Homenaje extraviado a un periodista de 160 años

    «¿Manuel de la Cruz, como el escritor del siglo XIX?» «Sí, sí, como él». He tenido ese diálogo muchas veces. Al autor de Episodios de la Revolución Cubana, las circunstancias del periodista y conspirador le permitieron, antes de sus 28 años, visitar Estados Unidos, Francia, España y otros países. Yo, mientras tanto, sigo escribiendo en mi cuarto piso del Cotorro. Lo más lejos que he ido es a Florida, la de Camagüey.   

    Aun así, algunas de nuestras similitudes me intrigan por razones más bien espirituales. Este 17 de septiembre se cumplen 160 años de su nacimiento. No sé si fumaba, pero el 19 de febrero de 1896, hace 125 años, una neumonía lo fulminó en su cama neoyorquina.

    Entretejo datos curiosos con mis corolarios espiritistas. Debo, en primer lugar, sincerarme. Me he preguntado, por supuesto, si soy una reencarnación de mi tocayo, o al menos si su espíritu me asiste o guía. Hubiera sido más sencillo y menos descabellado imaginarme como su descendiente, lo sé. Pero este juego espiritual es más exquisito y lleva menos esfuerzo investigativo.

    Hoy hay dos sitios en su Habana natal que agasajan la figura de Manuel de la Cruz y Fernández. Ambos han sido destrozados al menos una vez. Tienen el afán de no conservarse, de la misma forma en que la obra y figura del historiador tiende a perderse en los pliegues de la historia.

    El primero de estos sitios, la estatua de Prado y Neptuno, había sido erigida en el cincuentenario del Alzamiento en La Demajagua, el 10 de octubre de 1918. Un camión de bomberos la destrozó en 527 pedazos en 1992, el año que yo nacía. En mi desvarío, me cuesta no asociar estos hechos. El accidente sucedió un emblemático 27 de noviembre, y fabulo con que el espíritu del escritor lloró nostálgicamente por los estudiantes de Medicina fusilados en 1871.

    En el municipio habanero Diez de Octubre, frente la Iglesia del Buen Pastor de Jesús del Monte, una altura desde la que se observa casi toda La Habana, queda el Parque Manuel de la Cruz, creado en 1903. Ahí se reunía De la Cruz con el párroco Manuel de Torres y Feria y conspiraban para las luchas independentistas, según los historiadores. Aunque yo digo que dos escritores de la época podían visitarse también para cualquier otra cosa.

    Igualmente es llamativo el hecho de que dispusieran este parque para Manuel de la Cruz en el mismo sitio en que la metrópoli colgara a 11 vegueros sublevados en 1723. De la Cruz fue el encargado, en 1895, de llevar a Oriente la orden de alzamiento de la guerra, camuflada, coincidentemente, entre paquetes de tabacos.

    Décadas después el parque acogió a otro mártir. Félix Ernesto Alpízar, víctima de la represión machadista, cuenta con un monumento en forma piramidal, y un 11 de septiembre, día cargado de decesos y caídas, se desplomó su pirámide. Pareciera que tanto De la Cruz como a los espíritus errantes de los vegueros querían el espacio exclusivamente para ellos. Ni siquiera Pepe Antonio, quien murió por esos parajes, disgustado, logró pujar lo suficientemente fuerte desde el más allá para tener su escultura o su tarja en los alrededores de Jesús del Monte.

    Desde las alturas del poblado puede que De la Cruz observe la historia y la patria con la misma agudeza y optimismo con que la juzgara en vida. A lo mejor lo hace, como dijera Manuel Márquez Sterling, desde las «nieves del norte» de Nueva York, donde fue «devorado por un bostezo de brumas».

    La edición corregida de Episodios de la Revolución Cubana fue corregida y ampliada por Márquez Sterling, a modo de epitafio poético: «Murió de súbito, sin haber sentido los primeros temblores del escepticismo, sin haber observado en su horizonte moral una sola nube de tempestad, hecha su vista a los nimbos de la inmortalidad… Desapareció como un lirio que nunca se marchita en el recuerdo».

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    2 COMENTARIOS

    1. Casualidad o no, pero de que es curioso, lo es.
      Una efeméride dibujada con maestría acerca de alguien que mereció mucho más que estatuas y parques que se revisten a petrificar su obra y existencia.
      Me honra llevar su nombre, y traspasarlo a mi hijo, el cuál nos regala ésta deliciosa lectura.

    2. Como siempre y como todo lo que escribes, Hermoso.
      Con toda la complicidad de los tiempos y sucesos, yo también heredé ése histórico nombre y sin ninguna premeditación te lo heredé a tí.

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