi padre, a quien, cada vez que me recibe en el aeropuerto, noto más bajo que yo. Después de abrazarlo, lo primero que hago es medir su estatura. Mi hombro ya es más alto que el suyo, algo que yo quería que no sucediera nunca. Ha empezado a hablar de las ganas que tiene de jubilarse. Lo oigo y me aterro.

    Siento que en este viaje he asistido a la vejez de mi familia. No es este un viaje como otros, he asistido a su mayoría de edad. Vengo de una familia joven. Apenas conocí a mis abuelos, así que toda la gente tenía una edad saludable. Nadie se iba a morir pronto y eso me calmaba. Ahora casi todos mis tíos están llegando a los 70, o les falta unos pocos años, como a mi padre. Trato de no pensar en eso, nadie en mi familia ha llegado a los 80 nunca. En mis anteriores viajes a Cuba me pasaba los días de fiesta, esta vez no he podido por varias razones. Una, me avergüenza celebrar en mi país. Un país que se cae a pedazos, donde ahora mismo hay gente presa. A mi vecino lo llevaron a juicio por participar en las protestas del 11 de julio. Luego me dirían que lo condenaron a seis años de cárcel. Decenas de esos juicios están teniendo lugar en toda Cuba. Siento pena. Solo quiero quedarme en la casa y cerca del mar. Eso hago. El mar y mi casa son sitios que no ha corrompido la política, ahí soy bienvenida y a ellos me debo.

    Playa Baracoa / Foto: Cortesía de la autora

    Me quedan pocos días para regresar. Mi tía Mary me dice que le tire fotos a mi tía Cheva, que probablemente esta sea la última vez que la vea. Le tiro un par, por quedar bien. Siento unas ganas inmensas de tener a mi padre cerca. Mi padre nunca quiso vivir fuera de Cuba. Una vez, yo muy pequeña, una novia brasileña que conoció en Tropicana le propuso llevarnos, irnos los tres, y él dijo que no. Le gusta el patio de la casa, le gusta su siembra de tomates y acelga, y le gusta pescar en el antiguo Río Club. El antiguo Río Club es como esos sitios del pasado que abundan en toda Cuba, como el antiguo Hospital Infantil Pedro Borrás, como la antigua cafetería Las Delicias, como el antiguo restaurante Moscú, como la antigua Academia Naval o como el antiguo Teatro Campoamor. Es este un país decrépito, donde solo puedes sobrevivir en la memoria. Guiarte por el mapa de los recuerdos. Un país como mi familia, donde, o todos se han ido, o casi todos se han puesto viejos ya. Mi padre nunca había querido vivir fuera de Cuba, y ahora lo desestabiliza la idea de estar lejos. ¿Pero quiénes realmente estamos lejos? ¿Los de allá o los de acá? Si cada vez hay más de nosotros en Miami, ¿quién está lejos de quién? Le digo a mi padre que Miami le puede gustar, no el frío de Nueva York pero sí el calor de Miami, y el Palacio de los Jugos, y que podría irse de pesca. Y entonces mi padre dice que Titi, que si va a Miami entonces podrá volver a ver al fin a su hermano Titi. Y le digo que sí, que efectivamente.

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    11 COMENTARIOS

    1. Hay Carli,no he parado de leer el artículo sin sentir presion en el pecho, incluso ahora q te escribo este breve comentario.Es tan cierto todo lo q dices que por renglones siento que se te trata de mi realidad también.Ojalá y podamos medir la estatura de nuestros padres decadentes de cerca así no se hecha a ver tanto.Te quiero grande

    2. Carla he leido todo lo q has escrito y conozco mucho a tu familia, sabes q muchos eran mos vecinos, eran como mi familia Pusy, Yeny, Ito, Tony..
      Noelia te queria mucho, se sentia muy orgullosa de ti ..te felicito.Carla ..Bendiciones

    3. Excelente crónica. Refleja tan sincera y profundamene el drfama de una familia cubana que se parece tanto al drama de otras muchas, qu en ocasiones se me nublaron los ojos mientras leóa. Qué trista todo! Espero que la autora ahora se de cuenta de las razones de su familia en Miami para haberla rechazado en algún momento. No es que haya estado bien o mal, es que cada quien tieen sus razonewes. Pero de toda esa división familiar solo hay un culpable: el sistema impuesto en Cuba por más de seis décadas.

    4. Conmovedora historia, es la historia de las familias cubanas en las últimas seis décadas.
      Mientras leía, además de estremecerme, veía la película que puede hacerse a partir de aquí. Piénselo, es una película que debe hacerse, necesitamos que el futuro tenga cómo recordar estos tiempos. Puede ser documental o ficcionar la historia, pero hay que hacer esa película.

    5. Me da tristeza y dolor, casi no pude terminar de leerlo. Algun dia se escribira la historia de la isla que de paraiso se convirtio en infierno. Gracias

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