Día de las Madres

    La recuerdo. Yo tenía diez años. Me despertaba en una cama personal muy parecida a las que todavía se usan en los hospitales. Dormía solo —aún sigo. La casa tiene el piso de tierra; la luz del día entra por las hendijas de las paredes de tablas de palma. Las tablas no están del todo «limpias», tienen «gamuza», pelos. Ella se acerca, me toca, yo me hago el dormido; hay un cuchicheo en la cocina. La mujer trae chancletas hechas por ella misma. La suela es de goma, de unos zapatos viejos, y las correas son mangueritas de sueros. El chorro de café se precipita desde una bolsa grande hasta un jarro de aluminio sin asa. 

    Ahora me despierto temprano —casi siempre— y la cama sigue siendo personal. Muy pocos han dormido conmigo. Debo enviarle un dinero a mamá. El dinero sustituye al amor (en muchas ocasiones). Me debo sentir bien al hacer este envío: el primero que hago después de cuatro años viviendo en el extranjero. 

    Vuelvo al recuerdo de mi niñez. Abro la ventana, miro los animales que crecen junto conmigo. Miro el rocío, la hierba, el sol que calienta. 

    Llega mi madre con un jarro de café. 

    —Cierra esa ventana. Vas a coger un aire. 

    Me besa. Me quita, con sus dedos de uñas cortas y sin pintar, las lagañas de los ojos. 

     —Veeee, báñate. Se te hace tarde para ir a la escuela. 

    Unas vecinas la llaman. Conversan algo que yo siempre quise oír, pero que no distingo. 

    Han pasado 42 años y sigo abriendo las ventanas para ver la mañana que comienza.

    Me invitaron a pasar el Día de las Madres junto a unas mujeres-madres-cubanas. Los temas de conversación serían, probablemente, el primer embarazo, el parto, la niñez de sus hijos. No quise ir. Preferí quedarme solo, caminar por los mismos lugares. Tuve que dar muchas explicaciones. En Cuba era fácil decir NO.

    —No voy. 

    —No quiero. 

    —Tengo otros asuntos —y nadie se ofendía por la respuesta. 

    El no quiero me recuerda a los niños malcriados, esos que dan tremenda perreta a las madres en medio de la calle. Me gustan esos niños; tienen personalidad, criterio propio, no se dejan «manipular». 

    Foto: Cortesía del autor

    Es una mezcla de sentimientos. Estoy contento por enviarle algo de dinero a mamá, especialmente este día, aunque no creo en fechas de cumpleaños, ni en ninguna conmemoración. Tenía el dinero apartado en un sobre donde antes hubo la invitación a una exposición. Tampoco quise ir a la exposición, pero guardé el sobre; me pareció lindo.  

    He querido alejarme este día. 

    He querido apartarme de ese sentimiento denso: amar por obligación a los tuyos, a la familia, a los amigos…; el deber de conservar el hilo que nos mantiene unidos. Eso he escuchado desde pequeño. 

    Pongo agua para hacer café en una olla de asa larga. Reviso mensajes, algunos pedidos. Vierto el polvo del café instantáneo. Descuido el fogón. El café hierve, se desborda, cae, se acumula en los alrededores de la hornilla. El olor del café requemado me gusta. Ese olor me recuerda la infancia; ese olor me recuerda a mi madre. Hace mucho que me fui de su lado; abandoné la casa familiar. Los días de las madres me generan sentimientos encontrados. Yo no quería ser como ella. Yo no quería parecerme a los míos. Lo primero que tuve que hacer fue alejarme, aprender que los quiero, pero desde lejos. 

    Luego surge la pregunta: ¿de verdad se puede querer en la distancia?

    Por la calle unos niños se acercan; me piden algo de comer. Saco del bolso un pedazo de hamburguesa. Los niños no se sienten satisfechos con lo que les acabo de dar. Sé que esa señora al otro lado de la calle es la madre de estos niños. 

    Mi madre también tuvo que tomar distancia de su origen, de sus hermanos. Toda su vida ha sido un constante divorcio. 

    Escribo de ella, de mí, como si no tuviéramos vínculo alguno. Solo así puedo abordar los hechos. De niño me acompañaba a «hacer caca»: así me enseñó a decir. La letrina estaba detrás de la pequeña casa. La letrina no tiene techo; podemos ver las estrellas. Me siento en una silla sin espaldar, con un hueco. Ahí está el orificio para hacer las necesidades: «corregir». 

    Corregir. Qué palabra tan curiosa para nombrar una necesidad fisiológica. Cagar. Del intento de pared cuelgan, en un alambre, trozos de papel periódico. 

    Esto sucedía casi todas las noches: mi madre me acompaña con un candil; ella entra primero, alumbra el recinto para que se escondan los ciempiés, los alacranes, las arañas. Después ella sale para que yo me sienta a gusto. El candil está en el piso de madera. Yo leo las noticias mutiladas de los periódicos rasgados, sentado en la silla sin espaldar. Por el hueco cae la mierda. 

    Durante mucho tiempo creí que la principal función de los periódicos era limpiar culos sucios.

    Nací en una casa sin libros. Mis primeras lecturas fueron en aquellos periódicos, mientras cagaba, a la luz anaranjada de un candil con mecha larga que desprendía mucho humo. 

    Mi madre fue una mujer sola, en muchas ocasiones triste, perseguida en su juventud por el deseo del suicidio. Una mujer que no atesora nada material. Su falta de egoísmo (por un tiempo) me laceraba. Su única constancia era, es hacer de sus hijos personas de bien. Su falta de expectativas, de metas… me recuerda el país. El régimen en Cuba ha moldeado un pueblo sin sueños, obediente. Ha inculcado esa fidelidad a los logros, por supuesto, del pasado.

    ¿Cómo decir que siempre quise alejarme de la constante melancolía del Día de las Madres? En las fotos se nota esa especie de tristeza solapada que habita detrás de las sonrisas. No solo lo veo en mis fotos. También percibo esa tristeza en las imágenes que publican en redes muchos conocidos. Hay un cansancio típico, común. En algunas ocasiones se hace más evidente, cuando la madre es anciana y quizá esta sea la última celebración. 

    ¿Cómo decir que hoy quiero estar cerca de ti, acompañarte en las penurias? Hoy quisiera ser conformista. Decirte que hace algunos años escribí un libro para ti; uno que no quiero que leas, porque las palabras a veces no esconden.  

    Fui para despedirme de ti, mamá, unos días antes de la partida. Nunca te dije que me quedaría a vivir en otro país. Regresé entonces a la casa familiar, sin saber si volvería a verlos. 

    Un nuevo viaje para intentar no serle fiel a lo que todos creen que debería. Un viaje consciente en que quiero traicionar mis orígenes. 

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    Yanier H. Palao
    Yanier H. Palao
    Yanier H. Palao (Cuba, 1981). Escritor y artista plástico. Sus manos han envejecido prematuramente por su antigua labor como restaurador. Sus manos han acariciado más la piedra de cantería, el yeso, las rejas de hierro, que la piel humana. Le interesa lo escondido, recoger fragmentos, desechos, con ellos construye artesanías que después vende. Le hubiera gustado ser arqueólogo. Ha publicado, entre otros, los libros: Sombras del solo (Ed. Holguín, 2005), Peces en bolsas de nylon (Ed. Ávila, 2009), Música de fondo (Ed. La Luz, 2010), A la intemperie (Ed. Holguín, 2011), Vaciados (Ed. Aldabón, 2011), Esteros (Ed. Abril, 2013). Ha recibido numerosos premios entre los que se encuentran el “Premio Calendario” en Poesía, 2012 y la beca de creación literaria que otorga el proyecto “Torre de Letras”, 2016. En el 2018 publicó Óxido por Letras Cubanas. Recientemente ha salido a la luz País excéntrico, publicado por Iliada Ediciones.
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    2 COMENTARIOS

    1. Yanier, que memorias tan desgarradoras de tu infancia y de tu presente. La vida y sus fragmentos, como duele todo lo que dejamos y lo que queremos tener. Trata de tenerla más cerca y que ella te sienta cerca también. Las madres no van a durar siempre.

    2. En casa alternamos entre el papel en que se editaba la prensa y las bolsas de papel donde se compraba el arroz y el pan. Gracias.

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